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23/04/2005 | El suicida juego ecuatoriano

Eduardo Ulibarri

Este claro conflicto de poderes, que encendió la chispa del último incendio y condujo a su destitución, es suficiente para abrir una profunda duda sobre el futuro inmediato de la democracia ecuatoriana.

 

Como ocurre con la mayoría de las turbulencias sociales alrededor del mundo, el reciente caos político e institucional de Ecuador tiene una causa inmediata y visible: la intervención del ex presidente Lucio Gutiérrez, con respaldo de una fugaz mayoría legislativa, en la Corte Suprema de Justicia, y la garantía de impunidad que esto trajo a conspicuos personajes políticos.   Este claro conflicto de poderes, que encendió la chispa del último incendio y condujo a su destitución, es suficiente para abrir una profunda duda sobre el futuro inmediato de la democracia ecuatoriana. Sin embargo, la real naturaleza del problema es de mucha mayor complejidad y envergadura, y sus principales actores –políticos, empresarios, jueces, militares, sindicalistas y dirigentes indígenas– no parecen tener la real intención de buscar soluciones inmediatas; menos aún las que conduzcan a una verdadera legitimidad y estabilidad del Estado.   Desde hace mucho, Ecuador se debate en medio de amplias y paralizantes fracturas, muchas de ellas en expansión. Quito (la capital enclavada en la sierra) y Guayaquil (su grande, vibrante y sofocante puerto) son los ejes de una pugna regional de vieja data y renovados bríos, que erosiona la viabilidad de cualquier Gobierno y debilita la formulación y ejecución de políticas verdaderamente nacionales.   La tensión entre el fuerte movimiento indígena y el dominante “orden” político blanco-mestizo, cuya desconfianza mutua, reclamos y temores se hunden en los tiempos de la conquista, es un fermento permanente que, a menudo, se convierte en conflicto abierto. Ambos sectores, a la vez, padecen sus propias divisiones y crisis internas.   La atomización del espectro político se nutre de los dos factores anteriores. Pero su razón principal son las agendas personales de miopes dirigentes de toda índole, sumadas al uso de la ideología como legitimadora de constantes disidencias y desprendimientos. Esta fragmentación, más un patológico oportunismo de los partidos y la volatilidad de las alianzas políticas, han impedido, desde el retorno de la constitucionalidad democrática en 1979, que los presidentes cuenten con mayorías viables en el Congreso. De 1996 a la fecha, son seis las personas que han pasado por el cargo.   Los restantes componentes de la ingobernabilidad son la politización del Poder Judicial, previa al conflicto actual, los poderosos grupos empresariales que ponen a la estabilidad institucional en un segundo plano, la persistente acción callejera de variantes agrupaciones sociales, y la sombra de los militares, de donde surgió el coronel y presidente Lucio Gutiérrez.   Su elección, a finales del 2002, estuvo basada en una plataforma populista que, llegado al Gobierno, tuvo el buen tino de modificar. A partir de entonces, sus intentos por desarrollar una política económica sensata produjeron logros. Sin embargo, poco se ha avanzado en las profundas reformas que debe emprender el país para sentar las bases de su desarrollo y liberarse de la enorme dependencia del banano y el petróleo como fuentes de divisas.   Pero la peor parálisis y el mayor desafío afectan el ámbito institucional. Por esto, cuando Gutiérrez, en diciembre del pasado año, acusó a la Corte Suprema de politización, estaba en lo cierto. Sin embargo, la medicina fue peor que la enfermedad, y los magistrados –igualmente politizados– que se incorporaron tras la “reestructuración”, revelaron de inmediato su juego, al retirar los cargos de corrupción que existían contra el ex presidente Abdalá (el Loco) Bucaram, quien regresó de su exilio en Panamá, al que según dicen parece haber vuelto.   Esta caótica descomposición del sistema político, sumada a la intersección de fracturas que socavan sus bases, es lo que tiene a Ecuador en una situación realmente crítica. La salida de Gutiérrez no resolverá nada, a menos que conduzca a una sólida alianza de partidos, con apoyo social, alrededor de un temario mínimo de gobernabilidad y desarrollo.  

Más que reflejo de un “deber patriótico”, buscar una solución de mediano o largo plazo es asunto de supervivencia nacional. Desgraciadamente hay ocasiones en que el suicidio tienta incluso a sociedades completas, y Ecuador está coqueteando peligrosamente con la opción.

Libertad Digital (España)

 



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