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19/09/2009 | Alemania, veinte años después

Ignacio Sotelo

Tras la caída del Muro de Berlín, Kohl pactó con Gorbachov una rápida reunificación alemana. El oeste absorbió al este. Aquello impulsó en todo el mundo el tránsito del capitalismo productivo al especulativo.

 

Pocas semanas después de las elecciones generales del 27 de septiembre, se conmemora, seguro que con gran boato, el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín, acontecimiento que en 1990 transformó la República de Bonn en la que se ha dado en llamar República de Berlín. ¿Qué cambios, políticos, sociales, culturales, ha traído consigo la nueva República Federal de Alemania?

Todo el mundo pensaba que, recuperada la democracia en la Alemania Oriental, ambos Estados negociarían el camino de la unificación. A los 20 días de la caída del Muro, el canciller Kohl presentó un plan de 10 puntos, en el que, pese a ser muy consciente del riesgo que corría en un contexto internacional marcado por la crisis interna de la Unión Soviética, daba por descontado que el proceso duraría varios años. La unificación llegaría, pero nadie sabía cómo ni cuándo.

Empero, muy pronto se esfumó el modelo de unificación que se había manejado durante decenios, como si sólo hubiera sido la vana ilusión de una izquierda que apostaba por una "tercera vía" que, en una Alemania unida, reuniese lo mejor del capitalismo y del socialismo.

Tres factores cambiaron en pocas semanas la dirección del proceso. 1.- En cuanto se abrió la frontera, se inició un éxodo hacia occidente -medio millón de personas hasta las elecciones de marzo de 1990- que, dada la dependencia económica de la RDA de un COMECON (1949-1991) a punto de desmoronarse, se suponía que iría en rápido aumento. 2.- La victoria de la democracia cristiana en las primeras y únicas elecciones libres de la RDA mostró la voluntad mayoritaria de integrarse lo antes posible y sin condiciones en la República Federal. 3.- A la renuencia de los aliados europeos a convivir en un futuro próximo con una Alemania unida -sobre todo la Francia de Mitterrand y el Reino Unido de Thatcher- hay que añadir que Estados Unidos apoyaba el proceso únicamente si Alemania permanecía en la OTAN y en la Comunidad Europea, dos condiciones a las que la Unión Soviética siempre se había opuesto.

La unificación fue posible en un tiempo récord gracias a que Kohl negoció sólo con Gorbachov, llegando a un acuerdo por el que la Unión Soviética reconocía la soberanía plena de la Alemania unida para mantener las alianzas que considerase oportunas, y Alemania aceptaba las condiciones de la Unión Soviética, concernientes a la prohibición de armas nucleares, biológicas y químicas, a una reducción de sus Ejércitos a un máximo de 370.000 soldados -los de los dos Estados sumaban 530.000-, y a que, además, corriese con los costos que ocasionase la salida de los 400.000 efectivos soviéticos de Alemania Oriental.

Desde un primer momento Alemania supo que la unificación iba a costar mucho, aunque luego el precio resultase muchísimo más alto de lo calculado. La primera consecuencia de la unificación fue económica. Aunque se ampliase el mercado interno, un enorme gasto público ralentizó el crecimiento durante muchos años. Lo más llamativo es que muy pocos se opusieron por los costos que se preveían, pero estos explican que la euforia en el oeste fuese mucho menor que en el este. A pesar de la crítica aniquiladora del nacionalismo que trajo consigo la derrota en la II Guerra Mundial, el sentimiento de constituir una nación estaba lo bastante arraigado para que un altísimo gasto público no fuese un impedimento.

Hay que recalcar que la unificación se llevó a cabo tratando de reducir a un mínimo las mudanzas en la vieja República Federal. Si hubo disposición a pagar lo que fuese necesario, no la hubo, en cambio, a modificar ni un ápice las estructuras económicas, sociales y políticas existentes, aunque ello implicase forzar a la antigua RDA a encajar en el modelo occidental. En vez de una negociación entre los dos Estados para configurar uno nuevo, se recurrió al artículo 23 de la Ley Fundamental de Bonn que permitía anexionar cada uno de los cinco Estados Federados en los que la república unitaria del este se había autodisuelto.

Se renunciaba con ello a la que había sido la más traída y llevada aspiración del pueblo alemán: recobrada la soberanía, darse por fin una Constitución. A la Ley Fundamental vigente no se la considera tal porque en su elaboración no participaron representantes de todo el pueblo alemán, ni los aliados occidentales permitieron que fuese ratificada en referéndum. La Constitución alemana de facto carece de legitimidad en el sentido más estricto, pero soportar esta deficiencia era imprescindible para garantizar que nada cambiase.

Aún así, en estos últimos veinte años los cambios ocurridos han sido muchos y significativos. Entre los de mayor alcance, hay que mencionar la catástrofe demográfica de los nuevos Estados federados. La rápida unificación no evitó que la población menor de 50 años, mejor preparada, siguiese emigrando. A pesar de las cantidades ingentes gastadas en modernizar las infraestructuras, la emigración y una reducción a la mitad del que ya era el índice de natalidad más bajo del mundo han supuesto dos decenios más tarde una pérdida de 2 millones de habitantes de los 16 millones que tenía la RDA. El hundimiento forzado de la economía oriental ha vaciado algunas ciudades hasta el punto de que hubo que poner en marcha un programa para sufragar parte de los costos de demolición de más de un millón de viviendas desocupadas. Una disminución tan drástica de la población no ha impedido, sin embargo, que los nuevos Estados den las cifras más altas de desempleo y población jubilada.

La unificación por la vía rápida empezó por cambiar un marco oriental supervalorado para alegría inmediata de la población del este que veía salvados sus pequeños ahorros, pero con la consecuencia querida de desmantelar de un plumazo toda la economía de la antigua RDA. En un primer momento una buena parte de la población se quedó sin puesto de trabajo, pero la "economía de mercado" pronto los iría creando. Empero, enormes inversiones públicas no han podido hacer realidad las promesas y falsas expectativas de entonces. Ello porque los nuevos Estados han tenido que competir en un mundo globalizado con la Alemania Occidental, cuya capacidad productiva bastaba, y sigue bastando, para abastecer a todo el país, y estar además entre los primeros exportadores del mundo.

El 17 de junio de 1990, todavía en la RDA, se creó una institución estatal (Treuhandanstalt) encargada de privatizar las empresas y propiedades estatales que, considerablemente ampliada después de la unificación, pasó a depender del Ministerio de Hacienda. Las empresas fueron vendidas en su mayor parte a empresas alemanas -se justificó diciendo que había que evitar que cayesen en manos japonesas- pero los nuevos propietarios se apresuraron a cerrarlas, para evitar que un día pudieran competir con las occidentales, o simplemente para luego vender el suelo o los edificios.

Los muchos procesos de fraude y estafa que han emergido en estos años -la punta del iceberg- confirman la que ha sido experiencia universal: la privatización de los bienes públicos constituye el mayor negocio para los amigos de los gobernantes. Pero cuando lo que está en venta es un país entero, la corrupción sobrepasa con mucho los contactos personales. El entonces embajador de Argentina me decía: "Algunos llevamos la fama, pero el latrocinio en la privatización supera con mucho lo que cabía esperar de una sociedad como la alemana".

La moral pública y la moral empresarial se amodorran en un proceso de privatización que en el tiempo coincide con la transformación del capitalismo productivo en uno especulativo a partir de los 80. Haber contribuido a la desaparición de los antiguos valores que infundieron un día al capitalismo es la consecuencia de la unificación de que menos se habla, pero probablemente la de mayor calado.

Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología en excedencia

El Paso Times (Estados Unidos)

 



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