Esto, sin embargo, no amerita éxito alguno. Por el contrario, habla de un altísimo conglomerado que está siendo manipulado por el asistencialismo político y de una repartija poco seria de fondos por parte del Estado.

Ahora bien, cuando se habla del Estado, como sucede con las entelequias en general, muy pocos se avienen a comprender que se habla del bolsillo de la sociedad.

El mentado superávit fiscal no es sino parte del salario, de los honorarios, de las ganancias de la gente. De allí que, un aumento récord en este índice implica -ni más ni menos- que un incremento en la transferencia de ese dinero a manos del Gobierno.

Hasta aquí podría decirse que esto sucede en todos los países del mundo. Y es cierto. Ahora bien, la gran diferencia estriba en qué hace con esa suma el poder de turno.

La recaudación impositiva, base del erario público, tiene razón de ser cuando es utilizada para los servicios básicos que debe brindar el Estado. A saber: salud, educación, seguridad...

En la ciudad de Buenos Aires, con una recaudación récord y con los impuestos más caros de la región nos hallamos sin embargo, con un sistema de salud colapsado y una educación directamente destruida. Ni hablar del sistema estatal de reparto que se halla absolutamente quebrado gracias a la devaluación y a la escalada inflacionaria que goza de mala prensa en estos días.

Por un lado tenemos alumnos convertidos en piqueteros, escuelas que se vienen abajo, docentes mal pagos, etc. Por otro, hospitales parados, y un sistema de salud "socializado" que hace agua por los cuatro costados.

Más allá de que es un mito hablar de servicios gratuitos dado que éstos se financian con el dinero del pueblo, los llamados servicios públicos, directamente, han dejado de serlo. En rigor, puede decirse -sin demasiado prolegómeno- que el sistema mismo ha colapsado.
Lo mismo da que estemos frente a una recaudación récord, a una política de déficit cero o a un estado netamente deficitario en materia fiscal. La plata no vuelve al pueblo.

La recaudación de Junio alcanza los $ 10.500 MM. Sin embargo y a pesar de ese dato, el país sigue subyugado por una crisis hospitalaria magnánima, una ola de inseguridad convertida a esta altura en tsunami y una educación paupérrima. ¿No será, pues, tiempo de cambiar el sistema?

No es un dato menor, amén de ser una vergüenza y una tragedia, que en un hospital como el Santojanni, un corte de energía provoque la muerte de pacientes en terapia intensiva, asistidos por aparatos que funcionan con electricidad. Importa un bledo si fue uno o han sido cuatro o cinco los casos. La gravedad es la misma. Intrascendente debería ser el motivo que causó el corte si se contara con grupos electrógenos básicos que garanticen el derecho fundamental del ser humano: la vida. Para ese derecho, precisamente, el pueblo paga sus impuestos.

Al margen, queda al descubierto que el superávit conseguido admite también el pago religioso de los vencimientos con el Fondo Monetario a pesar de tanta verborragia presidencial atentando contra el organismo crediticio. Política de izquierda con plata en el bolsillo de la derecha, se diría.

En síntesis, hay algo que no funciona y no se trata meramente de un hospital público o de un colegio con problemas en su estructura edilicia. Se trata de un régimen de recaudación que no favorece a la gente y que no sigue el curso que debiera para transformarse en servicios a la comunidad.

Al parecer, el Gobierno está más interesado en utilizar los fondos públicos para costear una elección o administrar sus propios privilegios. De otro modo no se explica que sucedan situaciones como la acontecida en el Santojanni más allá de las excusas que se ensayen para silenciar la gravedad del tema.

El gasto en salud que mantiene el Gobierno es comparable con el gasto que tiene Francia y Canadá. Sin embargo, el sistema nacional lo que hace es derivar enfermos a los cementerios mientras que, los países desarrollados los derivan sanos nuevamente al hogar.

Antes de la devaluación, la Argentina tenía un producto bruto per cápita igual al de Zurcich. Hoy, mejor es no ahondar en estadísticas, menos aún en comparaciones que cercenan la posibilidad de considerarnos un país de veras.