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06/08/2009 | Sobre Latinoamérica

Álvaro Enrigue

Como siempre, el problema viene de la manía escolástica de clasificar, que de algún modo se quedó grabada en las cadenas genéticas de los occidentales. Esto en caso, por supuesto, de que los latinoamericanos seamos occidentales —a menudo me pregunto si no seremos más bien unos hindúes monoteístas, unos chinos con Narciso hiperdesarrollado o unos bosquimanos con lentes de pasta— ¿No ganamos una guerra estupenda que empezó hace 199 años para poder ser lo que se nos antojara en el lugar en que se nos diera la gana?.

 

De dónde, entonces, tanta urgencia tan poco satisfecha porque todos tengamos gobiernos parecidísimos y nos vendamos cosas sólo entre nosotros. A veces tengo la impresión de que ser latinoamericano es fundamentalmente un talismán —cuya fortuna no está, por cierto, probada—; algo que sobrevive precisamente porque nunca ha habido las condiciones para que exista. Latinoamérica es como Dios: ni consta ni sirve de mucho.

¿Se podrá, por ejemplo, ser de derecha y ser latinoamericano? Sospecho que no, que si uno vota un partido de la tendencia que elegantemente se ha venido a llamar liberal aunque sea conservadora, uno es nomás un tico o un chileno. ¿Qué pasa si se prefiere viajar con maleta de rueditas y quedarse en un humilde Holiday Inn en lugar de hacerlo en un autobús horrendo hasta una playa virgen más bien infecta? Pum: las venas de uno seguro están cerradas. Decía mi abuelo, que peleó una guerra ideológica y la perdió para mayor leyenda: Soy comunista, no franciscano. A 20 años justos del fin de la Guerra Fría, todavía se complica decir: soy latinoamericano, no pandra.

Y está el asunto de la autoimagen: ¿qué tal si prefiero utilizar lentes discretos y los uso sólo porque necesito ver mejor?, ¿qué tal si me afeito todos los días y no tengo el pelo raro?, ¿si no uso sudaderas de hilo o camisetas negras? A mis ya decadentes 40 años, tengo un trabajo que se puede hacer mejor si me visto con traje y corbata. Eso me hace sentir —contra mi voluntad, lo juro— escasamente latinoamericano.

Para la generación del 68, ser latinoamericano dejó de ser un problema de mercados y equilibrios políticos entre capital humano y presencia internacional para pasar a un asunto de afirmación ideológica que demandaba cierto tipo de moda, cierta clase de música, lecturas bien determinadas, posiciones políticas vagas pero convincentes. La generación que siguió cristalizó esa manera novedosa de vivir en una forma de sentirse bien con uno mismo. Un caso como el de los izquierdistas gringos de postín —los hay genuinos— que ponen su calcomanía de Free Tibet en la defensa del coche sin considerar que, a fin de cuentas, están demandando la sustitución de una dictadura civil por una teocrática. ¿Los tibetanos tendrán calcomanías que digan Free Mexico para que nos vuelva a gobernar un obispo?

Ahora bien: siempre está ahí la pared de la realidad para arruinar la frágil estructura del sarcasmo cuando por fin se está poniendo divertido inflingirlo. El problema real es que Latinoamérica sí existe. Es una región claramente identificada consigo misma en la que se comparte una lengua franca, un pasado imperial, una serie de creencias religiosas mayoritarias y escalas de valores que son más equiparables entre sí que con respecto a otras regiones.

Como todas las identidades, la nuestra funciona sólo por vía negativa: está ahí más para señalar que no somos todo lo demás que nos arremete.

Sobran argumentos para afirmar que un latinoamericano ya no es alguien que la prefiere compartida antes de cambiar su vida, aunque las percepciones interna y externa de lo que sea que seamos lo siga demandando. Ser latinoamericano es una cosa distinta importante cuando uno se pregunta sobre si en términos mercantiles, cuando uno vende intangibles. Nos hemos convertido en una marca exclusiva en el sentido más puro del término: una estrategia de discriminación positiva que se acepta de forma voluntaria. De ahí que a pesar de todo la literatura latinoamericana sí exista.

El Universal (Mexico)

 


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