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02/03/2009 | México - Pandillas de Nuevo León

Salvador Frausto Crotte

En el área metropolitana de Monterrey hay unas mil 600 bandas urbanas, veinte de las cuales están involucradas en el narcomenudeo. La policía local, en vez de combatir a los grupos ligados a “Los Zetas”, extorsionan a los jóvenes, los golpean e incluso les venden armas.

 

El Cácher acaba de salir del hospital, donde pasó un mes de infierno luego de que durante una pelea con una banda rival, le perforaran varias veces el abdomen con un picahielos. “Me ha llovido. Estoy sin dientes, todo cicatrizado, de puras broncas. Lo de los dientes fue de una pedrada en seco, y no supe ni quién. Nomás por andar tirando piedras, por sentirme el mero”, dice.

Su pandilla, Los Chiflados de la Gloria Mendiola, una colonia del norte de Monterrey, es considerada por la policía local como una de las más peligrosas de la región, y él, hasta hace poco, era uno de los muchachos más bravos del grupo que se reúne en las calles de este paupérrimo barrio tapizado de grafitis, donde además destaca, a la sombra de un árbol, la foto de El Mechas, un joven de 24 años que fue asesinado hace algunas semanas, luego de una riña en la que El Emilio le pegó un tiro.

La acción de este chavo, quien ahora está en la cárcel, es todo un tema por estos días: unos dicen que los familiares de El Mechas esperarán a que el integrante de la banda de Los Chiflados salga de prisión para aplicar la ley del ojo por ojo, diente por diente; otros aseguran que los que no pueden dormir son los policías que capturaron al muchacho que se hizo querer de muchos porque, afirman, era un “gran camarada” y un “estupendo fotógrafo”.

La muerte del amigo y las heridas en carne propia parecen haber provocado una reacción en El Cácher, de 25 años, quien ingresó a Los Chiflados a los 12. “Ahora traigo un rollo más calmado porque ya viví, ya sé cómo está el rollo. Varias veces me corrieron de mi cantón. Tuve bastantes problemas con mi familia. Para qué te digo que no, todavía me junto con la banda, les sigo hablando, pero si ya viene una pelea mejor me orillo. Estoy con la banda pero puro convivio bueno, puro blanco, nada de negro”.

—¿Ahora qué haces? ¿Estudias, trabajas?

—Pues ahorita tengo una lesión y no puedo trabajar, pero trabajé y estudié hasta la primaria nada más.

Un muchacho de 18 años que está junto a El Cácher interviene en la conversación: “Yo estudié hasta la secundaria”.

—¿A qué te dedicas?

—A robar y trabajar, para conseguir para la droga y para comer también.

—¿Y qué te metes?

—Tolueno, mota, cerveza.

Cae la noche y una patrulla pasa cerca de la esquina donde se reúnen algunos integrantes de la banda de Los Chiflados. Los muchachos se refugian en una tienda de abarrotes desde la que se escucha el sonido de una maquinita de videojuegos. Se va la policía, se asoman, vuelven a poner los pies en la banqueta. El Cácher y su amigo se pierden en las sombras de una calle ancha, solitaria.

 

El aparato represor

La policía local calcula que en el área metropolitana de Monterrey hay unas mil 600 pandillas, de las cuales, dicen, unas 20 están ligadas al crimen organizado, mismo que en esta región es controlado por Los Zetas.

Los Chiflados, como la mayoría de las bandas, no están asociadas a las mafias del narcotráfico, dice Rafael Limones, un psicólogo comunitario que lleva más de cuatro años trabajando en el Consejo de Desarrollo Social, una instancia del gobierno estatal que cuenta con 22 centros comunitarios que ofrecen a los jóvenes talleres de pintura, música y deportes, además de asesoría sicológica.

“Muchos de los que integran las bandas consumen drogas, pero no están involucrados en el narcomenudeo. Los chavos ni siquiera se juntan cerca de los puntos donde se venden drogas. Ellos se reúnen para pasar el tiempo, divertirse. Sí, se pelean, se agreden, a veces roban, pero si alguno se pone a vender drogas, prácticamente dejan de pertenecer a la banda, porque ya tienen un trabajo, y eso ya no les deja tiempo para pasar los ratos de ocio con los chavos de la colonia”, asegura Limones.

El incremento de pleitos entre las bandas locales provocó que el Consejo de Desarrollo Social llamara al sociólogo Héctor Castillo Berthier para que realizara un estudio sobre las pandillas de Monterrey y elaborara una estrategia para atenuar el problema. Este profesor e investigador de la UNAM instrumentó un plan de intervención social en las pandillas de la Ciudad de México hace 20 años y creó el Circo Volador, un proyecto que ofrece a los jóvenes alternativas a través de actividades artísticas.

El asunto más preocupante, dice Castillo Berthier, es que “en Monterrey hay un aparato represor que hace detenciones masivas, razias y apañones. Si de mil 600 pandillas tienes 20 vinculadas con el crimen organizado, pues qué pasa con las otras mil 580, que es la mayoría, si no están identificadas con la delincuencia. Lo único que pasa es que se visten igual, viven en los mismos barrios, tienen el mismo aspecto y así son estigmatizados automáticamente”.

El propio Castillo Berthier fue detenido por la policía regiomontana por estar conversando en la calle con los integrantes de las bandas, pero logró salir luego de hacer una llamada a las autoridades que los contrataron. “En estas detenciones que realizaban había más o menos unos mil 200 detenidos cada fin de semana en los barrios populares, y jalaban parejo al que estuviera en la calle o echándose una chela, entonces los policías establecían dos cuotas: si eres menor, pagas 300 pesos; si eres mayor de 18 años, 500 pesos. Cuando buscamos quién llevaba el registro de estas cuotas, la policía no sabía nada. Cuando hablabas con los chavos te decían: ‘¡Es que nos extorsionan! Tenemos que estar cuidándonos porque nos agarran aunque no estemos haciendo nada’, y se transforma en un gran negocio para la policía”.

 

Los policías les venden armas

Los Payas están a dos cuadras del sitio donde se encuentran reunidos Los Chiflados. Habrá bronca si unos u otros se atreven a cruzar la calle-frontera que delimita sus respectivos territorios. Los Pitufos, una banda de chavos de entre 10 y 15 años, tampoco pueden acercarse a la zona dominada por Los Payas, pero sí pueden moverse en la Gloria Mendiola, pues son aliados de Los Chiflados.

Esta mañana de sábado las calles lucen semidesiertas hasta que, de pronto, damos vuelta en un angosto callejón donde Los Payas están pintando un mural cuya figura central es Jesucristo.

El Vato, de 15 años, tiene la mitad de la cara tapada por un paliacate y un ojo tan hinchado que ni siquiera puede abrirlo. “Fue un pedradón. Y luego correr. Corrimos todos para la casa de El Choco, ahí dimos vuelta. Una casa así como verdecita. Yo me meto donde se me da mi gana. Íbamos saltando bardas, por los techos, por donde se pudiera, pero les pusimos, les pusimos duro también, aunque nos cargaron también”.

De pronto muchos intervienen en la conversación haciendo una suerte de relato heroico en el que rompieron vidrios, echaron pedradas, amagaron con machetes y hasta hubo disparos. Huyeron cuando oyeron las sirenas de las patrullas. “No agarraron a nadie de nosotros”, dice un moreno de unos 20 años que palmea la espalda de El Vato.

La mayoría de estos muchachos dejó la secundaria y todos tienen una mala experiencia con la policía. “Nos quitan los tenis y hasta las gorras”, dice uno de Los Payas. “Aunque estemos nomás jugando futbol o pasándola, nos sacan un tostón, cien, depende, pero si llegamos a la demarcación, ya para salir tienes que dar 500, o 300 si eres menor de edad”, dice otro. “O nos gasean adentro de las camionetas si no les damos nada”, comenta un tercero. “Pero a los que venden (drogas) no les hacen nada, ahí sí, jijos, ahí sí no se meten porque se los cargan”, añade un joven flaco y alto.

—¿Quiénes se los cargan?

—Los Zetas, susurra uno.

—No sé, no sabemos, ataja otro.

Minutos después estamos con Los Chiflados. Uno de ellos confiesa que hace algún tiempo fue reclutado por Los Zetas para vender drogas. “Yo traía mis carros y todo. Yo vendía. Tú sabes que la ley, si hay modo, te quita. Te digo, para la tira mientras tengas dinero eres amigo, si no tienes, amigo, te van a aventar macana, ni modo. Yo les daba la cuota. Un cien o un tostón. Llagaban al grado de que nada más la pura lavada de la camioneta. ‘Presta para la lavada y no hay pedo, tú ponte a jalar’, pero ya al comandante le daba una feria más”, dice este chavo de unos 25 años ante la mirada fija de sus compañeros de banda.

“Llegó el punto en que cuando yo andaba con un comandante, que no puedo decir el nombre porque ahorita anda arriba, es el que anda tableando, el vato me vendió un chingo de armas. Tenía un doce, una escopeta.

—¿A cuánto te las vendían?

—Pues depende del arma, de qué calidad me estás hablando. Una 9 cuesta cinco bolas, una 22 como unos dos mil pesos, una 32 unos mil 500, ya es depende.

—¿La misma policía te protegía cuando vendías?

—Si tú vendes (drogas) y no estás jalando para Los Zetas, porque ya ves que están esos güeyes, porque están batallando, ¿sabes quién les va a caer? No hay ni un solo policía honrado, hasta lo judiciales. Hace poco fueron Los Zetas a mi cantón, están enojados porque ya no quiero vender. Y no, pues voltearon todo.

—¿Y el Ejército se mete con ustedes?

—Esos son honrados, que manden más seguido a esos. No, pues cuándo van a poder con los soldados, si son más cabrones que hasta el Presidente. El soldado tiene derecho de darle báscula hasta al Presidente. Andando los soldados por aquí, Los Zetas no entran. Te checan pero si no traes nada no te levantan. Los cabrones son los policías.

sociedad@eluniversal.com.mx 

El Universal (Mexico)

 


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