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01/01/2008 | Turquía - una nación exclusiva para los turcos

Guillaume Perrier

“Feliz aquel que se llama turco”, proclama el lema nacional formulado por Mustafá Kemal, padre de la moderna Turquía. Pero, ¿quién puede tener acceso a esa felicidad en Turquía? Según el discurso oficial, todos aquellos que se han congregado en su territorio, sin distinción de raza ni creencia.

 

En los hechos, empero, los miembros de las minorías religiosas y algunas categorías étnicas son ciudadanos de segunda clase. Las poblaciones cristianas (griegos, armenios y sirios), los 15 millones de kurdos pero también los 10 millones de musulmanes alevitas suelen ser estigmatizados. Parte de la población sigue siendo considerada una amenaza a la unidad nacional, 84 años después de la fundación de la república sobre los restos del imperio otomano. En la conciencia colectiva, “la felicidad de ser turco” remite, no a una noción territorial, sino más bien a una definición étnica teñida de religiosa.

Las repetidas humillaciones judiciales, las agresiones, cuando no asesinatos, cometidas contra los “enemigos del interior”, los “no turcos”, revelan un clima tenso.

Esa violencia racista resurge cada vez que Turquía es presa de crispaciones identitarias. En pleno crecimiento desde 2001, la economía local ha abrazado la mundialización. En 2004, Ankara entabló largas y arduas negociaciones de adhesión a la Unión Europea. Un cambio súbito que implicó la pérdida de referencias y el auge del “soberanismo”.

Los kemalistas conservadores, con el ejército a la cabeza, frenan con todos sus recursos las reformas democráticas y la introspección histórica exigidas por este nuevo ambiente.

En el imaginario nacionalista, las potencias occidentales de hoy son las fuerzas imperialistas de ayer. Quienes pusieron de rodillas al imperio otomano conservan, según ellas, designios no confesados y conspiran para dividir a la nación, con la ayuda de las minorías. Las fronteras de Turquía están amenazadas por el separatismo turco, el griego y el armenio. Sin embargo, el PKK, cuyas bases en el Kurdistán iraquí han sido atacadas por el ejército turco, ha abandonado toda ambición secesionista desde 1999 y Turquía es una potencia regional establecida, cuyas fronteras no están en disputa. Pero la paranoia sirve de cemento. El traumatismo está anclado profundamente en la memoria colectiva.

El politólogo Baskin Oran llama la obsesión por la integridad territorial el “síndrome de Sèvres”, por el tratado de 1920 que estableció el desmembramiento del imperio otomano al término de la Primera Guerra Mundial.

Por lo demás, es interesante ver la amalgama que se crea en periodo de crisis: en Malatya, antes del proceso de los asesinos, la prensa local hizo campaña contra las víctimas, acusando a los evangelistas de apoyar al terrorismo del PKK. La misma acusación se lanza regularmente contra los armenios y los “sionistas”.

Más allá de los asesinatos espectaculares, la violencia contra las minorías toma formas institucionales. Supuestamente protegidas por el tratado de Lausana de 1923, las minorías no musulmanas, por ejemplo, tienen restringido el acceso a la función pública. Y el Estado despojó legalmente a las fundaciones religiosas de cientos de inmuebles. La Unión Europea reclama una ley que ponga fin a esa situación, pero se ha topado con la burocracia.

Para los kurdos, sunnitas en su mayoría, el diferendo estriba en los derechos culturales, lingüísticos y políticos. En la lista de Bruselas también figuran las libertades de los musulmanes alevitas.

A los adeptos de esta rama mística y liberal del Islam se les niega el financiamiento público para los lugares de culto, los “cemevi”, mientras que el Estado se encarga de las mezquitas y de los imames. Y los estudiantes alevitas deben llevar clases obligatorias de religión, en las que sólo se enseña el Islam sunnita. Esta anomalía fue condenada por la Corte Europea de Derechos Humanos.

Estas comunidades minoritarias están marginadas en relación con un núcleo presuntamente uniforme.

Una “norma” casi mitológica: turco, musulmán y sunnita. Turquía, no obstante, es un crisol, un mosaico de pueblos refugiados de los Balcanes, del Cáucaso y de Asia central, mezclados en la colectividad. La ideología oficial siempre se ha empeñado en borrar los particularismos.

Esa asimilación no afecta más que a los kurdos. El recuento étnico, que se hace en cada censo, dejó de hacerse público desde 1965. Y la depuración cultural se refiere tanto a los apellidos como a la gastronomía, al nombre de las especies animales como a la arquitectura. Los programas escolares hablan muy bien de la historia de los hunos, ancestros de los turcos en el sentido étnico. Pero no dicen ni una palabra de las culturas que existían antes de ellos en la península de Anatolia. Lo que deseaba Hrant Dink, como su amigo Baskin Oran, es que Turquía cambie de paradigma y proclama: “Feliz aquí que se dice de Turquía”, y ya no “turco”.

Le Monde, The New York Times Syndicate

Excelsior (Mexico)

 



 
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