Cara a esos desafíos, la mayoría de los países industrializados repensaron su posicionamiento diplomático y estratégico, comenzaron a modernizar sus instituciones y a adaptar sus estructuras económicas al imperativo de la globalización. Francia ha ignorado esas grandes transformaciones y se ha instalado en una posición que oscila entre el rechazo a todo cambio y la abstención. El miedo al futuro ha sido más fuerte que el atractivo de una constitución que consagraba junto a Alemania la hegemonía gala en la Unión Europea.

Tras la “grandeur” se esconde el pánico al mañana. Francia lleva camino de convertirse en un país marginal en el plano de las relaciones internacionales y dependiente de los motores del crecimiento mundial en el económico. La competencia interna dentro de la propia UE y la externa procedente de los países emergentes amenazan la viabilidad de una economía cerrada y burocratizada, la sostenibilidad de una maquinaria redistributiva que penaliza la creación de riqueza y se traduce en déficit presupuestarios crónicos. Desde la primera crisis del petróleo en 1973, los sucesivos gobiernos galos, conservadores y social-comunistas, han sido incapaces de reformar las instituciones económicas del Hexágono. Se ha vivido de las rentas producidas por las generaciones que reconstruyeron el país en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Esa resistencia al cambio ha sido respaldada por una sociedad que no quiere renunciar a sus privilegios (ver Baverez N., La France qui Tombe, Perrin, 2003).

En lugar de explicar la situación real de Francia a los ciudadanos, lo esencial del discurso político se ha dirigido a elogiar el inmovilismo en nombre de la excelencia de la excepción francesa. La preferencia por la demagogia es el terreno compartido por el gobierno y la oposición. Ambos participan de un mismo espíritu: La defensa de las posiciones adquiridas y la perennidad de las estructuras existentes. Ni la izquierda ni la derecha mayoritarias han elaborado un proyecto global y coherente de modernización. Las tímidas reformas planteadas no han sido apoyadas ni por los distintos Presidentes de la República ni por sus primeros ministros. Al mismo tiempo, su carácter tecnocrático y sectorial ha sido siempre contrarrestado por las resistencias corporativistas. En este contexto, el NO a la Constitución lo es a un modelo europeo que, con todas sus limitaciones, exige introducir cambios liberales en la anquilosada estructura económica francesa.

Desde el punto de vista europeo, el NO francés es también la manifestación más palpable de algo evidente: La clásica negativa gala a tener en cuenta los intereses globales de la UE. Francia ha frenado las iniciativas dirigidas a reformar la PAC, a introducir la competencia en los mercados, ha liquidado el Pacto de Estabilidad y Crecimiento por razones de exclusiva conveniencia nacional etc. En los últimos años, Chirac y Schröder han empleado lógicas puramente nacionales y partidistas en el proceso de construcción europea. Si la Francia del capitalismo de Estado y la Alemania estato-corporativista son los cimientos de la Europa del mañana, las perspectivas del Viejo Continente se presentan desoladoras. En estos momentos, el eje franco-alemán es el corazón podrido de Europa.

¿Qué sucederá ahora? Lo más probable es que Francia desee convertir la UE en una fortaleza proteccionista. En el interior procurará retrasar sine la trasposición de todas las directivas liberalizadoras y pretenderá forzar una armonización continental de impuestos y de legislaciones con la finalidad de suprimir la competencia intra-europea. Hacia el exterior intentará levantar barreras para impedir la concurrencia de los bienes y servicios extracomunitarios en el mercado único. Todo se hará en nombre de la necesidad de combatir el “dumping” y de un comercio internacional justo. Con toda probabilidad, la decrépita Alemania de Schröder apoyará esas medidas como un medio desesperado para evitar una debacle electoral el próximo otoño. En esa batalla, el seguidismo del gobierno español sería suicida.

El NO francés pone de manifiesto la crisis multidimensional del Hexágono. El duopolio gestionado por una izquierda y una derecha unidas por el estatismo y sostenido por el grueso de la población conduce a la emergencia de movimientos anti-sistema en los dos flancos extremos del espectro político, así como a una radicalización de la sociedad. Francia es un país enfermo. La mezcla de autocomplacencia e irresponsabilidad de su casta dominante va a impulsar mutaciones radicales cuyos efectos son imprevisibles y no sólo para los franceses. Que Diós reparta suerte y, sobre todo, talento.

Lorenzo Bernaldo de Quirós es presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España y académico asociado del Cato Institute.