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Dossier Joseph Ratzinger  
 
20/09/2008 | La sorprendente geopolítica de Joseph Ratzinger, Papa

Sandro Magister

Luego de tres años de pontificado y desmintiendo las previsiones de la mayoría, el teólogo fino ha dejado su huella también en la política internacional. En Occidente, con el Islam, con la China. La revista del Aspen Institute en Italia explica cómo y por qué.

 

A diferencia de su predecesor, Benedicto XVI es considerado un Papa impolítico. Pero no es así. Simplemente, Joseph Ratzinger hace política en forma original. A veces imprudente, según los cánones del realismo diplomático incluso vaticano. Sin embargo, se revela, después de tres años de pontificado, más productivo de cuanto muchos preveían, como también lo ha probado el inesperado “éxito” del reciente viaje del Papa a la extremadamente laica Francia.

A continuación se analiza más de cerca la geopolítica de la Iglesia de Roma en el paso del épico Papa caudillo Juan Pablo II a su sucesor. Con las novedades introducidas por este.

El análisis apareció en el último número de “Aspenia”, la revista trimestral de política internacional del Aspen Institute en Italia, dirigida por Marta Dassù.

El número está dedicado por entero al tema “Religión y política”, que ha vuelto a la primera plana después del fin del siglo de las ideologías, con diferentes modalidades en los diversos sectores internacionales.

Más abajo, el lector encontrará el índice completo de la revista, que comprende también una entrevista el rabino Jacob Neusner sobre las relaciones entre judaísmo y cristianismo.


El Papa de Occidente

por Sandro Magister, en "Aspenia" n. 42, 2008, pp. 164-170


La Iglesia católica es una realidad milenaria. Pero el actual rol político del papado en la escena del mundo es una conquista reciente, de estas últimas décadas. Por tres siglos, después de la paz de Westfalia, el papado vivió al margen de los Estados. Su neutralidad entre las potencias coincidía con la irrelevancia. La denuncia de la primera guerra mundial como “matanza inútil” condenó a Benedicto XV al aislamiento. A las conferencias de paz que pusieron término a las dos guerras globales del siglo XX, la Santa Sede no fue ni siquiera invitada.

La recuperación comenzó a mitad del siglo pasado, con el pontificado de Pío XII. Y prosiguió con sus sucesores, Juan XXIII y Pablo VI. Este último predicó desde la tribuna de las Naciones Unidas a nombre de una Iglesia “experta en humanidad”. Nudo de poder temporal, el papado se revistió de autoridad moral. Pero la mitad del mundo seguía irreductiblemente hostil con ella. Stalin hacía escarnio de una Iglesia sin divisiones armadas. El superpoder soviético obligó a la Iglesia al silencio, tanto dentro de la corina de hierro como fuera de ella. Del Concilio Vaticano II no salió ni una palabra sobre el dominio comunista, que sin embargo discutió de todo. La celebrada Östpolitik vaticana de aquellos años se sujetó a la más estrecha doctrina realista, a aquel mínimo necesario para asegurar a la Iglesia perseguida la oportunidad no de vivir, sino simplemente de no morir.

Luego vino un Papa de Polonia y todo cambió. La revolución espiritual animada por él fue el factor agregado que aceleró el derrumbe del sistema soviético. Durante su pontificado, la Iglesia desplegó la entera gama de sus registros. Alternó el realismo geopolítico con un idealismo de sabor wilsoniano. A los Estados, el papado antepuso los pueblos. A la inviolabilidad de los confines sustituyó “el deber y el derecho de ingerencia, para desarmar a quien quiere matar”. Invocó la intervención de ejércitos internacionales en defensa de los pueblos de Bosnia y de Kosovo. En ambos casos, se trataba de poblaciones musulmanas, reliquias del imperio otomano que tres siglos antes había llegado a asediar Viena; y el Papa se ponía de parte de ellos.

Juan Pablo II todo menos un pacifista. Pidió la intervención militar en Timor Oriental, en Haití, en el África de los Grandes Lagos: en este último caso sin ser escuchado, con el consecuente descontrolado genocidio de poblaciones enteras. La expansión de la libertad y de la democracia era uno de sus principios guía.

Pero en otros momentos y en otros escenarios Juan Pablo II optó por el rechazo de las armas de modo realista. Se opuso a la guerra del 1990 – 1991 contra Irak, a pesar de que fue aprobada por la ONU y de que su objetivo era restituir la legítima soberanía a un Estado invadido, Kuwait. Entre los “intereses” que motivaron esta oposición del Papa a la guerra, el primero fue la defensa de la minoría cristiana en Irak. Otro fue el rechazo de un nuevo orden mundial con ilimitada hegemonía estadounidense. Otro más fue el propósito de instaurar entre la Iglesia y los países musulmanes una relación no de enfrentamiento sino de “diálogo”, análogo al establecido con el bloque soviético en los años de la Östpolitik, incluso a costo de mantener el silencio sobre las macroscópicas violaciones de los derechos humanos perpetradas en aquellos países.

Después del 11 de setiembre del 2001, el Papa Karol Wojtyla de hecho aprobó las operaciones bélicas en Afganistán. Se opuso en cambio de manera resuelta a la segunda guerra contra Irak. La enfrentó con todas sus fuerzas, pero sin jamás condenarla como inmoral. La lógica de esta oposición del Papa a la guerra era, una vez más, realista. Tanto es así que en el 2003, sobre todo después de la masacre de Nassiriya del 13 de noviembre, la línea oficial de la Santa Sede se tornó – y sigue siéndolo todavía – de abierto apoyo a la permanencia de las tropas occidentales en dicho país, permanencia promovida a “misión de paz”, también para protección de las minorías cristianas.

No sorprendió, por tanto, que después de la muerte del Papa Wojtyla, en el 2005, los últimos tres presidentes de los Estados Unidos se arrodillaran frente a su cuerpo y que a sus funerales vinieran casi la totalidad de los gobernantes del globo. En un mundo que se ha vuelto más anárquico, después de la disolución de los bloques, al jefe de la Iglesia católica se le reconocía una autoridad sin precedentes, moral antes que política.

Fuera de escena un gigante de la talla de Juan Pablo II, la interrogante natural era si su sucesor estaría en grado, y cómo, de mantener el papado al centro de la escena mundial. La interrogante era tanto más natural en cuanto el nuevo Papa, el alemán Joseph Ratzinger, era un hombre de otro temple, teólogo fino, difícil de imaginar como épico condotiero. Y en efecto, inmediatamente, Benedicto XVI rechazó imitar a su sucesor. Pero tampoco marcó una ruptura con él. Prosiguió en su surco, pero con un paso propio y original. También en la escena de la política internacional.

Si Juan Pablo II había sido el Papa de las fulgurantes intuiciones, Benedicto XVI es el Papa del razonar y del actuar metódico. El primero era ante todo imagen, el segundo es principalmente “logos”. De Juan Pablo II impresionaron, al inicio, estas palabras de su primera homilía: “No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo”. En ellas brillaba ya una luz de la pacífica revolución que él habría suscitado en el Este de Europa, y no sólo. De Benedicto XVI, en cambio, el primer acto que causó impacto a nivel mundial fue la larga y poderosa lección tenida en la universidad de Ratisbona el 12 de setiembre del 2006. Ha causado tanto impacto que sacudió literalmente el mundo, con razón y sin razón. En esa lección estaban sustentados el juicio y el proyecto del nuevo Papa sobre la Iglesia y sobre Occidente, incluso la relación con el Islam.

Según los cánones del realismo geopolítico, Benedicto XVI no debería haber pronunciado esa lección por entero jamás. Debería haberla hecho ver antes y hacerla pulir por diplomáticos expertos, cosa que él se había abstenido de hacer. Y en la curia vaticana varios se lo recriminaron.

Sin embargo, a distancia de dos años, los hechos hablan de modo diferente. A pesar de los malos augurios, entre la Iglesia católica y el Islam surgió un diálogo que antes de Ratisbona no había existido jamás y que incluso parecía impensable. Un diálogo no sólo intelectual – representado por ejemplo por las iniciativas que siguieron a la “carta de los 138 intelectuales musulmanes” – sino también político. Este último tuvo una aceleración impresionante después de la audiencia del 6 de noviembre del 2007 en el Vaticano, la primera en la historia, entre el Papa y el rey de Arabia Saudita.

También después de Ratisbona, un aspecto que distingue la relación con el mundo musulmán inaugurado por Benedicto XVI es su aparente imprudencia. El Papa Ratzinger no teme alternar a los gestos de apertura – piénsese a la plegaria silenciosa realizada por él en la Mezquita Azul de Estambul – hechos que se pelean con las cautelas diplomáticas. Tranquilamente recibió en audiencia a Oriana Fallaci, una de las voces más críticas del Islam, considerado por ella constitutivamente violento. Bautizó en San Pedro, la noche de pascua del 2008 a Magdi Allam, convertido del Islam y crítico radical de su religión de origen. Pero lo que impresiona es el corazón del razonamiento de Benedicto XVI. El Papa pide al Islam que también comience él a cumplir la ardua regeneración de sí que la Iglesia católica ha realizado a lo largo de dos siglos, a partir del Iluminismo.

Hay un pasaje de un discurso de Benedicto XVI – leído a la curia romana el 22 de diciembre del 2006 – que explica esta tesis suya del modo más limpio:

"En un diálogo por intensificar con el Islam deberemos tener presente el hecho de que el mundo musulmán se encuentra hoy, con gran urgencia, frente a una tarea muy similar a la que a los cristianos fue impuesta a partir de los tiempos del iluminismo y que el Concilio Vaticano II – como fruto de una larga y fatigosa búsqueda – ha plasmado en soluciones concretas par la Iglesia católica. [...]

"Por una parte, hay que oponerse a una dictadura de la razón positivista que excluye a Dios de la vida de la comunidad y de los ordenamientos públicos, privando así al hombre de sus criterios específicos de medida.

"Por otra parte, es necesario acoger las verdaderas conquistas del iluminismo, los derechos del hombre, especialmente la libertad de la fe y de su ejercicio, reconociendo en ellos elementos esenciales también par la auténtica religión. Como en la comunidad cristiana ha habido una larga búsqueda sobre la justa posición de la fe en relación a aquellas convicciones – una búsqueda que ciertamente no será jamás concluida definitivamente – así también el mundo islámico, con la propia tradición, está frente a la gran tarea de encontrar al respecto soluciones adecuadas.

"El contenido del diálogo entre cristianos y musulmanes será en este momento sobre todo el de coincidir en este compromiso por encontrar soluciones justas. Nosotros cristianos nos sentimos solidarios con todos aquellos que, precisamente en base a sus convicciones religiosas de musulmanes, se comprometen contra la violencia y por la sinergia entre fe y razón, entre religión y libertad".

Como es fácil entender de este texto y de otros discursos suyos, la “sinergia entre fe y razón” es el pensamiento cardinal de Joseph Ratzinger teólogo y Papa. En el origen de la fe cristiana, para él, no está sólo Jerusalén; está también la Atenas de los filósofos. Los dos tercios de la lección de Ratisbona son dedicados precisamente a criticar las fases en las que cristianismo se ha separado peligrosamente de sus fundamentos racionales. Y al Islam, el Papa le propone que haga lo mismo: que entreteja la fe con la razón, única vía capaz de mantenerlo protegido de la violencia. La dificultad de la empresa – reconocida como ardua pero necesaria incluso por pensadores musulmanes de relieve como Mohammed Arkoun – está en el hecho de que en la historia del pensamiento islámico una relación fecunda entre fe y razón prácticamente cesó con la muerte del filósofo Avicena en el lejano 1198. Después de lo cual, en el Islam, ha prevalecido hasta el día de hoy la disociación entre fe y “razonabiliad” de la que el Papa ha puesto en guardia a todos, musulmanes y cristianos, en los pasajes más memorables de su lección en Ratisbona.

Un teórico de la política podría objetar que las tesis papales son extrañas al campo político propiamente dicho. Pero Benedicto XVI no es así. Él está convencido que la sociedad, los Estados y la comunidad internacional deban apoyarse sobre fundamentos sólidos. Como Papa, su intento es también el de predicar una “gramática” universal fundada en la ley natural, en los derechos inviolables esculpidos en la conciencia de cada hombre, cualquiera sea el credo de cada uno.

De esta “gramática” – en su discurso a las Naciones Unidas del 18 de abril del 2008 – Benedicto XVI subrayó “el principio de la responsabilidad de proteger” o sea “el deber primario de todo Estado de proteger la propia población de las violaciones graves y continuas de los derechos humanos”. Agregando que “si los Estados no están en grado de garantizar una protección así, la comunidad internacional debe intervenir”. Pero el Papa Ratzinger no se detuvo en este enunciado. Ha ido hasta su fundamento, sin el cual la responsabilidad de proteger quedaría a merced de los intereses en contra. Y ha individuado tal fundamento último en la “idea de la persona como imagen del Creador”, con su innato “deseo de una absoluta y esencial libertad”

Benedicto XVI sabe bien que este anclaje a la trascendencia no es aceptado por todos. Y es rechazado precisamente por una cultura que tiene su matriz en Occidente. Pero considera un deber anunciar incesantemente a las potencias mundiales que “cuando Dios es eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, el objetivo y el bien común comienzan a desvanecerse”. El Papa Ratzinger considera agotada la fórmula “laica” puesta por Grozio en la base de la convivencia entre los pueblos: "etsi Deus non daretur", como si Dios no existiera. Propone a todos, también a quien no acepta la trascendencia, la apuesta contraria: la de actuar "etsi Deus daretur", como si Dios existiese. Porque sólo así la dignidad de la persona encuentra un fundamento indestructible.

Ha sorprendido a todos la acogida extraordinariamente amigable dada por Benedicto XVI al presidente estadounidense George W. Bush, en ocasión de su última visita al Vaticano. Ella ha marcado ciertamente una ruptura respecto al tradicional antiamericanismo de parte de la jerarquía católica: lo que identifica a los Estados Unidos con el capitalismo desenfrenado, el consumismo, el darwinismo social. Pero la verdadera motivación de la simpatía del Papa Ratzinger por los Estados Unidos es que son un país nacido y fundado “sobre la verdad evidente que de que el Creador ha dotado a cada ser humano de derechos inalienables”, a la cabeza de los cuales está la libertad. Al embajador de los Estados Unidos, Mary Ann Glendon, que presentaba sus credenciales, Benedicto XVI le ha dicho que admire “el histórico aprecio del pueblo americano por el rol de la religión en la forja del debate público”, rol que por el contrario en otros lugares, entiéndase en Europa, “es combatido en nombre de una comprensión limitada de la vida pública”. Con las consecuencias que se derivan de ello sobre puntos que a la Iglesia le interesan más, como “la tutela legal del don divino de la vida desde la concepción hasta la muerte natural”, el matrimonio, la familia.

Sobre estos puntos, la severidad con la que Benedicto XVI fustiga a los gobiernos de Europa y viceversa, la admiración que trasparenta por los Estados Unidos es otro elemento que lo distingue. Los destinos de Occidente, material y espiritual, están seguramente al centro de los intereses geopolíticos de este Papa. Pero no sólo. Basta pensar al cuidado con el que el Papa sigue el capítulo China. La carta escrita por el Papa a los católicos chinos es también de impronta muy ratzingeriana. También allí, de prudencias y reticencias diplomáticas hay poco.

En cuanto a la impronta ratzingeriana, es fácil divisarla también en los documentos que son en gran parte escritos por la secretaría de Estado vaticana. Cada inicio de año, después de la fiesta de la Epifanía, el Papa recibe a todo el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede y lee un discurso en el que establece los términos en relación a la geopolítica de la Iglesia en todo el mundo. Lo último que ha dicho, el pasado 7 de enero, era de rutina. Pero en el final Benedicto XVI introdujo un párrafo inconfundiblemente suyo:

“La diplomacia es, en cierta manera, el arte de la esperanza. Ella vive de la esperanza e intenta discernir incluso sus signos más tenues. La diplomacia debe dar esperanza. Cada año, la celebración de la Navidad nos recuerda que, cuando Dios se hizo niño pequeño, la Esperanza vino a habitar en el mundo, en el corazón de la familia humana”

De las artes de la diplomacia a aquel “niño pequeño”, el salto es vertiginoso. Sin embargo, en este nexo está – según el Papa – toda la misión original de la Iglesia, su teología de la historia, su “política” en el mundo.

Chiesa (Italia)

 



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