La atención médica que necesitan las víctimas del seísmo es la excusa perfecta para trasladar a decenas de personas indocumentadas de Haití a la República Dominicana. Los sin papeles viajan en autobuses, camiones, furgonetas y hasta en ambulancias. Si no están heridos de verdad, empapan sus vendas con sangre de aves para superar los controles militares sin demasiados apuros.

«Los llamados buscones, que van a la caza de braceros para la cosecha de la caña, se dirigen a los hospitales fronterizos para reclutar a los familiares de las víctimas», asegura a este periódico un sacerdote español que trabajó como misionero en la República Dominicana y que denuncia bajo anonimato las «condiciones infrahumanas» en las que viven los peones. Pero al margen de este cura, que sigue teniendo contactos frecuentes con la isla, son muchos los ciudadanos que han denunciado un fuerte incremento en la entrada de inmigrantes irregulares tras el terremoto. El propio Gobierno maneja informes que indican que al menos tres autobuses descargaron a decenas de haitianos en el país. Por eso, el Ejecutivo ha pedido reforzar los controles militares en la frontera. Una iniciativa que de momento no ha logrado contener la huida de haitianos, alentados por la decisión de Santo Domingo de suspender las repatriaciones de todos los sin papeles de esa nacionalidad.

«Antes pagaban unos 50 euros para ser transportados, pero ahora pagan hasta 100. El negocio sale redondo», asegura a Efe Rubén Corcino, que admite haber introducido «sin muchas dificultades» en el país a un grupo de 33 ilegales. Pero no todos los dominicanos comparten este entusiasmo. «Nos están llenando el país de haitianos. Si las autoridades no ponen freno a esto, la cosa se va a poner fea», asegura Benita Monción, que vio cómo 34 clandestinos llegaron en una ambulancia sin ningún tipo de contratiempo.

«La República Dominicana vive una especie de esquizofrenia», comenta el sacerdote mencionado con anterioridad: «Por un lado se acusa a los haitianos de invadir el país, de cambiar su identidad cultural y de gastar todo el presupuesto de salud pública; por el otro, la industria azucarera, la construcción y el sector turístico necesitan a los clandestinos, porque si tuvieran que pagar sueldos normales a los dominicanos todo el sistema se vendría abajo».

El misionero asegura que el racismo se ha institucionalizado. Lo demuestra la Justicia, que «no reconoce a los hijos de los indocumentados haitianos el jus soli, el derecho de nacionalidad por haber nacido en territorio dominicano. Algo que sí reconoce, por ejemplo, a los chinos. Existe incluso un libro rosado, donde se registran únicamente a los haitianos. La Suprema Corte de Justicia se escuda en que la Constitución del país vecino otorga prioridad al jus sanguinis, el derecho de sangre, pero lo que está pasando se parece a lo que los nazis hacían con los judíos».