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23/04/2005 | Déjà Vu Inflacionario

Gabriel Gasave

De un tiempo a esta parte, cualquier argentino de a pie suele cuestionarse ¿No pasamos por una situación similar a comienzos de los años 70, cuando éramos súbditos de la Reina {de Copas} Isabel? ¿No es la misma pesadilla que padecíamos hacia finales de esa década, solo que por entonces ya con el sonar de un clarín como telón de fondo?

 

¿No nos tocó acaso convivir con ella durante el mandato de un nuevo soberano, esta vez el Rey Alfonso, allá por los ‘80 cuando volvió la democracia (no la República, la que anda perdida vaya a saber uno dónde desde finales del siglo XIX? ¿Y no tropezamos con su silueta, como el turco en la neblina, en los albores de la pasada década del 90? Sí, no cabe duda, ¡esto ya lo vivimos!. Una vez más, el de la inflación se ha vuelto un tema cotidiano. El comentario de todos los días (y de todo el día) es acerca de “cómo están subiendo los precios,” circunstancia que aprovecha presuroso el gobierno para salir al ruedo a fin de intentar convencernos nuevamente de que esa situación es la que está produciendo un alarmante incremento en la tasa de inflación, muy por encima de las ilusas previsiones iniciales que las propias autoridades realizaran oportunamente para el corriente ejercicio presupuestario.

Pero en realidad, la manera en la que se pretende presentar al problema es falsa. No es que el aumento de los precios esté generando el fenómeno de la inflación. En verdad, es al revés: en virtud de que hay inflación se produce un aumento en los precios. ¿Cómo es eso? Vayamos paso a paso:

Primero, debemos tener en claro qué es un precio. Un precio no es otra cosa que un número que expresa la interacción de las valoraciones--lógicamente, aquellas que pueden traducirse en dinero--de los compradores y los vendedores respecto de un bien o de un servicio en el mercado. Resulta esencial tener presente que esas valoraciones son eminentemente subjetivas, razón por la cual todos los precios revestirán ese carácter. No existen precios objetivos, nadie puede establecerlos de manera arbitraria ni mediante pactos o acuerdos, tan en boga últimamente, del mismo modo que nadie podría decirnos cuán relevante es para nosotros contemplar una puesta de sol o escuchar tal o cual melodía.

Si admitimos que los precios expresan el cruce de valoraciones subjetivas, debemos aceptar entonces que el hecho de hablar de precios estables carece de sentido. Por esencia, por su propia naturaleza, los precios son inestables, dado que nuestras necesidades, gustos y preferencias son algo dinámico, cambian constantemente. Las fuerzas de la oferta y la demanda se encuentran en permanente agitación en esa democracia de cada instante que es el proceso de mercado. Por ello, es algo intrínsico a los precios el hecho de experimentar modificaciones, de subir y bajar según los cambios en la oferta y en la demanda.

A diario hacemos frente al dilema que nos plantea el hecho de poseer infinitas necesidades y de contar con escasos recursos para satisfacer a las mismas, motivo por el cual debemos siempre optar o economizar. Por lo tanto, si el precio de un bien o de un servicio que solemos consumir se incrementa, tendremos necesariamente que tomar alguna de estas tres actitudes 1) demandarlo en menor cantidad, 2) demandarlo en igual cantidad, pero disminuir la cantidad demandada de otro u otros bienes o servicios, o 3) disminuir la cantidad demandada de todo lo que consumimos, No tenemos otra alternativa, a menos que logremos aumentar de alguna forma nuestros ingresos.

Si consideramos, a los fines de nuestro análisis, a la sociedad como un todo, ocurre exactamente lo mismo. Solamente puede aumentar el precio de un bien o de un servicio si disminuye el de algún otro. Caso contrario, no habría con qué pagar ese aumento, suponiendo que la existencia total de dinero continuase siendo la misma. Al observar, como lo hacemos hoy día, que paulatinamente casi todos los precios comienzan a aumentar, eso debería alertarnos pues tal circunstancia es una señal de que algo ajeno al sistema de precios, algo desde fuera del mercado, está teniendo lugar y distorsionando su funcionamiento.

Ese “algo” es el aumento de la oferta de dinero, la que solo puede ser “inflada” por quien detenta su monopolio legal: el gobierno. La inflación es un fenómeno pura y exclusivamente monetario y solamente puede ser generada por la rama gubernamental encargada de la manipulación monetaria: el Banco Central. Si el almacén de la esquina pide más por un paquete de yerba y la tienda de enfrente exige ahora más dinero por un par de calzoncillos eso no es inflación. Es tan solo la manifestación de un cambio en las valoraciones de esos comerciantes, variación que se convertirá eventualmente en precio si es que aparece algún comprador que convalide esas nuevas condiciones.

No hay inflación cuando el precio de un bien sube, así como tampoco existe deflación cuando algún precio baja. Igualmente, un aumento salarial-otorgado bajo las condiciones del mercado-no es inflacionario dado que el dinero simplemente cambia de mano. En vez de efectuarse las compras desde el bolsillo del empleador, las mismas ahora se realizan desde el bolsillo de los empleados beneficiados con el incremento en sus haberes.

Una vez más, vuelven a aparecer las mismas causas, los mismos efectos y las mismas mentiras. Ahora es el turno de este gobierno, como fue el de todos los que le precedieron, de embaucar y de timar a la gente respecto de las reales causas de la inflación. Los funcionarios pretenden hacernos creer que ellos son ajenos al problema, que lo miran desde un costado, que el mismo se debe tan solo a la voracidad de los inescrupulosos comerciantes y empresarios expresada a través de sus viles maniobras especulativas, y que todo simplemente se solucionaría si como consumidores tan solo nos preocupásemos de hacer defender nuestros derechos. Resulta patético advertir que a fin de poner en escena toda esta formidable tomadura de pelo, destinan parte del fruto de nuestro trabajo expoliado a través de los impuestos-es decir, violando nuestros derechos-para así solventar toda esa estúpida artillería de propaganda oficial tendiente a convencernos de que hagamos que se respeten los mismos.

¿Se acuerda usted de las campañas oficiales del último gobierno militar, cuando le era estampado en la frente de un supuestamente desaprensivo comerciante, un sello con la leyenda de “responsable,” a fin de desviar la culpa por la galopante inflación? Y haga por favor memoria y viaje con sus recuerdos a los no tan lejanos años 80 cuando se prohibía expresar los precios en otra moneda que no fuese el recientemente inventado austral, con el objeto de procurar por la fuerza, que la gente utilizase como medio de pago a un signo monetario al que despreciaba. Dicha interdicción poco efecto surtió para evitar que el precio de 1 dólar pasase de 0,80 centavos de austral en junio de 1985 a 10.000 australes por unidad en abril de 1991, cuando para facilitar las transacciones se le debió quitar cuatro ceros y se cambió su nombre por el de peso, dando así nacimiento a una década de falsa convertibilidad.

Así como al aumentar la oferta de cualquier bien, su precio baja, al incrementarse la oferta de dinero también ocurre lo mismo. El precio del dinero, es decir su poder de compra o poder adquisitivo-lo que podemos adquirir con cada unidad monetaria-disminuye. En la practica, ello significa que cada vez tenemos que entregar más y más billetes a cambio de las mismas mercancías. De esta manera se torna evidente que no hay otro responsable del actual deterioro del poder adquisitivo del dinero que quien detenta la patente de corso para su manejo, quien en nuestro caso desde el año 1932 y por imperio de la ley, no es otro que el Banco Central de la República Argentina.

El gobierno, en su desesperación por seguir manteniendo la fachada de una recuperación económica que no es tal y por continuar rapiñando las mayores sumas posibles en concepto de retenciones a las exportaciones-artificialmente estimuladas por la devaluación hábilmente pergeñada por los intereses en el poder a comienzos de 2002 y no por una genuina mejoría en la calidad productiva de nuestros empresarios-ha venido incrementando a través del BCRA la base monetaria (en criollo, la cantidad de papelitos que andan dando vueltas por ahí) con la finalidad de salir al mercado a comprar dólares y así evitar que su cotización caiga por debajo de ese precio mínimo de facto establecido en $2.90. Este juego perverso, sumado a un relajamiento de las exigencias impuestas a los bancos a tendiente a aumentar su capacidad prestable, puede incluso tener consecuencias contraproducentes para los fines de los propios burócratas, dado que de seguir a este ritmo, la inflación del peso además de afectar y de empobrecer como siempre a los más humildes, terminará haciendo bajar el tipo de cambio real, es decir a la relación dólar-bienes y servicios, por más que su precio nominal siga estancado en $ 2,90. Las tarifas congeladas de los distintos servicios públicos se convierten, a su vez, en otro acto de esta parodia que tiene por finalidad romper el termómetro (los precios) a fin de que no se note que el organismo está levantando cada vez más temperatura (la inflación.) 

Ninguna cuantía de algo malo puede dar como resultado algo bueno. Por lo tanto, ningún nivel de inflación es beneficioso para la sociedad. La inflación es una de los mecanismos más viles y perversos con las que cuenta el estado a fin de hacerse de recursos. Quien vive inmerso en un mundo de inflación no puede ver más allá des sus narices, no puede prever ni las actividades más elementales de su propia vida, y la sociedad toda se ve privada de poder efectuar el cálculo económico indispensable para su progreso. Mientras tanto, sigilosamente, sin dar la cara, los burócratas van derritiendo el fruto del trabajo de los ciudadanos, buscando canallescamente diluir su exclusiva responsabilidad entre los distintos sectores de la sociedad.

“Argentina, un país en serio” reza el eslogan de turno que debemos soportar hasta el hartazgo. Seguramente ha de haber un error. Al parecer están confundiendo a la seriedad con el hecho de encontrarse de luto permanente ante la desaparición de la inteligencia, la honradez intelectual y el sentido común.

Fundación Atlas 1853 (Argentina)

 


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