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14/09/2005 | Es hora de parar de engañarnos con respecto a la ayuda externa

Thomas Dichter

En enero del 2005 la ONU emitió un reporte masivo pidiendo una duplicación de la ayuda externa para los países en vías de desarrollo entre este año y el año 2015 para conquistar la pobreza.

 

Este mes, la ONU ha organizado una cumbre para empujar esa agenda. A pesar de ser políticamente correcto esto de abogar por más ayuda externa, las naciones desarrolladas deberían, en vez, considerar una reducción en el financiamiento de la asistencia para el desarrollo.

Yo digo esto como un practicante de ayuda externa con casi 40 años de experiencia en países en vías de desarrollo en prácticamente todos los niveles, desde experiencia en “el campo” hasta en el mundo de las organizaciones internacionales no gubernamentales (ONGs); la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional; los subcontratistas de ayuda externa en Washington, D.C.; y las instituciones multilaterales como el Banco Mundial y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Yo he ayudado a diseñar, a solucionar complicaciones, y a evaluar los proyectos de ayuda externa, y he observado como funciona la asistencia para el desarrollo en más de 50 países. Como muchos con amplia experiencia en la ayuda externa, yo me enfrenté por muchos años con la evidencia de su falta de efectividad. De mala gana he llegado a creer no solo que la ayuda externa simplemente no funciona para acabar con la pobreza del mundo, pero que no puede funcionar.

Pero decir que la ayuda externa no puede acabar con la pobreza del mundo no es decir que el mundo está condenado a seguir sumido en la pobreza. El hecho que la reducción de la pobreza ha ocurrido en algunos lugares y no en otros es evidencia del papel irrelevante que juega la ayuda externa.

En aquellos países donde la ayuda externa ha dominado el presupuesto nacional (por ejemplo Haiti, Malawi), las estadísticas de pobreza no han mejorado mientras que en aquellos en que la ayuda externa jugó un papel mínimo (por ejemplo India y China), la pobreza ha disminuido. Las raíces de la pobreza son simplemente demasiado profundas y complejas para ser tocadas por los programas extranjeros de ayuda externa con sus marcos de tiempo necesariamente limitados en su envergadura.

Pero a pesar de la frustración presente en este campo, el ímpetu presionando hacia adelante los programas de asistencia para el desarrollo es fuerte. La esperanza y la ambición de las nuevas generaciones de trabajadores de ayuda externa y del sentimiento de los países más ricos de que los programas de ayuda externa son una imperativa moral han fomentado el crecimiento del aparato de ayuda externa.

Además, la comunidad de asistencia para el desarrollo—con sus miles de trabajos, imponentes oficinas centrales, y voceros que suelen ser citados en los titulares de los periódicos, ha logrado evadir la constante marea de preguntas con respecto a la efectividad de la ayuda externa. Para fomentar la ilusión de la utilidad y para mantener a los trabajadores de ayuda externa motivados, las instituciones han reinventado la retórica de la asistencia para el desarrollo con sorprendente frecuencia.

Durante los 1950s creíamos en la substitución de importaciones y el desarrollo industrial. Pensábamos que podíamos ayudar a los países pobres a saltarse la historia y convertirse en algo como nosotros. (¿Usted no tiene una industria de acero? Bueno, nosotros le construiremos una.)

Luego redescubrimos la importancia de la agricultura y desde ese entonces hemos tratado todo desde el entrenamiento de trabajadores para la extensión agrícola; hasta la formación de juntas de marketing agrícola y cooperativas; el financiamiento de intervenciones técnicas en la irrigación, la multiplicación de las semillas, la mejora de la tierra, y nuevos cultivos.

En los 1970s redescubrimos la pobreza en sí y llegamos a creer que la teoría de que los beneficios se escurrirían hacia abajo no se daba en la realidad y que nosotros por lo tanto debíamos lidiar con los pobres directamente. Cuando estábamos convencidos de que teníamos que concentrarnos en el desarrollo rural, comenzamos con “el desarrollo comunitario integrado”, construyendo clínicas de salud, entrenando paramédicos, perforando pozos de agua, y regalando herramientas. Cuando pensamos que la pobreza más pesada era la urbana, trabajamos (y continuamos trabajando) en la reforma de los barrios pobres, las escuelas de la calle, el micro crédito, y en cosas por el estilo.

Sintiendo siempre que cualquier esfuerzo “nunca era suficiente”, mientras los 1980s y los 1990s pasaron nos dimos cuenta de cuán importante las instituciones eran y comenzamos a invertir en la construcción de instituciones, la reforma legal, la gobernabilidad, y en la “democracia”. Vimos cuán esenciales son las mujeres para el desarrollo, y entonces comenzamos a concentrarnos en los derechos de las mujeres, su salud (incluyendo la regulación de la natalidad y la promoción de la alimentación del seno para los bebes), y en los “proyectos generadores de ingresos”.

El problema no es que todas estas ideas son malas, pero que en la naturaleza de las cosas del mundo real ellas terminan siendo impuestas desde afuera y son corrompidas por el dinero para el financiamiento de los proyectos que siempre viene con ellas. El desarrollo es simplemente demasiado complicado para ser gestionado por proyectos con planes detallados y dentro de marcos de tiempo irrealistas. Pero el aparato de ayuda externa está equipado para “hacer” ayuda externa de esta manera y el dinero extra que reciba será gastado de la misma manera que siempre ha sido gastado, inefectivamente.

Una de las nuevas y grandes ideas dentro de la industria de la ayuda externa es la “selectividad”, la noción de que la ayuda externa debería ser asignada a los países que pueden hacer más con ella gracias a políticas públicas e instituciones sólidas. Dejando a un lado la vergonzosa paradoja de que los países con políticas públicas e instituciones sólidas no necesitan mucha ayuda externa en primer lugar, este último cambio en la retórica de la ayuda externa es solo otro ejemplo de cómo la comunidad de desarrollo está caminando a ciegas en la oscuridad. Observen cuidadosamente el reporte de la ONU de enero titulado “Invirtiendo en el desarrollo” y es fácil encontrar la mezcla de ideas viejas cortoplacistas siendo reempacadas (Jeffrey Sachs abogando por un “gran empuje” en África que incluya toldos para camas impregnados con insecticida para combatir la malaria es un buen ejemplo de esto) y promesas para diseñar cuidadosamente el trabajo de ayuda externa en un futuro de acuerdo a verdades “descubiertas recientemente” (pero completamente manifiestas) sobre el proceso del desarrollo.

Desafortunadamente, la ayuda para el desarrollo ha llegado a convertirse en una industria, y como muchas otras industrias ésta está cada vez más preocupada con mantenerse y aumentar su porción del mercado. Hay muchos trabajos, dinero, e intereses institucionales en juego.

La industria, nunca satisfecha con su nivel de recursos, se ha aprovechado del clima de miedo post-Septiembre 11 del 2001 para añadir a sus usuales argumentos la implicación de que la ayuda externa tienen un rol crucial en la pacificación del mundo en vías de desarrollo. Además, los adheridos a esto dicen que la ayuda externa puede reducir las presiones para la inmigración en los países desarrollados, un asunto político de creciente importancia en, por ejemplo, Francia, Holanda, y Alemania. Por ende, mientras más ayuda externa pongamos a su disposición, mejor estaremos todos. O así va el argumento.

En realidad, la ayuda externa es una industria que ha mostrado poca disposición para confrontar sus contradicciones internas o su inercia burocrática, que nunca ha podido mostrar una relación robusta entre la ayuda externa y la reducción de la pobreza, que no puede refutar que los países con buenas políticas públicas no necesitan mucha ayuda externa, y que continua prometiendo cosas que la industria misma sabe que no puede cumplir.

A pesar de todo eso, ésta industria le pide a las naciones más ricas del mundo que dupliquen sus compromisos de financiamiento para la asistencia al desarrollo. Si no es hora todavía para cancelar algunos de los peores programas, sin duda si es hora de decir no al dinero para ayuda externa adicional.

Traducido por Gabriela Calderón para Cato Institute.
 
Thomas Dichter ha trabajado en desarrollo internacional desde 1964 en el Banco Mundial, en el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas, el Cuerpo de la Paz, y varias instituciones no gubernamentales. El es el autor del libro A Pesar de Buenas Intenciones: ¿Por qué el desarrollo ha fallado en el Tercer Mundo? y del estudio de política externa para el Cato Institute titulado "Time to Stop Fooling Ourselves about Foreign Aid: A Practitioner's View."
 

El Cato (Estados Unidos)

 



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