De este modo puede entenderse la conducta de quienes resultaran víctimas de tragedias y de los familiares que deben asumir irreparables pérdidas. Cada cuál convive como puede con el dolor y no es dable juzgar modos o maneras, sin embargo, en la Argentina, la falta de normas y reglas fijas, la carencia de un régimen de gobierno capaz de respetar la independencia de poderes y la politiquería, siempre a la vuelta de la esquina, logran que el dolor se viva con inusitada violencia.

No hay límites, cualquiera puede erigirse culpable sin que se lo sea y la necesidad de justicia toma por carriles considerablemente distantes a los que debiera.

Asimismo, el uso de la tragedia ha pasado a ser una constante para nuestra dirigencia política. La sangre se erige como herramienta. Los muertos se tornan tema para el debate absurdo y sin ideas. Cada sector aparece manipulando a conveniencia la arenga. Pasó y pasa con las víctimas de los setenta. Pasó durante el motín carcelario de Coronda. Pasó y sigue pasando con el atentado a la AMIA. Hoy sucede con el caso Cromañon, mañana, sabrá Dios...

Lo cierto es que no hay una política de emergencias capaz de sustituir la acción anárquica a la que son conducidas las víctimas y sus familias, no hay representación válida que opere ante los tribunales donde debe administrarse justicia, no hay contención que valga. El Estado en estos casos, siempre está ausente u obra con sesgo oportunista lo cuál favorece a una mayor apertura de heridas.

La búsqueda de la verdad es llevada por caminos de mentiras y falacias. Los eufemismos ganan la calle y la opinión pública se manifiesta como si fuera juez y parte en la escena. ¿Hasta qué punto es lícito que la sociedad, indiscriminadamente, ejerza esa tarea?

Recientemente en Inglaterra, un atentado terrorista dejó un saldo considerable de muertos. Quién se aventuró a investigar los hechos fue la mismísima policía con resultados eficaces para esa tarea, el resto le queda al Poder Judicial.

No hay grupos ejerciendo justicia por sí mismos, no hay rebeliones ni gritos en las calles. No hay escarches. En medio de los vicios que siempre puede tener el sistema prima, sin embargo, la confianza en las instituciones. El dolor puede seguir siendo exclusivo de cada familia sin necesidad de colectivizarse y politizarse como sucede en la Argentina.

Acá, ante un hecho trágico la confusión de roles es magnánima. La policía termina siendo investigada, los servicios sanitarios o de emergencia son puestos en tela de juicio y en ese trance todos son culpables. No hay un escenario de los hechos donde puedan llevarse a cabo peritajes porque los santuarios populares se entrometen -con o sin derecho- para cobijar dolores y desgarros. ¿Es bueno que suceda esto? ¿Aporta algo?

Está visto que hay un marco institucional que permite que estas reacciones desmedidas a simple vista estén a la orden del día. Pasan los meses y los años y no hay nunca culpables entre rejas. Cerrar heridas en este marco es una utopía.

La coherencia se ciega. Y el Estado, entretanto, sigue sin dar respuestas. En el caso Cromañon, se llamó a varios analistas para asistir a los familiares de las víctimas y se puso en medio mucho dinero. El psicoanalista Volpovich admitió recientemente que “Rosatti tomó personalmente el caso, empezó a llamar a psicólogos para trabajar con los familiares y los sobrevivientes, y apareció una enorme cantidad de dinero que se ha hecho evidente en el grupo de padres que están viviendo de pronto de ese dinero y siendo funcionales, quiérase o no, a la política de Kirchner”

En este des-orden de cosas, al dolor se suma inevitablemente la indignación. Es entonces cuando las protestas y los reclamos legítimos sin lugar a dudas terminan judicializándose, politizándose. Se forman asambleas, grupos, centros de apoyo y contención extra oficiales que son muchas veces captados por los radares de la política para sacar provecho de los mismos. En esos conglomerados o reductos, la política encuentra carne de cañón para promocionarse o cumplir un rol opositor.

Así es como se manipula hasta tal punto los hechos que se pierde noción de lo que pasó y cómo pasó. Los culpables descansan entre una legislación en extremo alejada de las necesidades sociales y la furia no desciende. Todo parece legítimo y sólo lo es, en rigor, lo que motivó inicialmente el repudio de la gente. El resto se desvirtúa. Todo vale: los escarches que imbécilmente, ciertos medios, consideran sólo lícitos cuando se aplican a “terroristas de Estado” (otro eufemismo típicamente argentino) o cuando bajo el nombre de “Boicots” son mandados por el poder de turno para bloquear accesos a empresas privadas. Como si hubiese acaso ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda...

Cualquier pretexto es bueno para la agresión. Una manera de descarga, una catarsis mal hecha o una estrategia política encubierta.

La solución a estos acontecimientos tiene, sin lugar a dudas, nombres y apellidos. No es posible que se armen tribunales populares ni que la justicia termine desvirtuándose en reclamos. Por qué derivan en distintos atropellos los hechos trágicos en la Argentina y cómo poner punto final a ello no puede ser sólo algo que se relegue al tiempo