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03/08/2009 | La razón y el mercado

Lorenzo Bernaldo de Quirós

The Economist dedica su último número a la hipotética ruptura de paradigma provocado por la crisis en el pensamiento económico contemporáneo. En la práctica, todos los ataques al consenso dominante en la moderna teoría macro y microeconómica se limitan a poner en cuestión un elemento central: la racionalidad de los individuos y, como resultado de ella, la inevitable tendencia de los mercados a realizar una eficiente asignación de los recursos y, por tanto, la crónica propensión del capitalismo a la inestabilidad.

 

Este enfoque no es nuevo. Es tan viejo como la economía y tiene una base poco sólida. En cualquier caso no constituye un aval para el activismo gubernamental, salvo que se otorgue a los burócratas y a los políticos una racionalidad media superior a la del resto de los mortales lo que sería cuanto menos un exceso de optimismo o una considerable arrogancia intelectual.

La idea de que la gente es racional e intenta utilizar sus conocimientos y la información disponible para alcanzar sus objetivos no es un fenómeno extraordinario sino una característica innata del homo sapiens. Esa tesis no es incompatible con el hecho de que a veces, las personas pueden y de hecho actúan de manera irracional y en contra de sus intereses pero eso es la excepción y no la regla en el comportamiento de los seres humanos. Si se acepta la irracionalidad como el factor dominante de las acciones individuales, se desploma no sólo todo el edificio de la ciencia económica, sino también las bases mismas, incluida la democracia, de eso que denominamos civilización occidental y de cualquier orden social viable. La visión según la cual el mundo se mueve por fuerzas telúricas y ocultas es un rasgo característico de las sociedades tribales, del animismo y de un sinfín más de tradiciones propias del pensamiento mágico.

Curiosamente son los límites del conocimiento y de la razón los que sirven para justificar el mercado y la competencia como dos procesos interconectados de descubrimiento que, a través del juego de los precios relativos, permiten acumular y procesar un volumen de información superior al de cualquier otra alternativa. Por eso es crítico que los poderes públicos permitan que las señales transmitidas por los precios se formen sin interferencias ya que, en este caso, se producirán malas asignaciones de recursos y se generará una tendencia al desequilibrio del sistema productivo. Esto es lo que pasa con malas políticas económicas y regulacions.

Eso no significa que los mercados y el capitalismo sean perfectos pero sí que son las instituciones que, a través de un largo proceso evolutivo, han mostrado mayor eficacia para asegurar la supervivencia y la elevación del nivel de vida de la gente. También es cierto que gran parte de las deficiencias achacadas a su funcionamiento no obedecen a la lógica propia de una economía de libre mercado, sino a las trabas introducidas por los poderes públicos y por políticas económicas que distorsionan su funcionamiento. El equilibrio no es un estado sino una tendencia. La reciente crisis es un claro ejemplo de ello. Una errónea estrategia monetaria, definida por una expansión exuberante del crédito, una mala regulación de los mercados financieros y la incompetencia de los organismos encargados de supervisarlos han sido los determinantes básicos del tsunami que sacude las finanzas y la economía global. Sin esa combinación de “fallos de Estado” hubiese sido posible el presente Armagedón económico-financiero.

Una economía de libre mercado exige instituciones. Desde Adam Smith hasta nuestros días, ningún economista ni científico social de inspiración liberal en el sentido clásico ha impugnado ese principio elemental. Si el marco institucional es adecuado, el capitalismo desplegará todas sus benéficas potencialidades; si no lo es, producirá efectos distintos a los buscados y esperados. Este último resultado se produce cuando los políticos intentan sustituir en vez facilitar el funcionamiento de los mercados, cargándolos de excesivas regulaciones, y cuando aspiran a dirigir desde arriba los procesos sociales y económicos. Esos dos errores, muestras de una falta descomunal de humildad intelectual constituyen el fundamento de quienes desde muy diversas tribunas y posiciones buscan en el Estado la solución al actual malestar que azota la economía mundial.

El deseo de utilizar la crisis para extender las funciones del Estado no logrará resolver los problemas y sí creará otros nuevos. Quienes piensan que el aumento del binomio gasto-déficit público, la brutal inyección monetaria practicada por los bancos centrales y el aumento de las regulaciones sacarán al mundo de la recesión yerran. Esos movimientos se han superpuesto y se confunden con la propia dinámica de ajuste del capitalismo que tiene una lógica propia e independiente de ellos. Lo que el activismo macro y micro está produciendo es un entorpecimiento en la depuración de los excesos cometidos durante la fase alcista del ciclo y la generación de unos desequilibrios cuya corrección pasará una elevada factura que en el mejor de los casos retrasará el retorno a un crecimiento sano y sostenido. Por eso, la identificación del activismo gubernamental con la superación de la crisis se convertirá en un doloroso espejismo.

De momento, los fundamentalistas del intervencionismo macro y microeconómico disfrutan de una efímera gloria. En poco tiempo veremos cómo las fuerzas desestabilizadoras desatadas por la aplicación de sus propuestas hacen imprescindible volver a la disciplina monetaria y fiscal así como a políticas de oferta consistentes para recuperar la senda de la prosperidad. Entre tanto hay que dejarles sacar pecho, certificar el fin del liberalismo económico, el crepúsculo del capitalismo salvaje y demás zarandajas y tópicos de su viejo y gastado repertorio. Da igual. La realidad es terca y antes o después termina por imponerse. La paradoja de esta crisis, ya lo verán, es que va a suponer el fracaso y el descrédito final del keynesianismo cañí, de esa singular y tóxica mezcla de intervencionismo macro y microeconómico, mala práctica derivada de una mala teoría.

La racionalidad de los agentes económicos no opera en abstracto sino en un entorno institucional dado y éste puede incentivar y/o producir resultados ineficientes si está mal diseñado. Si las reglas del juego están mal diseñadas, el juego de suma positiva y la armonización de intereses que tiende a producir la búsqueda del interés propio en un mercado competitivo se debilita o incluso puede tender a desaparecer. Eso no refleja irracionalidad sino todo lo contrario: el ajuste de la razón a las circunstancias.

**Lorenzo Bernaldo de Quirós es presidente de Freemarket International Consulting en Madrid, España y académico asociado del Cato Institute.

El Cato (Estados Unidos)

 



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