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10/01/2009 | México - Cultura del crimen

Alberto J. Olvera

La venta de protección, el chantaje, el secuestro, el monopolio de la piratería y el narcomenudeo, entre otras formas de delincuencia organizada, se han vuelto práctica común y parte de la vida cotidiana de millones de mexicanos, de norte a sur y de oriente a poniente de la República Mexicana.

 

Veracruz vive de lleno esta terrible experiencia, sin que sus autoridades lo reconozcan y sin que se tomen medidas adecuadas a la magnitud del desastre social que hoy lastra la vida pública.

Empresarios medianos y grandes de todas las regiones de Veracruz están sufriendo secuestros exprés y tradicionales en cantidades crecientes. Algunos se han ido del estado, y familias de ganaderos se han mudado a ciudades lejanas de sus pueblos. Se han vuelto moneda frecuente los chantajes y amenazas, ligados a la venta de protección a los negocios de los empresarios.

De manera preocupante este proceso baja la escala social y afecta a pequeños comerciantes y proveedores de servicios, muchos de los cuales no pueden pagar los cobros que los delincuentes les asignan. Consecuentemente, cierran sus negocios o enfrentan la amenaza de que éstos sean atacados, lo cual ha sucedido con frecuencia, incluyendo incendios y balazos.

Grupos de hombres armados amenazan en todo el estado, sistemáticamente, a los vendedores de discos y películas pirata, obligándolos a comprar el material sólo a ellos mismos, lo cual se ha traducido en un aumento del precio de todos sus productos. Dos líderes de comerciantes ambulantes, uno de Xalapa y otro de Minatitlán, fueron asesinados en septiembre pasado porque denunciaron públicamente que Los Zetas les exigían el pago de dinero para poder seguir desarrollando su actividad.

El incremento exponencial del narcomenudeo ha traído consigo un incremento de la violencia y de la delincuencia común en los barrios populares. Pequeñas tiendas y muchos otros negocios operan como fachadas de la venta de droga. Los microdistribuidores que se atrasan en los pagos ven sus negocios quemados o son directamente asesinados. Es tal la desfachatez de los delincuentes que en varias ciudades del estado se han presentado en antros y restaurantes de diversa calidad y tipo, cerrando momentáneamente los establecimientos en lo que cenan o se embriagan, quitándoles a los presentes sus celulares para evitar que los denuncien.

Es tan alarmante la guerra interna de los cárteles de la droga y tan aparatosa la guerra que el Estado libra contra ellos que la diversificación y consolidación de nuevas formas de la delincuencia organizada y la relación de este proceso con el narco pasan relativamente inadvertidas en el espacio público nacional. Cuenta también en esta ceguera colectiva el peso mediático nacional de los secuestros de alto impacto y el poder económico, simbólico y político de las élites económicas y sociales que se ven afectadas por los secuestros, quienes han logrado hegemonizar la agenda de la inseguridad pública y acotarla a sus intereses y demandas.

Además, contribuye mucho a esta invisibilidad, al menos en el caso de Veracruz, la decisión del gobierno estatal de ocultar los hechos, en la creencia de que su publicitación nacional afecta la imagen del gobernador. Lo mismo sucede en la mayoría de los estados del país. Dado que los gobernadores y en algunos casos los presidentes municipales manipulan a los medios de comunicación locales, ha sido relativamente fácil para ellos controlar los posibles “daños mediáticos”. Los medios nacionales, con contadas excepciones, no se interesan en los fenómenos locales a menos que produzcan noticias sensacionalistas. Los gobernadores compran también la buena voluntad de las televisoras a través de generosos subsidios y “donativos”.

La nueva cara de la delincuencia organizada no se explica por la mera omisión del estado, si bien ésta es innegable e intolerable. Numerosos factores intervienen en este fenómeno, lo cual explica la dificultad de su solución. Mencionemos uno hoy olvidado: la cultura y la práctica de la ilegalidad como forma normal de conducir los negocios privados y las relaciones entre el gobierno y los empresarios. La cultura de la ilegalidad implica la ausencia de estándares de moralidad pública compartidos. Esa es la peor herencia del viejo régimen: la ficción legal como regla, la simulación como norma, la corrupción como mecanismo operativo. No puede haber ambiente más propicio al delito que la ausencia de un estado de derecho y de un piso de moralidad compartida.

La delincuencia organizada ha apuntado primero a los eslabones más débiles de este sistema: empresarios que no pueden recurrir a la policía por tener cola que les pisen; el comercio informal; los políticos ambiciosos que necesitan financiamiento para hacer carrera; los policías corruptos; los empresarios endeudados que para sobrevivir ayudan a lavar dinero. La tolerancia social a la corrupción y a la ilegalidad ofrece un manto de protección cultural a la delincuencia, mientras la debilidad de las instituciones crea un enorme espacio social para que ésta opere.

La alarma ante la expansión nacional de la delincuencia organizada debe dar paso a un cambio cultural: la exigencia de la legalidad, la intolerancia a la corrupción, el rechazo a los negocios dudosos, la denuncia del chantaje en todas sus formas. El miedo paralizante que hoy corroe a la sociedad favorece a la delincuencia, y la negación absurda de la realidad por parte de los gobiernos estatales impide el debate público del problema y la formación de movimientos cívicos que propulsen el cambio cultural y obliguen al gobierno y al Poder Judicial a actuar conforme a la ley.

Sociólogo

El Universal (Mexico)

 


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