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12/08/2009 | Terrorismo fascista

Juan Ramón Martínez

En algún lugar del mundo las llaman “turbas divinas”. Aquí les dicen turbas “melignas”. Habrá que buscarles un nombre más mundano y más laico fuera de otras características, en que destaca su fuerte tono anticristiano y anticatólico que exhiben por su odio y su rencor en contra del cardenal Rodríguez que, no sólo es orgullo de la totalidad de los hondureños, sino que de la mayoría de los cristianos del continente y del mundo.

 

Pero al margen del nombre que se les dé, no se puede obviar su carácter fascista. Y su afán odioso por acallar los derechos que tienen los otros para expresar sus ideas en público, para disentir de lo que ellos creen que no es la verdad; y para ofrecerle a la sociedad, alternativas frescas para mejorar las cosas, muchas de ellas deliberadamente deterioradas por la conducta irregular de quienes animan estas expresiones de “democracia anárquica y callejera”.

Pero además, sus líderes, exhiben un peligroso afán sectario, en que desde la ingenuidad militante, se califican como los mejores de la sociedad, los sanos blancos y puros que, por ello, tienen el deber divino de calificar como innobles e indecentes a los demás. Por ello es que, poco les interesa quedar bien con nadie. Son odiosos, de forma deliberada, en contra de todos, incluso de los que de manera disimulada tratan de animarlos y defenderlos. Su afán perverso, porque el fin es buscar el amedrentamiento de la disidencia, la destrucción de la libertad individual y la supresión de la expresión particular en dirección a que aquí sólo haya una opinión: La del gobierno suyo. Ello los coloca, inevitablemente frente a todos. Llamados al final, a quedarse amargamente solos.

Fredis Cerrato, nos adelantó, en forma alterada, que si no íbamos hacia el pueblo, éste llegaría en forma violenta a gritarnos en nuestra casa. No tomamos en serio la afirmación, tanto porque conocía su falta de control temperamental, como porque para entonces –el 25 de mayo recién pasado,  minutos antes que a Zelaya se le olvidara el Padre Nuestro– esperaba que se forjara algún tipo de acuerdo para que la clase política le perdonara los actos de corrupción al gobierno del Poder Ciudadano. Una vez que se cerró sobre el tobillo de Zelaya, el grillete automático del sistema legal, los líderes del régimen, que en algunos momentos se justifican con citas políticas, que van desde Trosky hasta Marx, pasando por Shopenhauer y Haya de la Torre, han iniciado una suerte de terrorismo mediático, con el cual quieren frenar la crecida oposición que ganó el régimen de Zelaya; y, disminuir el impacto que provoca a su gestión, que rebota como respaldo al sistema constitucional que opera actualmente y que dirige Roberto Micheletti.

Los vociferantes manifestantes, cargados de piedras y de instrumentos de burda escritura, buscan destruir bienes privados y amedrentar a empresarios, políticos, periodistas y analistas políticos, a los que consideran que se han comportado críticos con las propuestas de un gobierno alocado que aunque hablaba de protección y defensa de los derechos de participación del pueblo, lo que buscaba –como se ha visto– era defenderse a sí mismo de la retina exigente del sistema judicial que, después de muchos años de esfuerzos, ha empezado a salir del comercio político, para luchar en contra de la corrupción. Y castigar a los que han hecho de su práctica, el medio más desgraciado para comprometer el futuro de los hondureños, empobreciendo a las mayorías. No ejercen la libertad de expresión, sino que defienden el uso del terror como fórmula de gobierno. Igual que lo hiciera Hitler y Musouline, para doblegar, controlar y eliminar a sus adversarios.

Para los fascistas, la democracia es una expresión de debilidad cristiana, en la que se ofrece una fórmula igualitaria que, consideran inaceptable. Hitler más que el caudillo italiano, creía que la igualdad de los hombres era un mito. Y que había que imponer la superioridad de los arios, por encima de grupos y razas inferiores, como los judíos, los gitanos y los mestizos. Aquí, todavía no se llega a esos extremos. Aún cuando no dejamos de escandalizarnos cuando se escribe en las paredes que hay que “matar un turco”. Y que con ello, se “forjará” una patria mejor. Las condenas en contra de Ferrari, Canahuati, Flores, Renato Álvarez, Wong Arévalo, Melgar y otros más, no tiene otro fin que el rechazo por el ejercicio de la libertad de expresión que en un régimen autoritario como el que defienden –y que estaban dispuestos a imponernos–, para que todos nos sometiéramos a la obligación de celebrar las gracias de los dirigentes, exaltar sus obras, animar el culto a la personalidad del caudillo y predicar la sumisión a la superioridad del gobierno. Volviéndonos instrumentos suyos y celebradores de sus glorias falsas.

La Tribuna (Honduras)

 


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