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16/03/2009 | La Revolución Cubana y el neostalinismo

Carlos Monsiváis

En 1959 Fidel Castro, al frente del ejército revolucionario, entra a La Habana. En Iberoamérica el entusiasmo es extraordinario, al concretarse, en mezcla vertiginosa de sueños y realidades, el anhelo histórico: la victoria sobre el imperialismo estadounidense, en este caso la independencia de un país a 90 millas de EU.

 

Es amplísimo el apoyo a la Revolución Cubana, y la mayoría de los intelectuales latinoamericanos se cree a las puertas de la genuina modernidad, ya no producto del acatamiento de la tecnología sino de la mezcla de experimentación y justicia social, de libertades formales y compromiso revolucionario.

Entre 1959 y 1970, va a Cuba una gran parte de los mejores escritores, artistas e intelectuales del mundo. Figuran Ezequiel Martínez Estrada, José Bianco, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Roberto Matta, Pablo Neruda, David Alfaro Siqueiros, Luis Cardoza y Aragón, Mario Benedetti, Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano, José Emilio Pacheco, Juan José Arreola, Juan Rulfo, Ángel Rama, David Viñas... Nunca antes un hecho político ha dispuesto de tantas resonancias culturales. Y para entenderse con lo que al principio no es “turismo revolucionario”, las autoridades de Cuba fundan en 1960 Casa de las Américas, destinada al diálogo con escritores, intelectuales y artistas afines a la Revolución. En julio de ese año aparece Casa de las Américas, revista dirigida por Antón Arrufat y Fausto Massó, que a lo largo de una década es centro impulsor de lecturas, debates, tendencias, revisiones que desembocan en otro canon de la cultura latinoamericana. Difunde a novelistas y poetas, de Rulfo a Vargas Llosa, de Aimé Cesaire a Mario Benedetti; informa de la necesidad de leer a Althusser y Fanon; documenta “la unidad profunda” de América Latina, mantenida pese a regionalismos y nacionalismos.

Los encuentros anuales del Premio Casa en La Habana y la propuesta de lecturas más unificadas de la literatura, las artes plásticas y la música orientan la sensibilidad que es adelanto de sociedades abiertas, tolerantes y críticas. El boom de la narrativa iberoamericana, inaugurado formalmente por la industria editorial española, es la idea compartida por autores y lectores de la novela como suprema experiencia vital que va de la brillantez formal a la ampliación de la conciencia. Si el libro irrefutable es Cien años de soledad, otros autores primordiales son Cortázar (Rayuela, Las armas secretas), Vargas Llosa (La ciudad y los perros, Conversación en la catedral) y Fuentes (La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz).

Se ratifican clásicos súbitamente latinoamericanos, y antes sólo argentinos, cubanos, mexicanos. Se lee de forma distinta y con espíritu un tanto “místico” a Rulfo (El llano en llamas, Pedro Páramo), Roberto Arlt (Los siete locos, El juguete rabioso), Adolfo Bioy Casares (La invención de Morel), Guimaraes Rosa (Gran Sertón, Veredas), Jorge Amado (Gabriela, clavo y canela), Juan Carlos Onetti (Juntacadáveres, Los astilleros), Macedonio Fernández. Y se frecuenta a narradores de primer orden que, sin el sello del boom, afianzan con su permanencia: Guillermo Cabrera Infante (Tres tristes tigres), José Donoso (Coronación, El lugar sin límite), Severo Sarduy (De donde son los cantantes). Y tres hombres de letras son esenciales en la integración de la nueva sensibilidad: Jorge Luis Borges, Octavio Paz y José Lezama Lima. Se dirigen a “comunidades de visión abierta”, para usar el término de Northrop Frye; a una minoría selecta, y van más allá y se vuelven emblemas de sus países y de la creatividad de la lengua. Y no hay división entre “puristas” y “comprometidos”, sino entre formas de intensidad.

La década de 1960 es el escenario del auge de la izquierda intelectual, y es una meta importantísima publicar en Casa, ser jurado o ganador de sus premios. Si la Revolución Cubana es recibida con júbilo casi unánime en 1959, la solidaridad se acrecienta en 1962, al ser expulsada Cuba de la OEA. Casa se convierte en el centro agitativo de la intelectualidad de izquierda, y su mensaje cunde y es creído: la utopía existe y su primera manifestación es Cuba. La estrategia de Casa es inequívoca: asumir que América Latina está dividida en pro o en contra de la Revolución, y suministrar elementos de combate intelectual. En el segundo número de la revista, como recuerda Nadia Lie en su útil Transición y transacción. La revista cubana Casa de las Américas (1960-1976), el editorial combina el resumen pesimista y la promesa del milagro:

“Si nos quedamos a pensar lo que es América para nosotros mismos quedaremos defraudados. Es una imagen deplorable de desasosiego y desorientación. El hombre americano está como perdido en un continente que es su enemigo y que no alcanza a hacer suyo. América es un continente sin rostro para muchos americanos y, por supuesto, para el resto del mundo... Pero si existe América, no es la que encontramos cada día, deshecha y superficial, sino la que en política ha demostrado que la utopía puede hacerse real”.

La militancia se predica y se exige. A los intelectuales y artistas se les ofrece un destino muy alto: oponer sus obras y sus ejemplos a las devastaciones del imperialismo. Casa de las Américas consigue adhesiones y resonancias. Se fortalece el bloqueo a Cuba, y el gobierno castrista lanza la consigna de los vínculos de los tres continentes de la pobreza: África, Asia y América Latina, la Tricontinental. En 1965, ya dirigida por Roberto Fernández Retamar, la revista proclama: “Sólo una tarea histórica nos es más hermosa que el viejo sueño bolivariano de unidad continental: el nuevo sueño de unidad tricontinental”. Y en el primer (y único) Congreso Cultural de La Habana, en 1968, Fidel Castro asegura: “Los imperialistas dirán que esto es un Vietnam en el campo de la cultura; que han empezado a aparecer las guerrillas entre los trabajadores intelectuales, es decir, que los intelectuales adoptan una posición cada vez más combativa”.

En ese discurso, Castro arenga y elogia al punto de la adulación a los intelectuales. Son ellos los que irán adelante ante el retroceso y el miedo de “supuestas vanguardias políticas” (los partidos comunistas, por ejemplo). Y en ese tiempo, Casa de las Américas es determinante en una empresa: la del conocimiento unificado de la cultura en Latinoamérica que integra idealmente lo producido en poesía, cine, novela, teatro, pintura, música culta y popular en cada uno de los países. Sólo parcialmente se acepta la consigna de Casa: “La cultura es hija de la Revolución”, pero muchísimos se involucran en la empresa que anuncia: “elaborar y difundir un pensamiento capaz de incorporar las grandes masas populares a las tareas de la revolución; crear obras que arranquen a la clase dominante el privilegio de la belleza”.

Escritor

El Universal (Mexico)

 


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