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19/01/2010 | ¿En el umbral de una guerra entre Venezuela y Colombia?

Juan Tokatlian

Ambos países están planteándose un peligroso dilema de seguridad y sus conflictos internos podrían desembocar en una guerra.

 

El escalamiento de tensiones entre Colombia y Venezuela obliga a la pregunta: ¿pueden dos países vecinos que no han entrado en guerra durante doscientos años de vida independiente, estar próximos a vivirla? La respuesta a ese interrogante exige ponderar dos cuestiones fundamentales. Por un lado, el modo en que opera el dilema de seguridad entre Estados y, por el otro, evaluar el nexo entre conflicto doméstico y disputas internacionales.

Con respecto a lo primero, el ejemplo colombo-venezolano constituye un caso peculiar de dilema de seguridad. Ese dilema remite a una situación en que las preocupaciones en torno a la seguridad pueden llevar a los dos países a un conflicto bilateral, incluso sin que ninguno lo busque ex profeso.

La dinámica es conocida: el Estado A intenta garantizar su seguridad mediante un conjunto de políticas que involucran el aumento relativo de su presupuesto de defensa, la modernización de su armamento convencional y el reforzamiento de alianzas externas. El Estado B percibe que las políticas desarrolladas por A le producen inseguridad. Por lo tanto, B también acrecienta sus gastos militares, compra más pertrechos y afianza alianzas internacionales. En consecuencia, ahora el Estado A pasa a sentirse inseguro y refuerza las políticas originales. Se extiende entonces la sensación de vulnerabilidad recíproca y se eleva la desconfianza bilateral.

Esta encrucijada es típica de las relaciones internacionales: Alemania y Francia la vivieron hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética la conocieron durante la Guerra Fría, Argentina y Brasil la experimentaron hasta la década del ochenta del siglo pasado, Irán e Irak la configuraron durante varios lustros. Unos dilemas culminaron en guerra, otros fueron administrados y otros se superaron. Hoy persisten los conflictos del pasado entre India y Pakistán, pero ahora con armas nucleares; entre las dos Coreas, como lo muestra un incidente marítimo reciente; entre Perú y Chile, como lo comprueba el estado actual de los vínculos entre Lima y Santiago. Asimismo, y más allá de los gestos recientes entre Washington y Beijing, es evidente que entre Estados Unidos y China se ciernen nuevas encrucijadas y que no es muy factible un G 2 para co-gobernar el sistema mundial. De hecho, la nota prevaleciente en esta coyuntura es el peligroso recrudecimiento de varios dilemas en diversos ámbitos de África, Asia y Latinoamérica.

Entre Bogotá y Caracas

Los dilemas de seguridad no se derivan solo de datos diplomático-militares (gastos, compras, alianzas), sino que se construyen en el plano interestatal y pueden ahondarse entre las sociedades. Un dilema de seguridad es lo que los Estados -y sus respectivas sociedades- quieren que sea.

Si bien el dilema de seguridad entre Bogotá y Caracas no es nuevo ni extravagante, ha logrado un grado de visibilidad y escalamiento que demanda la atención prioritaria de propios y ajenos. El hecho central es que ni Bogotá ni Caracas creen que lo que hace el vecino lo hace en clave de disuasión (deterrence en nomenclatura anglosajona). Lo que parece prevalecer es la percepción de que los dos se proponen la reversión (roll back). Es decir, que Bogotá aspira -con la ayuda de Estados Unidos- a dar marcha atrás a la Revolución Bolivariana de Chávez, y que Caracas pretende -con la ayuda de las Farc- promover la caída del régimen de Seguridad Democrática de Uribe.

Ante tal situación se impone propiciar un esquema de administración del dilema de seguridad en clave disuasiva y evitar a toda costa incidentes que lleven a la confrontación. Las señales, medidas y acciones de ambos lados deben ser más transparentes y sutiles. En buena medida, la opacidad y la ambigüedad han coadyuvado a preocupantes errores de percepción de lado y lado. El hiperpresidencialismo en una y otra capital; la apropiación de la diplomacia de las Cancillerías por parte de los respectivos Ministerios de Defensa; la suplantación del contacto discreto por la elocuencia desafortunada de los micrófonos, entre otros factores, han exacerbado la sospecha y la desconfianza entre las partes. Decisiones unilaterales e inconsultas de ambos gobiernos han potenciado un clima de fricción asfixiante. Las palabras, los gestos y las medidas ponderadas están ausentes. El corolario natural de todo lo anterior es previsible: los vínculos podrían tensarse hasta el punto en que un mínimo incidente conlleve a reacciones desproporcionadas en Caracas o Bogotá.

Es además indispensable establecer un espacio institucional en el que se tramiten mejor las diferencias sin recurrir a la diplomacia grandilocuente. El costo de no hacerlo es igualmente gravoso para los dos: cuando no se renuevan o recrean ámbitos institucionalizados de interacción, el papel de los individuos crece a niveles exagerados y delicados. A su vez, al menos por un tiempo -acordado por las partes- debería sacrificarse la política interna en aras de la política exterior: exacerbar el patriotismo con fines electorales, agitar el nacionalismo para calmar críticas domésticas o producir hechos mediáticos con propósitos personales, deberían ser evitados a toda costa. La irresponsabilidad en esta hora puede tener costos desmesurados en el futuro.

Conflicto interno y guerra externa

Otra manera de abordar la situación generada entre Colombia y Venezuela es analizando el nexo entre conflicto interno y guerra internacional. Los estudios habituales en esta materia remiten a dos tipos de vínculos. Por un lado estarían los ataques distractores; esto es, cuando un país con un conflicto interno acude a una confrontación externa para distraer la atención doméstica. Por otro lado estarían los ataques oportunistas; esto es, cuando un país aprovecha que el vecino vive una situación de conflicto doméstico y recurre a una ofensiva militar para obtener un provecho. El dilatado y degradado conflicto armado colombiano no llevó a un ataque distractor de Bogotá contra sus vecinos, ni estos se valieron de ataques oportunistas contra Colombia.

En vista de lo anterior deben examinarse las investigaciones comparadas recientes para explicar de modo más apropiado el entrelazamiento entre guerra interna y guerra internacional. De acuerdo con esa literatura en ciertos casos se produce lo que se denomina "guerra mediante sustituto" (proxy war): un país respalda a los insurgentes en una nación que padece un conflicto armado con el objetivo de debilitar al vecino y obtener algún beneficio. Asimismo hay disputas que surgen de la naturaleza de los regímenes políticos: el apoyo externo a una insurgencia obedece a que un gobierno considera que en el país vecino, que vive un conflicto armado, predomina una ideología antagónica a la propia. También existen conflictos con componentes irredentos: el país próximo apuntala a la guerrilla porque esta opera en un territorio que el país vecino pretende lograr para sí una vez la lucha armada haya cesado. Por último, se da la injerencia en el conflicto del vecino como manera de retaliación por su sostén a grupos localizados del otro lado de la frontera. En síntesis, en estos casos hay un actor externo que pretende incidir en el conflicto del país próximo y, en consecuencia, ese hecho puede conducir a una confrontación internacional.

Inversamente, un gobierno que enfrenta una situación conflictiva interna puede traspasar los linderos de su vecino para atacar a los rebeldes que usan al país colindante como santuario. Además, un país puede incursionar y retallarse contra el vecino para que este abandone la asistencia a los insurgentes. En resumen, un conflicto interno se internacionaliza porque el país afectado por un enfrentamiento doméstico decide hacerlo.

Finalmente, puede producirse lo que se llama "efecto derrame". Esto sucede cuando el conflicto en un país afecta al vecino en términos de refugiados, costo económico, daño a la infraestructura e impacto ambiental, entre otros. En breve, un conflicto interno genera múltiples dificultades bilaterales que agravan las fricciones entre las partes y puede derivar en una guerra internacional.

En esa dirección, la dinámica doméstica y fronteriza que tiene actualmente el conflicto armado en Colombia y los profundos cambios político-militares en el mundo andino, hacen que el vínculo entre conflicto interno e internacional resulte hoy más probable. Han aumentado los diversos efectos de derrame -refugiados, grupos armados de distinto signo, drogas ilícitas, destrucción ambiental, entre otros- entre Colombia y Venezuela, en especial. La captura en territorio venezolano del supuesto 'Canciller de las Farc', Rodrigo Granda, en diciembre de 2004, y la ejecución en territorio ecuatoriano de 'Raúl Reyes', en marzo de 2008, evidenciaron la voluntad del gobierno colombiano de externalizar el conflicto interno.

La manifiesta oposición de proyectos ideológicos entre Caracas y Bogotá, el uno con un régimen revolucionario con ambición de proyección externa y el otro con un régimen restaurador que se presenta como un modelo de estabilización interno, han elevado las posibilidades de un escalamiento descontrolado. A ello hay que sumar el rol y el impacto de Estados Unidos en las relaciones triangulares entre Bogotá, Caracas y Washington. En este, más que en ningún otro caso de la región, Estados Unidos aparece, simultánea y contradictoriamente, como un referente de orden y como un productor de desorden.

Mediación necesaria

En esta situación resulta obvio que Bogotá y Caracas no podrán atenuar, solitaria y aisladamente, la situación que han creado de manera compartida. Por ello es crucial llamar a terceras partes para que, de modo discreto, faciliten mecanismos para construir un mínimo de confianza y avanzar en un sistema de garantías mutuas. No se trata de mediaciones ampulosas o de propuestas externas ajenas a las necesidades de las partes que viven el dilema de seguridad. Tampoco se trata de recurrir, como equivocadamente ha hecho Bogotá y lo ha ratificado Caracas, al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Es relativamente fácil llevar un tema crítico a su seno pero es ilusorio pensar que dos países periféricos pueden controlar lo que los miembros permanentes puedan decidir: podría abrirse una caja de Pandora en la que intereses estratégicos de otra índole pudieran llevar a una internacionalización negativa de una ya de por sí compleja situación.

En realidad, hay un sinnúmero de experiencias que podrían valorarse y ser adaptadas. A raíz de la crisis de los misiles en Cuba, la Unión Soviética y Estados Unidos acordaron en 1962 establecer un "enlace de comunicación directa" o hot line, como se la conoció popularmente. Se puede revivir la Declaración de Ayacucho de 1974, firmada por los cinco países andinos, más Argentina y Panamá, que procuró, y por un tiempo logró, limitar la adquisición de armas que pudieran tener fines agresivos. En su momento y a solicitud de Argentina y Chile, la Cepal les presentó a los dos países en 2001 -y fue aceptada- una metodología estandarizada común para la medición de gastos de defensa.

A principios de este siglo, a solicitud de Belice y Guatemala, la OEA desarrolló los términos de referencia para que avanzara una conciliación -lo que se alcanzó en 2003- para hallar fórmulas de solución pacífica y definitiva al diferendo marítimo bilateral. En 2008, Unasur aportó a una importante distensión de lo que entonces parecía una crisis inmanejable en Bolivia. A raíz de la reciente creación del Consejo Suramericano de Defensa se dispuso la puesta en marcha de un Centro Suramericano de Estudios Estratégicos que podría tener, como primera tarea y a pedido de Colombia y Venezuela, la presentación de alternativas para prevenir potenciales conflictos bilaterales. Brasil, Paraguay y Argentina han convenido medidas de seguridad conjunta en torno a la zona de la Triple Frontera y han desarrollado un mecanismo de consulta -el llamado 3 más 1-, que mantiene informado a Estados Unidos.

Si la política de Washington frente a Bogotá y Caracas contribuyó a desmejorar las relaciones colombo-venezolanas, le cabe ahora una responsabilidad de apoyar, con suma discreción, mecanismos de distensión entre los gobiernos de Uribe y de Chávez. En su momento, Colombia y Venezuela como parte del Grupo de Contadora -junto a México y Panamá- supieron promover alternativas de resolución a la guerra de baja intensidad que se vivió en los ochenta en América Central.

En síntesis, la prudencia bilateral, la recuperación de vías institucionalizadas de diálogo entre las partes y el acompañamiento externo, serán fundamentales para reducir la prolongada y peligrosa tensión entre Colombia y Venezuela. Por el actual camino que recorren Bogotá y Caracas, los dos países entrarán en una penumbra que puede facilitar, sin que ello sea necesariamente la intención de las partes, un choque inédito y de consecuencias imprevisibles.

**Juan Tokatlian, analista internacional.

Revista Cambio (Colombia)

 


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