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08/08/2009 | Argentina - La politización del campo

James Neilson

Cristina Kirchner y su marido se equivocan si creen que lo único que le interesa al campo es el dinero. Lo que está en juego es algo mucho más importante: mal que les pese a los dos, la dirigencia ruralista está impulsando un “proyecto nacional” que es muy distinto del que ellos imaginan.

 

Aunque la Argentina es un país agroganadero por antonomasia, célebre en el resto del mundo por su feracidad extraordinaria, desde comienzos del siglo pasado una proporción creciente de la población urbana, en especial la conformada por quienes se suponen intelectuales, procura convencerse de que depender tanto de los productos del suelo es motivo de vergüenza.

La propaganda en tal sentido, fruto de las lucubraciones de miles de ideólogos, ha calado hondo. Puesto que la versión decimonónica del capitalismo de los amigos dio pie al protagonismo de estancieros ricos de gustos parisienses, a los progres de antes les resultó muy fácil pintar el campo como un lugar ajeno al resto del país, un territorio ocupado por oligarcas feudales vinculados con imperios foráneos que les era necesario conquistar.

Huelga decir que los Kirchner comparten plenamente tal mentalidad. Para ellos, la caricatura que fue elaborada a través de los años por polemistas a su entender avanzados refleja la Argentina real, de ahí las diatribas extravagantes con las que el año pasado intentaban reivindicar el odio que sienten por todo lo relacionado con el campo.

Es llamativa la diferencia entre la actitud no sólo de los Kirchner sino también de muchos otros hacia las actividades rurales y aquella de sus equivalentes de los países desarrollados. Franceses, alemanes, ingleses, estadounidenses y japoneses, además de canadienses y australianos, propenden a ver en el campo el guardián de las esencias patrias. Lejos de soñar con ponerlo de rodillas, están dispuestos a gastar sumas colosales para que pueda resistirse a la competencia extranjera. Los motivos no son sólo económicos, sociales o “estratégicos”. También son culturales. Con nostalgia virgiliana, en los países industrializados muchos dan por descontado que los agricultores son más auténticos, más “humanos”, que los habitantes de las ciudades y que por lo tanto hay que protegerlos contra las embestidas de la modernidad con subsidios y medidas destinadas a mantener a raya las siniestras fuerzas del mercado.

El resultado un tanto paradójico de dicha diferencia es que mientras que el Gobierno argentino se ha puesto a destruir la parte más competitiva de la economía nacional por suponerla indigna de un “país normal”, quienes encarnan la “normalidad” a la que aspira insisten en ayudar a la agricultura local, a costa de miles de millones de dólares anuales, incluso cuando su aporte a la economía sea relativamente menor. Desde el punto de vista de los europeos, la manía argentina por automutilarse es muy positiva: su alianza informal con políticos como los Kirchner les ahorra la necesidad de erigir barreras proteccionistas aún más altas que las existentes.

Así las cosas, lo sorprendente no es que la Argentina rural se haya alzado en rebelión contra una pareja de ideólogos que a juzgar por su conducta festejarían la amputación definitiva de la parte más productiva del país; lo sorprendente es que se haya demorado tanto tiempo para hacerlo. ¿Qué quiere el campo, pues? La respuesta es sencilla. Quiere que se lo respete y que por fin el Gobierno, la clase política nacional y el resto de la población reconozcan que forma una parte integral de la Argentina y que a esta altura no tiene sentido tratarlo como si constituyera sólo una fuente inagotable, además de extranjerizante, de ingresos al servicio del poder de turno. Al fin y al cabo, lo entiendan o no los Kirchner y quienes piensan como ellos, se fueron hace mucho tiempo los días de la llamada aristocracia vacuna. En la actualidad, ocupan su lugar una multitud de empresarios, algunos grandes, otros muy chicos, que aprovechan las ventajas brindadas por la tecnología más reciente, y chacareros, muchos de ellos muy pobres, que luchan diariamente por sobrevivir.

Habrá tenido algo así en mente el presidente de la Sociedad Rural Argentina, Hugo Biolcati, cuando para molestia del Gobierno afirmó hace una semana que el campo “dejó de ser una mansa vaca lechera que se deja ordeñar para cubrir el costo de la ineficiencia y las políticas equivocadas” de un “predador insaciable, el Estado”. Como muchos otros últimamente, Biolcati se preguntó: “¿Por qué el 27 por ciento de los argentinos padece hambre si el campo es una enorme fábrica de alimentos y entregó, en estos últimos siete años, 30.000 millones de dólares que iban a aplicarse en planes sociales?”

Puede que sea injusto atribuir la pobreza en que vive casi la mitad de los habitantes del país sólo a los errores cometidos por los Kirchner, porque la tradición que representan los santacruceños echó raíces bien antes de que irrumpieran tan atropelladamente en el escenario nacional, pero no cabe duda de que detrás de la paradoja que señaló Biolcati está la manera de pensar representada hoy en día por la pareja gobernante que una y otra vez ha frenado el desarrollo del campo.

Como los mandatarios de países petroleros, los Kirchner se preocupan sólo por el reparto, ya que no les interesa la producción, y se creen con derecho a apoderarse de los recursos que necesitan para mantener satisfechos a la gran clientela nacional. Por desgracia, no son los únicos que se aferran a una modalidad que se parece bastante a la vigente en el Imperio Romano en que “un estado predador” se encargaba de subsidiar a millones de personas que en términos económicos eran incapaces de valerse por sí mismas. El orden social argentino se ha visto determinado por el “modelo” así conformado; remplazarlo por otro más apropiado para el siglo XXI, uno en que el rol del campo no sea el de la “vaca lechera”, requeriría toda una revolución cultural.

Pues bien: una ya está en marcha. Acaso la consecuencia más significante del conflicto desatado hace un año por lo de las retenciones móviles ha sido la toma de conciencia por parte de la clase media urbana de la importancia fundamental del campo. Aunque la solidaridad manifestada por los porteños y otros hacia los productores rurales se debió más que nada a la hostilidad compartida hacia la prepotencia y los desvaríos ideológicos de los santacruceños, esto no quiere decir que sólo haya sido cuestión de un acercamiento pasajero.

Por primera vez en mucho tiempo, millones de personas se vieron constreñidas a pensar en el papel que debería desempeñar el campo en el conjunto nacional, lo que, combinado con la sensación ya difundida de que las ideologías que han predominado en el país durante tantas décadas están terriblemente equivocadas –las protestas de quienes gritaban “que se vayan todos” fueron un síntoma del malestar resultante–, ha brindado a los ruralistas una oportunidad para participar como protagonistas en lo que podría ser la creación de un nuevo movimiento político que, entre otras cosas, supere las divisiones nefastas que a través del siglo pasado fueron provocadas por individuos de mentalidad afín a la de los Kirchner y los intelectuales orgánicos del oficialismo.

El discurso que pronunció Biolcati al inaugurar la edición más reciente de la Exposición de Palermo llamó la atención por su fuerte contenido político. Apenas aludió a los problemas puntuales que figuran en el “diálogo” con funcionarios del Gobierno. Y en los días siguientes, los líderes rurales se reunieron con los jefes de PRO, la UCR, la Coalición Cívica y la disidencia peronista con el propósito de acordar una estrategia parlamentaria común que les permita reducir drásticamente el poder discrecional que los Kirchner creen es suyo por derecho divino. El año pasado, Cristina, recién favorecida por una cantidad impresionante de votos, desafió al campo a probar suerte en la arena política, tal vez por suponer que los prejuicios de quienes ya la ocupaban resultarían más que suficientes como para obligarlos a ceder. No pudo saberlo, pero al aceptar su consejo, los hombres del campo emprendieron un camino que los llevaría a un lugar de privilegio en el mundillo político.

Lo mismo que los demás integrantes de la Mesa de Enlace, el presidente de la Sociedad Rural comprende que si bien todos los detalles impositivos y burocráticos son negociables, en última instancia lo que más importa es el clima imperante. Mientras quienes gobiernan el país traten al agro como un enemigo a batir, cualquier acuerdo surgido del “diálogo” será meramente provisorio, un armisticio pasajero que ambos bandos aprovecharán preparándose para la batalla próxima. A esta altura, el porcentaje de las retenciones a la soja, las esporádicas y caprichosas vedas a la exportación, los eventuales subsidios para los tamberos y así por el estilo son lo de menos. Para que se ponga fin al enfrentamiento absurdo entre el campo y un gobierno que lo confunde con las Fuerzas Armadas de otros tiempos, habrá que echar al basural de la historia una forma de pensar que, luego de haber hecho de la Argentina el mayor fracaso colectivo del siglo XX –para muchos el menos explicable–, sigue provocando estragos devastadores en el siglo XXI. Puesto que los exponentes principales y más locuaces de dicha forma de pensar son los Kirchner, parece inevitable que el conflicto con el campo marque con fuego la fase final de su gestión.

Revista Noticias (Argentina)

 


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