El río humano es kilométrico y se mueve lentamente en las carreteras que llevan a las afueras de la ciudad. Por auto, en camioneta o simplemente a pie, con colchones, muebles y hasta familiares en la espalda, la gente busca escapar de la trampa mortal en la que esta ciudad, la primera capital independiente de América, se ha transformado dos días después del más devastador sismo de su historia.

Para ricos y pobres la consigna es dejar Puerto Principe de inmediato, algo que para muchos es y ha sido imposible sin importar el dinero o la posición. Porque el temblor ha tenido un efecto igualador: agolpados a las puertas del Aeropuerto Internacional Toussaint Louverture, centenares de haitianos de las clases pudientes fueron rechazados por la Policía Nacional y debieron pasar la noche en la calle ante la cancelación de todos los vuelos civiles.

“La ciudad está totalmente devastada”, admitió el embajador de México en Haití, Everardo Ruiz Juárez quien adelantó que elevará al gobierno mexicano una petición de “extrema urgencia” para que se incrementen las ayudas ofrecidas a esta nación caribeña, la más pobre de todo el continente.

“Estamos en una situación mucho peor de lo que se imaginaba”, dijo. Por la tarde, arribó el primer vuelo mexicano de asistencia, cargado con 40 toneladas de víveres, a los que se suman expertos en protección civil de la Secretaría de Gobernación y un equipo diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Se espera que los vuelos de la Fuerza Aérea Mexicana se repitan cada 18 horas, como parte de un puente internacional que trajo ayer en cascada a decenas de aviones de Estados Unidos, China, Chile, Brasil, Perú, Francia y Bélgica cargados de alimentos y, especialmente, de rescatistas a los que se ha encargado la tarea de encontrar, entre los fierros retorcidos y concreto despedazado.

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Para quienes están atrapados en el cascarón metropolitano, a los riesgos de la rapiña, la escasez de víveres y las constantes réplicas de pequeños sismos se suman ya los de posibles epidemias debido al altísimo número de muertos que permanecen entre los escombros y en la vía pública, ante una autoridad local e internacional que han sido completamente rebasadas y que no pueden, ni siquiera, estimar el número de víctimas fatales todavía.

“Otre mort, et otre, et otre”, narra un conductor de taxi que se desplaza por lo que alguna vez fue la avenida Delmas, una de las más desarrolladas en un país que ostenta niveles de subdesarrollo que rivalizan con África subsahariana. En las banquetas los cuerpos comienzan a podrirse.

Y ahora, al largo listado de tragedias que azota a la ciudad, también se hace presente la desesperanza. “Dios es el camino”, reza una de las tantas iglesias que salpican la ciudad. En letras de graffiti hay una respuesta fresca, producto del infierno que ha consumido a Haití en las últimas horas: “Dios se ha ido”.

Ido, desaparecido o jamás presente, lo cierto es que las escenas de devastación total se suceden lo mismo al norte, al centro y al sur de la ciudad, en donde residencias, chozas y casas habitación han caído barridas como piezas de dominó, aplastadas, apiladas unas sobre las otras.
La escasez de alimentos ha comenzado a hacer mella entre la población, borrando de golpe las tradicionales líneas de clase que han dividido a esta sociedad por siglos. De 1.80 de altura, Ovra, modelo y actriz de profesión, se ha visto reducida a la indigencia, a rogar por alimento para su hijo.
“Con la escasez esto se va a poner peor”, avizoró un militar argentino, parte de un batallón de cascos azules que fue desplazado de urgencia a Puerto Príncipe desde la ciudad de Gonaives, al este.

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Desprovistos de un techo, miles de hatianos se han lanzado a los principales parques de la ciudad, en busca de refugio. De la nada, favelas de tiendas de campaña, toallas en el piso y plásticos entre los árboles han nacido en jardines y campus universitarios, en los que incontables convalescientes esperan por ayuda médica.

La residencia del primer ministro ha sido transformada también en hospital de campo como resultado de la falta de instalaciones adecuadas. Las operaciones se realizan sin anestesia, bajo la protección de soldados nepalíes de los cascos azules ante posibles disturbios.

Los gritos invaden el ambiente. Una mujer, no mayor a 20 años, fue intervenida de la rodilla a tajo abierto, sujetada por su padre. Metro y medio a la derecha, otra mujer había perdido el conocimiento, su pie destrozado.