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20/09/2009 | La provocación de conflictos

Alberto Benegas Lynch

Ahora que en América latina está tan de moda el llamado “socialismo de siglo XXI” es oportuno reflexionar sobre su aspecto medular cual es la tendencia creciente a colectivizar la propiedad. Marx y Engels han escrito en su célebre manifiesto de 1848 que “pueden sin duda los comunistas resumir toda su teoría en esta sola expresión: abolición de la propiedad privada” y, por el contrario, Ludwig von Mises, uno de los más preclaros exponentes del liberalismo clásico ha puntualizado en 1927 que “el programa del liberalismo, por tanto, está condensado en una sola palabra: propiedad, esto es, la propiedad privada de los medios de producción [...] Todas las otras demandas del liberalismo resultan de esta demanda fundamental”.

 

George Langdon relata como los primeros colonos en tierras que luego se denominarían Estados Unidos de América establecieron un sistema comunista en 1620 ni bien los 120 pasajeros se bajaron del Mayflower para constituir la Colonia Plymouth en Massachussets. En base a las documentaciones proporcionadas por William Bradford se consigna que tres años más tarde los colonos modificaron radicalmente el sistema y abandonaron la propiedad en común debido a las reiteradas hambrunas y las interminables disputas respecto de quien se aprovechaba de quien y a cuáles personas les tocaría que proporción de lo producido. Por ellos es que en el popularizado día de acción de gracias, la línea más común en las plegarias es la referencia a la libertad que permite disfrutar de lo que se tiene.

Lo mismo ocurrió en cuanto a la transición de un sistema a otro en algunas de las tribus primitivas, tal como lo describe Harold Demsetz en su ya clásico ensayo Toward a Theory of Property Rights de 1967 en el que muestra como una comunidad de indígenas canadiense resolvió adoptar el sistema de propiedad privada al efecto de evitar los antedichos aprovechamientos, derroches y asignación deficiente de los recursos disponibles. Al año siguiente un profesor de ecología, Garret Hardin, bautizó el fenómeno de la propiedad comunal y todos sus descalabros como “la tragedia de los comunes”.

Cuatrocientos años antes de Cristo, Aristóteles se había referido al tema pero, contemporáneamente y en términos técnicos modernos, Tom Bethel descubrió que esto se había llevado a cabo en una conferencia en la Universidad de Oxford, en 1832, pronunciada por William Forster Lloyd. Pero más interesante aún es que en el trabajo de Bethel se pone de manifiesto como, por ejemplo, en la Unión Soviética, cuando se decidió obligar a distintas personas y familias a compartir viviendas, la expresión “vecino” se convirtió en una pesadilla insoportable puesto que las trifulcas eran permanentes por el uso común de los adminículos más insignificantes y la consiguiente ruina de las instalaciones. Esto debe contrarrestarse con la amabilidad de vecinos que poseen sus viviendas, las que mantienen en el mejor estado posible incluyendo jardines con cuidadas flores y árboles bien mantenidos.

La propiedad privada hace posible la aparición de precios de mercado, los cuales, a su vez, permiten la contabilidad y la evaluación de proyectos sin lo cual no resulta concebible conocer si se está consumiendo capital o incrementándolo. Los cuadros de resultado van indicando cuando se acierta en las preferencias de los demás y cuando se yerra en el camino. De este modo los siempre escasos factores de producción se van asignando a las manos más eficientes.

Los precios trasmiten información dispersa y fraccionada al efecto de coordinar la producción. Tal como ha explicado Leonard Read, la producción de un simple lápiz requiere de millones de arreglos contractuales y conocimientos que solo se encuentran en las personas en el sitio y que incluso, a veces, no es posible articular. Imaginemos, nos dice Read, en la producción del lápiz, las innumerables tareas de forestación y reforestación con programas productivos que demandan veinte o treinta años, las múltiples operaciones bancarias, las sierras y demás maquinaria, la construcción de galpones, hornos y piletas, la producción e importación de caucho para la goma del lápiz, las minas de carbón etc. El operario del aserradero, el gerente del banco o el trabajador en la producción de caucho no piensan en el producto final. Cada uno está concentrado en su labor específica y sin embargo el producto final está en las góndolas a disposición del consumidor.

Por el contrario, cuando la arrogancia del planificador entera en escena, los precios se alteran y la descoordinación es el resultado inevitable. Dejando de lado los aspectos fundamentales del tratamiento infrahumano, de las torturas y matanzas, la caída del Muro de Berlín se debió a que el ataque a la propiedad privada no permitía la subsistencia: donde no hay propiedad no hay precios y, por ende, es imposible el cálculo económico. Y no es necesaria la completa abolición de la propiedad privada para que aparezca el problema, en la medida en que se afecte esa institución, en esa medida surgen los desajustes. Es entonces bueno que los patrocinadores del socialismo cavernario se anoticien de la historia y de la economía para proceder en consecuencia, puesto que al emprenderla contra la propiedad sientan las bases para un estado de conflicto permanente.

Cierro esta nota con una manifestación que ilustra magníficamente el espíritu del argumento que hemos presentado en estas líneas, formulada en su oportunidad por Joseph Sommers, Presidente de la Universidad de Harvard, en el sentido de que “nadie ha lavado un automóvil alquilado”.

El Cato (Estados Unidos)

 


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