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Dossier Juan Pablo II  
 
18/04/2005 | El talento del ironista

Juan Manuel de Prada

He recibido en estos días algunas quejas eclesiásticas, a veces mediante persona interpuesta, afeándome el tono demasiado frívolo o irreverente de mis crónicas romanas, que ponderan la belleza de unas monjas eslavas (como si la belleza no fuese la prueba más evidente de la gloria de Dios), retratan a los cardenales haciendo cola ante un retrete (como si la púrpura los exonerase de la fisiología) o divulgan chistes protagonizados por el difunto Juan Pablo II (chistes que, por cierto, él mismo celebraba en vida con sincero regocijo).

 

Dichas censuras me han suscitado una infinita pesadumbre, porque delatan la incapacidad de ciertas jerarquías para conectar con un lenguaje que infrinja la tabarra moralista y permita la intromisión refrescante de la ironía o la vehemencia estética; pero, sobre todo, porque representan una traición al mensaje de Cristo, que es poético y bienhumorado. A estos clérigos quejicosos, encaramados en su púlpito de sombría solemnidad, les dedico las siguientes líneas, entresacadas de En la belleza ajena, un hermoso dietario del escritor polaco Adam Zagajewski: «Al cabo de cierto tiempo fui consciente de haber nacido en un siglo que —no se sabe por qué— dotó de gran talento a los ironistas y, en cambio, trató de modo bastante severo a los moralistas, dándoles por lo general unas aptitudes mediocres y no dotándolos en absoluto de sentido estético. Lo comprobaba cuando entraba en alguna de las iglesias de Cracovia y escuchaba fragmentos de los sermones: aquellos pobres curas no tenían talento en absoluto; por lo común, carecían del don de la oratoria, les faltaba sentido estético. Pronunciaban discursos llenos de buenas intenciones, pero carentes por completo de pasión. […] Aquellos curas eran moralistas profesionales: la lengua no les interesaba; no dedicaban tiempo a los estudios acerca de la metáfora, la metonimia y la sintaxis; no se orientaban en las tendencias artísticas de nuestra irónica época. Era previsible que perdieran frente a los artistas sarcásticos, que habían comprendido el espíritu de los tiempos».

Naturalmente, la incomprensión de quienes sólo han contribuido con su amargura escolástica a alejar a la gente de las iglesias no va a inmutar mi estilo, mucho menos mi fe. En cierto modo, me ocurre lo mismo que al muy irónico Chesterton, que en cierta ocasión —no se me ocurre mejor y más jubiloso estrambote a las palabras un tanto agrias de Zagajewski—, paseando por Londres, entró en una iglesia católica en la que se estaba celebrando misa; en ese momento, un cura de retórica soporífera perpetraba una homilía digna de fray Gerundio de Campazas. «Indudablemente —pensó Chesterton—, una religión que ha sobrevivido durante dos mil años a ministros tan ineptos como éste debe tratarse de la religión verdadera».
 
A una parecida conclusión he llegado estos días hojeando la prensa italiana, atiborrada de cábalas y lucubraciones sobre el inminente cónclave: las quinielas, al principio más o menos inteligibles, se han ido complicando de apuestas múltiples y enrevesadas, hasta degenerar en la pura logomaquia. Una religión que resiste sin inmutarse este batiburrillo de pronósticos debe ser, sin duda, la religión verdadera. Al principio, se hablaba tan sólo de «papables»; ahora empieza a hablarse de «candidatos de paja», que Sus Eminencias emplearían como liebres o reclamos, para distraer la atención de sus verdaderos propósitos; incluso han empezado a filtrarse diagnósticos médicos poco halagüeños que reducen las posibilidades de los cardenales mejor situados: así, hemos sabido que el cardenal Scola sufre depresiones feroces; que el indio Dias y el argentino Bargoglio están aquejados de diabetes; que Antonelli —a quien algunos consideran un tapado, y otros una mera cortina de humo para simular el advenimiento de Tettamanzi— padece inconcretos «problemas neurológicos». En el colmo de la carroñería, se vuelve a airear que Ratzinger estuvo pasajeramente inscrito en las Juventudes Hitlerianas a la muy adulta edad de doce años, algo que por cierto el propio interesado ya había reconocido sin ambages. Para añadir pintoresquismo a esta nueva torre de Babel, se desempolvan entrevistas concedidas por Sus Eminencias tiempo atrás, cuando aún no pesaba sobre ellos un mandato de silencio; quizá la más extravagante sea una de Monseñor Barbarin, que en un divertido ejercicio de ecumenismo-ficción proponía como candidato… al Patriarca de Constantinopla.
 
En medio de esta ruleta que gira y se acelera y se pasa de revoluciones quizá la actitud más cuerda sea la de un enviado especial mejicano con el que he hecho muy buenas migas y cuyo nombre verdadero omitiré, para evitarle el despido fulminante. Este corresponsal, al que llamaremos Jorge, es hombre flemático que se ríe hasta de su propia sombra. Como periodista, Jorge reúne todas las cualidades que, según él mismo proclama, requiere el oficio: escribe a vuelapluma y no se toma la molestia de pensar sus artículos, pues «de detenerme a pensarlos, no los hubiera escrito». En realidad, ni siquiera los piensa después de escritos, como suelen hacer los periodistas concienzudos; en un par de horas, es capaz de perpetrar hasta media docena de artículos, incluida alguna entrevista, sin moverse de la habitación. Este portento de grafomanía y fecundidad me tenía suspenso y un tanto abochornado de mis limitaciones; al fin, después de alguna sobremesa regada de licores, logré que me confiara su modus operandi. Jorge compra en el quiosco todas las mañanas hasta media docena de periódicos italianos de las más diversas tendencias. Por supuesto, no se molesta en leerlos: toma a voleo un párrafo de aquí y otro de allá, los traduce y sazona con algún coloquialismo autóctono y… héte aquí un artículo de dos columnas. Cuando se trata de entrevistar a algún personaje vaticano, obra con algo más de cautela: teclea en el Google su nombre y recolecta un florilegio de declaraciones suyas, especialmente campanudas o abstrusas, que lo mismo sirvan para explicar los intríngulis del cónclave o la fórmula de la mayonesa; luego introduce esas declaraciones con preguntas en las que adopta un tono de cínica perspicacia o malicia inquisitorial, de tal modo que a la postre parece como si hubiese logrado sonsacar a su entrevistado sobre materias gravísimas y confidenciales.
 
Jorge nunca dice «voy a escribir un artículo», sino «voy a zurcir un artículo»; y a su ordenador portátil lo llama sarcásticamente «la máquina de coser». Naturalmente, este método de rapiñas sistemáticas lo hace incurrir en contradicciones verdaderamente cómicas: combate hoy lo que ha defendido ayer, o acaba defendiendo lo que, en ese mismo artículo, había empezado combatiendo. Con frecuencia, en una misma crónica incluye el ditirambo de Ratzinger y su execración; o empieza postulando a algún cardenal hispanoamericano, para después arrinconarlo en el banquillo de los torpes. Así, sus crónicas son a la vez integristas y modernistas, democristianas y comunistoides, devotísimas y agnósticas, maquiavélicas y providencialistas, en un batiburrillo ecléctico e indescifrable para el mismísimo Espíritu Santo. Pero, paradójicamente, el director de su periódico no cesa de aplaudir «su sincretismo conciliador»; y hasta lo ha propuesto a la empresa para un ascenso. Cuando le reprocho su falta de escrúpulos, Jorge esboza una sonrisa revirada y discurre: «Lo difícil, querido Prada, fue hacer el primer periódico. Después, todo ha ido sobre ruedas. Los periódicos de hoy se hacen con los recortes de los de ayer. Antaño esta labor exigía siquiera la aportación de un par de tijeras y un frasco de goma arábiga; al periodista moderno le basta con saber manejar la tabla de comandos de su computadora. Cortar y pegar, cortar y pegar, nada más sencillo». Tengo la sospecha de que Jorge no aprobaría un curso de deontología profesional. Pero, sin duda, acabará acertando en sus pronósticos sobre el cónclave: en su bulimia expoliadora, ya ha agotado los nombres del catastro cardenalicio.

ABC (España)

 


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