En Culiacán, Sinaloa, los fotógrafos de sociales son los primeros en saber que la cosecha de amapola y mariguana será mala, porque baja el número de piñatas —fiestas infantiles— para los que son contratados.
Y en Reynosa basta decir que es amigo de La Gente o trabaja para La Compañía (así se conoce a Los Zetas en Tamaulipas) para evadir las infracciones de tránsito.

Así son las estampas de la nueva dinámica social en México, un país donde, explica el investigador José Manuel Valenzuela, del Colegio de la Frontera Norte, la cultura del narcotráfico gana terreno año con año.

“Hay una fuerte presencia social del fenómeno en los diversos ámbitos de la vida nacional”, señala, que no se limita sólo al tráfico de drogas y la violencia que genera, sino que incluso se extiende al cine, la literatura y, sobre todo, a la música con los narcocorridos, que se han convertido en la expresión más popular de una actividad que genera ganancias por más de diez mil millones de pesos al año.
“Las historias vinculadas al narcotráfico van creciendo en la medida en que el narco va penetrando y permea diversos aspectos del tejido social”, explica el investigador.

“Las canciones se nutren de las noticias que salen en televisión o los diarios, las historias que circulan en forma oral en las comunidades, los encobijados y las composiciones que se hacen por encargo”.

Más allá del género musical, el investigador advierte en el fondo un problema del que se habla poco, quizá porque nos hemos acostumbrado a ello: de una u otra forma, el narcotráfico se integró ya a la vida cotidiana de los mexicanos.
“Se refleja un fuerte interés de la sociedad que se construye de varios elementos, como el miedo y la presencia social del narco que contamina y se inserta en diversos puntos de interés colectivo, desde el involucramiento de algunos políticos, la penetración en personajes del Ejército o las narcolimosnas”, dice.

No es retórica. En internet abundan blogs dedicados al tema, e incluso en algunos se sospecha que participan sicarios y líderes de los cárteles, quienes utilizan el medio para intercambiar mensajes o amenazas.

El fenómeno adquirió ya una dimensión cotidiana. En algunas poblaciones de Tamaulipas como Ciudad Miguel Alemán, Río Bravo o Díaz Ordaz, muchos jóvenes sustituyeron el uso de la letra S por la Z en su lenguaje escrito, mientras que en Sinaloa la K sustituyó a la Q.

En 2007, el Instituto Municipal de Atención a la Juventud de Culiacán realizó una encuesta entre estudiantes de nivel medio y descubrió que la principal aspiración no era concluir sus estudios, sino tener una camioneta nueva, ropa lujosa, joyas y dinero. Como los narcojuniors, pues.

Primero fue Valentín Elizalde. Luego siguieron el vocalista de Los Implacables del Norte, Javier Morales, la Tecnobanda Fugaz, la cantante Zayda Peña, el trompetista José Luis Aquino, de la Banda Los Conde y por último Sergio Gómez, líder de K-Paz de la Sierra.

Todos ejecutados. Todos especialistas en narcocorridos, excepto el último. La violencia contra gruperos, especialmente al finalizar 2007, animó la versión de que la guerra entre cárteles había cobrado un nuevo terreno: el mundo de la farándula.

Pero no. Las ejecuciones de artistas son una muestra más de la infiltración del narcotráfico en la sociedad, dice el investigador Valenzuela. “Estamos frente a una situación delicada por la impunidad de los narcos, que de 2001 a la fecha dejaron una secuela de más de nueve mil 500 ejecuciones”, dice.
Entre las víctimas hay de todo, abogados, estudiantes, médicos o periodistas, “y es el asunto más preocupante, que prevalece una profunda impunidad, pues los ejecutores no son detenidos, están protegidos por un manto de invisibilidad”.

Es lo más grave, insiste el académico: el escenario de vulnerabilidad que hay en México, donde las autoridades de todos los niveles se resisten a investigar las miles de ejecuciones cometidas en los últimos años con el argumento, cada vez más frecuente, de que se trata de asuntos vinculados con el tráfico de droga.