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18/08/2004 | Dictadura y corrupción

Ignacio Walker

Es un hecho que en la política existe una veta de corrupción. Tal vez fue Maquiavelo quien con mayor crudeza, lucidez y realismo describiera y explicara este fenómeno.

 

A decir verdad, esta veta de corrupción existe en la propia naturaleza humana; desde Adán y Eva, o desde Caín y Abel o, en fin, desde cualquiera de las posibles explicaciones acerca del origen y naturaleza de la especie humana. Ya sea en el campo religioso, filosófico o de la misma mitología, en Oriente o en Occidente, siempre habrá diversas explicaciones y expresiones para hablar del pecado o del conflicto, o de la lucha entre el bien y el mal. Desde nuestra propia naturaleza "caída" -a la luz de la enseñanza cristiana, que es la que predomina en nuestra civilización y nuestra cultura- o desde prácticamente cualquier otra de las perspectivas señaladas, habrá siempre referencias a este hecho que, tanto en lo que respecta a la naturaleza humana como a la política, pareciera ser del todo evidente.

Lo anterior no implica negar aquello de virtuoso que existe en las personas y en la propia política, en la forma de testimoniar ciertos valores e ideales, en la búsqueda del bien común, en la lucha por la libertad, la justicia y la verdad, en la defensa de los derechos básicos de la persona humana y, en general, en todo aquello de noble y generoso que encontramos en forma abundante a través de la historia.

Así como el ser humano no puede dejar de vivir en una condición de pecado -o de conflicto, o de lucha entre el bien y el mal, o lo que fuere-, así también la política no puede ni nunca podrá desprenderse de esta veta de corrupción que anida en ella misma. Por lo mismo, incluso en democracia hay que ser prudentes, realistas y cautelosos, en términos de que la "opción cero" en materia de corrupción, simplemente, no existe. De lo que se trata es de controlarla y reducirla a su mínima expresión, para vivir con grados tolerables de corrupción.

Lo que sí está claro es que toda dictadura es, por definición, corrupta, y que todo dictador es, también por definición, corrupto. Lo anterior es casi tautológico. No hay dictadura que no sea corrupta ni dictador que no sea corrupto. La dictadura es en sí misma un acto de corrupción, en la medida en que produce un grave y evidente desquiciamiento, en términos de un régimen político que se pueda tener por legítimo.

Si lo anterior es así por definición, también lo es empíricamente. ¿Conoce usted una dictadura que no haya sido corrupta, o un dictador que no haya sido corrupto? Yo sé -y lo hemos sabido en estos días a través de diversos artículos, columnas y opiniones en medios de comunicación y, en forma mucho más abundante, en simples conversaciones privadas con conocidos o familiares- que mucha (o poca, da lo mismo para estos efectos) gente sí pensaba que el caso de la dictadura militar chilena y de Pinochet era distinto; que se podrán haber violado los derechos humanos, pero en ningún caso haber llegado al extremo de la corrupción.

Más fuerte, pues, pareciera ser la clásica sentencia de Lord Acton en cuanto a que la política tiende a corromper, y la política absoluta tiende a corromper absolutamente.
De llegar a confirmarse lo que ya ha trascendido y ha sido publicado profusamente, dentro y fuera de Chile, Pinochet pasará a la historia como un dictador más en la larga lista de dictadores de América Latina, con Batista y Somoza, Trujillo y Duvalier, Stroessner y Pérez Jiménez, demostrando, una vez más, que dictadura es sinónimo de corrupción.

CADAL (Argentina)

 



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