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12/10/2008 | Economía: un nuevo rol para el Estado

Pascal Beltrán del Río

Hace seis siglos y medio, esta ciudad fue el epicentro de lo que varios historiadores —como Frederick C. Lane— han calificado como la peor crisis financiera de todos los tiempos.

 

Sucedió cuando la especulación con la plata y el oro, desatada por los avariciosos mercaderes venecianos, hizo quebrar a los grandes bancos de Florencia y secó por completo el crédito en el continente europeo. Fue tan grave, que arrasó con la tercera parte de su población.

El hambre y la peste —traída desde China por los mongoles, aliados de los venecianos en el saqueo de metales— mataron a más de 30 millones de personas en los años que siguieron al colapso de 1345.

Hoy, por todos los rincones de Venecia —por ejemplo, en el milenario mercado de Rialto, el Wall Street del siglo XIV— se escucha el mismo tema de conversación: la recesión que ya se manifiesta en todo el mundo.

Sin embargo, a diferencia de lo que sucede en Wall Street, aquí y en buena parte de Europa crece la convicción de que el problema es el modelo que surgió de ese eufemismo llamado Consenso de Washington.

Antonella Zamperla dice no saber mucho de economía, pero sí lo suficiente para manejar los estados de cuenta de su pequeño negocio, en el barrio de San Bortolomio. Y le basta ese conocimiento, si no es que el simple sentido común, para responder a bocajarro, cuando le pregunto qué hacer ante la crisis: “No veo por qué debamos rescatar a los bancos especuladores. Si ellos ya no tienen para prestar, pues que nos preste el Estado. Prefiero deberle al Estado que a esos bancos”.

El Estado. Nos habían dicho que era un concepto en desuso, igual que el verbo nacionalizar. Peor que eso, siquiera hablar de nacionalizaciones significaba, hasta hace poco, convertirse en apóstata del culto al consumo desenfrenado y la riqueza instantánea.

Hoy hasta los sacerdotes del templo están volteando a ver al Estado. De ser el prestamista de último recurso, ha pasado a ser el comprador de última hora. Ese reconocimiento comenzó en Gran Bretaña, con el plan anticrisis del ministro de Finanzas, Alistair Darling, pero ahora ya ha cruzado el Atlántico y remontado por el Potomac y el Hudson.

Después de que las mieles de los 700 mil millones de dólares destinados a sanear los créditos tóxicos resultaron insuficientes para frenar la debacle financiera, ahora Wall Street y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos piensan que, después de todo, el señor Darling no andaba tan mal: El Estado puede ser propietario de una parte de los bancos en quiebra.

Sí, leyó usted bien, el Estado. Y la elección no fue ideológica sino simplemente práctica. Como ha apuntado el economista Alexandre Delaigue, la presente crisis no es de liquidez sino de solvencia. Es necesario, pues, que el Estado entre a recapitalizar los bancos.

Mire lo que le valió al primer ministro británico Gordon Brown ser el primero en aceptarlo: De ser irrelevante y enfrentar una rebelión en las filas del Partido Laborista, donde se le creía incapaz de reelegirse, Brown tiene ahora posibilidades reales de repetir en Westminster. Sin embargo, dudo que el mismo truco sirva a John McCain, el maltrecho candidato presidencial del partido de George W. Bush.

Y no se trata de comenzar a entonar aquí La Internacional. Si llegamos a tal situación de desenfreno económico fue porque el Estado controlador dio lugar a enormes ineficacias y actos de corrupción, que lo volvieron un bocado sencillo de tragar para los Friedman, los Thatcher y su claque en los países en desarrollo, como Carlos Salinas. Cuando el dinero no es de uno, sino de todos, los incentivos para emplearlo bien suelen ser pocos, a menos que la educación y las leyes del país en cuestión den para algo más. En México, por ejemplo, no ha sido así.

Dicen que toda crisis constituye una oportunidad. Acaso la nuestra, la de la humanidad, es dejar atrás los extremos de estatismo exacerbado y fundamentalismo de mercado, e imprimir algo de sensatez en el manejo de la economía global.

Finalmente, ya vimos que el exceso de control gubernamental y los mercados sin freno son, ambos, extremos peligrosos. El primero compromete la libertad y frena la creatividad; el segundo lleva inevitablemente al conflicto, porque los mercados se globalizan más rápido de lo que puede globalizarse la ética.

Quizá ahora lleguemos al consenso —ese sí— de que no se vale tener un mundo con mil millones de hambrientos y otros dos mil millones, o más, de miserables a secas. Porque la cuestión no es sólo regular la opulencia sino encontrar maneras —no populistas ni corporativas, se entiende— de dar oportunidades de desarrollo a todos.

La mejor manera de hacer eso, efectivamente, es revitalizar el Estado. No revivir el viejo Estado derrochador de energías, ineficiente y corrupto, sino dar lugar a un Estado responsable, dotado de instituciones transparentes y reglas para la rendición de cuentas.

Desde 1345, la ausencia de una entidad como el Estado ocasionó 30 millones de muertes, provocadas por la usura y la especulación sin freno. En aquel tiempo, el Estado era tan inexistente que los bancos florentinos de las familias Peruzzi y Bardi cobraban ellos mismos los impuestos en la Inglaterra gobernada por Eduardo III.

En aquellos días, por supuesto, no había CNN ni internet, así que las noticias de la crisis financiera tardaron cinco años en conocerse y tener efectos, como ha documentado el historiador Edwin S. Hunt, autor del libro The Medieval Supercompanies.

Hoy el desastre puede ocurrir en cosa de minutos. Mayor razón aún para no dejar crecer esas burbujas especulativas, que llenan los bolsillos de unos pocos, y empobrecen a la mayoría cuando irremediablemente terminan por estallar.

Excelsior (Mexico)

 



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