Anna Politkovskaya, Stanislav Markekov o Natalia Estemírova son los nombres más famosos de una siniestra serie de secuestros y asesinatos políticos en Rusia, Chechenia, e incluso en Londres, Viena, Estambul o Dubai hasta donde periodistas, abogados y activistas de los derechos humanos han sido perseguidos y asesinados a tiros.

 

Desde hace años, ningún asesino ha sido buscado, perseguido y juzgado por tales crímenes, perpetrados con pavorosa impunidad contra hombres y mujeres culpables, muy mayoritariamente, del mismo comportamiento que ha costado la vida a Estemírova: investigar secuestros, torturas y ejecuciones extra judiciales, cometidas por matones, bandas de asesinos, o fuerzas de seguridad rusas.

 

En tiempos de la difunta URSS, los disidentes podían ser internados en asilos psiquiátricos. Eran mucho más raros los asesinatos de prófugos huidos a Occidente. En tiempos de Putin y las mafias rusas, con poderosos tentáculos en los dorados paraísos europeos, los asesinos -a sueldo de hombres de influencia en Moscú- han cometido crímenes doblemente impunes en Europa y Rusia.

 

Washington espera «normalizar» sus relaciones con Moscú, intentando conseguir «comprensión» en Afganistán, Irak e Irán.

 

Atadas a los gasoductos de su dependencia energética, las capitales europeas no osan elevar la voz en defensa de unos inocentes cuya sangre vale poco. Sin embargo, la experiencia de la URSS nos recuerda que el «realismo» diplomático fue irrisorio y cínico ante la determinación de algunos hombres libres, perseguidos a muerte, pero finalmente victoriosos.