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Inteligencia y Seguridad

16/07/2010 | David Petraeus: ¿Puede este hombre salvar a Obama?
Carlos Manuel Sánchez

El general Petraeus y Obama no se tragan. Sin embargo, el presidente de Estados Unidos ha tenido que recurrir a este republicano para que dirija la misión por la que se juzgará su mandato: Afganistán. Petraeus está acostumbrado a acudir al ‘rescate’ de la Casa Blanca. Ya lo hizo cuando George Bush lo envió a Iraq. Pero ¿quién es este militar que figura entre los líderes más influyentes del mundo... y potencial presidente de Estados Unidos.

La bala le entró por la letra A de Petraeus. Fue en 1991, durante unas maniobras en Fort Campbell, Kentucky. Un soldado tropezó y su M-16 disparó una ráfaga que alcanzó al general. El proyectil pasó a un dedo del pulmón.


David Howell Petraeus fue operado y se recuperaba en un hospital militar. Una mañana, harto de la inactividad, se quitó los goteros, saltó de la cama y le dijo a los médicos que hacían la ronda: «Estoy listo para irme de aquí y lo voy a demostrar». El general se puso a hacer flexiones en el suelo. Cuando llevaba cincuenta, le dieron el alta. Así es el nuevo comandante en jefe de las tropas de Estados Unidos y la OTAN en Afganistán. Pétreo como su apellido. Granito puro. En 2000 saltó de un avión, pero el paracaídas se le cerró a 18 metros del suelo. Fractura de pelvis. Lleva una placa de metal, pero a sus 57 años sigue corriendo nueve kilómetros diarios y termina esprintando hasta dejar sin resuello a los jóvenes capitanes que lo acompañan. Después hace una sesión de ejercicios calisténicos... y a la ducha. Es delgado y fibroso como un espárrago: 1,75 metros de estatura, 70 kilos. Ni siquiera el cáncer de próstata que se le detectó en octubre le ha hecho bajar el ritmo. Trabaja 18 horas diarias y se tomaba las sesiones de radioterapia como una tarea más en su agenda. El mes pasado se desmayó mientras testificaba ante el Senado. Estaba deshidratado.


Pero su dureza física es sólo una coraza, la parte calcárea de la ecuación. Corpore sano. Petraeus es, sobre todo, una mente brillante. El estratega más sagaz que ha parido West Point desde Eisenhower, el general que organizó el desembarco de Normandía y que llegó a presidente. Petraeus ha cambiado la forma de combatir de la máquina de guerra más formidable del planeta. Y Barack Obama le ha confiado la misión más delicada de su mandato: el avispero afgano. Petraeus ha aceptado el reto. No es un ascenso. Al contrario, desciende un escalón en la cadena de mando. Tendrá que renunciar a su puesto como jefe supremo del Comando Central, donde tenía a 210.000 hombres bajo sus órdenes desplegados en 20 países, desde Oriente Medio hasta Asia Central. Le toca apechugar con un destino ingrato: la dirección de una guerra gangrenada. Su predecesor, el general McChrystal, fue destituido por `bocazas´. Petraeus no sólo tiene que ganar en el campo de batalla, también tiene que salvarle los muebles a Obama. Ya lo hizo con Bush en la guerra de Iraq. La diferencia es que Petraeus y Obama no se tragan. Razón de más para que se pondere la valía de este general de cuatro estrellas. Si un presidente que no puede verlo lo pone al mando, debe de haber una razón muy poderosa.


La relación entre Obama y Petraeus se torció desde el principio. Fue en Bagdad, durante la campaña presidencial. El entonces candidato estaba de gira por los cuarteles y Petraeus le cantó muy razonadamente las cuarenta. En una presentación de diapositivas le explicó que su promesa electoral de comenzar la retirada de Iraq en 2010 y la de Afganistán en 2011 sería desastrosa. Quizá fue demasiado didáctico porque Obama, según sus asesores, se sintió tratado con condescencia. Puede también que Petraeus se la tuviese guardada. En 2008, Obama fue uno de los senadores que lo acorraló durante una sesión en la que tuvo que dar explicaciones sobre la forma en que estaba conduciendo la guerra de Iraq.


A Petraeus le dolieron profundamente esas críticas porque, con él, había dado un giro inesperado un conflicto donde todo lo que podía ir mal iba peor. Es un intelectual con un pensamiento original, doctorado en Relaciones Internacionales por la Universidad de Princeton, que escribió su tesis sobre los errores en la guerra de Vietnam. Ese estudio fue el germen del manual de contrainsurgencia que ahora es el libro de cabecera en el Pentágono. Y sus recomendaciones fueron seguidas casi al pie de la letra en Iraq. Es la doctrina Petraeus, también llamada la ‘estrategia de la anaconda’. La consigna principal ya no es localizar al enemigo y destruirlo, sino estrechar lazos con la población civil y protegerla para convertir al enemigo en un paria, un estorbo. «Ganar los corazones y las mentes», resume Petraeus. Y uno de sus consejeros, el teniente coronel Ted Blow, lo ilustra mejor: «Cuando cae una dictadura, no sólo desaparece el tirano de turno, también el camión de la basura. En Iraq no había electricidad ni agua corriente cuando llegamos. Petraeus veía los montones de basura apilados en las calles y sabía que estábamos perdiendo la guerra. Se esforzó para que los iraquíes tuviesen su propia policía, su propio ejército y, sobre todo, para que los basureros volviesen a hacer su trabajo».

Lo primero que hizo Petraeus fue obligar a los soldadosestadounidenses a desplegarse fuera de sus cinco grandes bases, donde estaban aislados de la población, como un ejército colonial, y acobardados por los atentados. Y les ordenó bajarse de sus humvees y sus blindados y patrullar a pie. Sus tropas siguieron persiguiendo a los insurgentes, pero también ayudaron a reconstruir escuelas, refinerías, sistemas de regadío, campos de fútbol, mezquitas... Y protegieron los pequeños negocios. «Los barrios de la clase media en Bagdad se habían convertido en ciudades fantasma. Era esencial que la vida volviese a los bazares y a los mercados», explica. Exigió a sus soldados que fuesen corteses y educados con los civiles. Petraeus siempre le hacía una pregunta a sus oficiales antes de dar el visto bueno a cualquier misión. «¿Esta operación servirá para quitar a más chicos malos de las calles o hará que los malos recluten a chicos buenos?» Forjó alianzas con los suníes y aprovechó el hartazgo de la mayoría de la población con el desprecio por la vida de los terroristas de Al Qaeda. En la recámara, un último recurso: «Si no puedes con tu enemigo, págale un sueldo». Puso en nómina a líderes locales, vecinos concienciados y milicianos.


Las críticas arreciaron. Los generales más duros se le echaron encima. Le reprochaban su ingenuidad, argumentaban que el Ejército no es una ONG. «Nos van a comer vivos», vaticinaban. El Gobierno de Bush no las tenía todas consigo, pero de perdidos al río... Y el ciudadano medio ya estaba harto de ataúdes envueltos en la bandera. Al fin y al cabo, se invadió un país soberano para destruir unas armas de destrucción masiva que no existían. Inesperadamente, las cifras le dieron la razón a Petraeus. Cuando tomó el mando, morían 21 iraquíes cada día en atentados suicidas o con coche bomba. Un año después eran diez. En la actualidad, cinco. Las bajas estadounidenses también cayeron: de 904 militares en 2007 a 314 en 2008 y 149 en 2009. Este año van 16.


La opinión pública empezó a preguntarse quién era ese general nada arrogante, que resultaba encantador en el trato y profundo en sus reflexiones. Y empezaron a conocerse datos de una biografía modélica. Hijo de un emigrante holandés, capitán de Marina, y de una bibliotecaria de Brooklyn que le inculcó el gusto por la lectura, David Petraeus nació en 1952 en Cornwall-on-Hudson (Nueva York), a pocos kilómetros de la academia de West Point, donde ingresó con 18 años. Consiguió ser aceptado en la especialidad de Medicina sólo para demostrar que podía hacerlo, pero ni siquiera se matriculó. Deportista infatigable, compaginaba los estudios con el fútbol y el esquí. Se graduó con honores entre los cinco primeros de su promoción y dos meses más tarde se casó con Holly Knowlton, la hija del superintendente de la academia, su primera novia. Forman un matrimonio sólido y compenetrado. Tienen un hijo y una hija. 


Su doble faceta de intelectual y guerrero cautiva a muchos norteamericanos. Sabe ser un tipo llano cuando es preciso. «Es una persona cálida, extrovertida, que se hace querer. Y tiene unas virtudes castrenses muy arraigadas», afirma Amos Jordan, un general de brigada retirado que le dio clases en West Point. Ha servido en Haití, Kuwait y Bosnia, pero fue su experiencia en Iraq la que lo ha marcado, primero al mando de la 101 división transportada, que luchó en Mosul, y luego como jefe de la fuerza multinacional. Petraeus se ha rodeado de especialistas que van más allá del ámbito militar. Prefiere tener a su lado gente con espíritu crítico, que lo desafíe y ponga en cuestión sus decisiones. «No utilizo las palabras `victoria´ o `derrota´ –dice–. No soy pesimista ni optimista; soy realista.» Se especula que podría competir en la carrera presidencial en las elecciones de 2012, bien como independiente o por el Partido Republicano. Petraeus lo niega, pero su popularidad no deja de crecer.


De momento, le toca de nuevo bailar con la más fea. Afganistán es un país deshilachado, sin Estado ni infraestructuras, sin apenas tejido social, con un enemigo inexpugnable en las montañas. El presidente Karzai es un tipo impredecible. Y los talibanes resisten. Llevan treinta años combatiendo. 


«Probablemente, lo tendremos más difícil antes de que las cosas se pongan más fáciles», declaró Petraeus, siempre realista. «Nuestro objetivo es expandir la seguridad para los civiles y arrebatarles a los talibanes regiones clave, pero el enemigo contraatacará.» Ha autorizado el despliegue secreto de Comandos de Operaciones Especiales en las aldeas. Convivirán durante meses con los afganos, intentando ganarse a los líderes tribales, pagándoles un sueldo. ¿Volverá a funcionar la estrategia de Iraq? Es una incógnita. Petraeus se regocijaba cuando veía a iraquíes con un dedo manchado de tinta roja, señal de que habían votado en las últimas elecciones. Es la diferencia con el coronel Kilgore de Apocalypse now, extasiado ante un bombardeo. «¡Qué delicia oler napalm por la mañana!», exclamaba. Para Petraeus, la victoria no huele a napalm, huele a democracia.

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