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03/10/2005 | Las revoluciones de terciopelo y la lógica del terrorismo

Frederick Turner

"Parte de nuestras dificultades al tratar con el terror global dirigido contra poblaciones civiles es que no hemos comprendido, creo, aquello para lo que está diseñado atacar. Algunos lo ven como una guerra entre bloques culturales, otros como una guerra religiosa contra infieles, otros como una reacción tradicionalista a las disrupciones sociales, económicas y culturales causadas por el globalismo".

 

Parte de nuestras dificultades al tratar con el terror global dirigido contra poblaciones civiles es que no hemos comprendido, creo, aquello para lo que está diseñado atacar. Algunos lo ven como una guerra entre bloques culturales, otros como una guerra religiosa contra infieles, otros como una reacción tradicionalista a las disrupciones sociales, económicas y culturales causadas por el globalismo, otros como una continuación de la liberación de los pueblos oprimidos por el imperialismo colonial. Puede que haya algo de verdad en algunas de estas explicaciones, pero los contraejemplos de cada una de ellas son esclarecedores.

Por ejemplo, la mayoría de las muertes por terrorismo de los últimos años -- incluyendo incluso el 11 de Septiembre y la 2ª intifada -- han sido resultado de violencia musulmán contra musulmán, quizá incluso violencia árabe contra árabe, dependiendo de qué se tenga en cuenta. Por lo tanto, podemos descartar la guerra cultural y religiosa como la principal motivación. Aunque uno podría forzar la descripción de los talibanes como tradicionalistas opuestos al capitalismo de mercado global, al Qaeda es la quintaesencia del movimiento cosmopolita, financiado a lo grande, historicista e intelectual internacional, tan globalista a su manera como Microsoft. En lo que respecta a la explicación anticolonialista, es difícil ver cómo los granjeros sudaneses animistas, los hindúes de Cachemira, los kurdos sunníes, los chi´íes iraquíes, los cristianos filipinos o los demócratas egipcios o libaneses, todos ellos objetivos del terrorismo, podrían ser considerados opresores coloniales.

La historia de los conflictos bélicos nos muestra que cada poder militar nuevo aparece como resultado de una nueva estrategia o arma, con una dimensión socioeconómica relevante, que refuta a la que había antes. El disciplinado ciudadano hoplita de infantería de las ciudades-estado griegas responde y repele a los enormes ejércitos de los emperadores persas. El plebeyo romano derrota a la línea espartana de élite. La caballería con arco desbanca y repele a los romanos. La ballesta derriba al soldado con armadura. La goleta ligera británica como buque insignia derrota al galeón. La ametralladora detiene el ataque masivo de la infantería inventado por Marlborough y Bonaparte.

Cuando el terrorista suicida emerge por primera vez como paradigma y símbolo central del terrorismo, podría argumentarse que es exactamente el arma adecuada para hacer frente a la nación-estado democrática moderna con armamento nuclear (Israel en particular). La bomba suicida, por definición, no podía ser disuadida o desactivada; aunque puede que no apuntase al gobierno, que siempre podría renovarse democráticamente, podía alcanzar la confianza de la población en el gobierno. Su objetivo era, propiamente, la población entera, porque en una democracia, la población entera es el soberano. El terrorista siempre podía ser desanimado por sus jefes y protectores.

Pero como es señalado, la cifra de muertos israelíes y occidentales como víctimas del terror es solamente una fracción de la cifra total. La guerra es política mediante otros medios. ¿Por qué metastatizó el terrorismo suicida contra Israel al mundo? ¿Cuál es el enemigo político básico del movimiento terrorista global? ¿Para qué está diseñado atacar? Aunque sería tentador decir que el objetivo es el estado democrático, las pruebas no lo apoyan en absoluto. Muchos estados democráticos existentes fueron dejados en paz y coexistieron durante años antes de que emergiese el terrorismo suicida, y aún lo están.

Creo que las pruebas señalan claramente a un objetivo. Hace 30 años, parecía que el estado totalitario estaba sólidamente establecido, tenía éxito y era inmortal. El capitalismo democrático había sido detenido en su lugar. La dictadura socialista con armamento nuclear no podía ser atacada ni derrotada; en el mejor de los casos podía ser contenida, y ninguna de sus crecientes conquistas marginales podía ser invertida. Maravillosamente, sin embargo, emergió una nueva estrategia inventada por las poblaciones de clase media del mundo, que pudo derribar al estado totalitario: la revolución del terciopelo. Los gobiernos totalitarios dependen de élites para gobernar y controlar al pueblo y defenderse de las ideas externas. Esas élites tienen que reproducirse, creando una clase educada dueña de las propiedades, con gran poder, pero sin la ideología revolucionaria de sus padres; y para continuar siendo económicamente viable, el estado tiene que producir una clase artesanal habilidosa, como los navieros de Gdansk, con capacidad para prolongarse. De estos materiales, generados por el propio totalitarismo, llega la revolución del terciopelo.

La revolución del terciopelo (también llamada revolución naranja, el dedo púrpura, la revolución de la rosa, la revolución del cedro) ha barrido el mundo. De diferentes maneras, la clase media no ideológica y no violenta y los movimientos laborales con habilidades han derrocado a los tiranos y establecido democracias en un abanico asombrosamente amplio de países: España, Portugal, Chile, Argentina, Polonia, Alemania Oriental, Hungría, Rumania, Bulgaria, Rusia, Bangladesh, Corea del Sur, Indonesia, los estados del Báltico, México, Serbia, Albania, Georgia, Ucrania, las Filipinas, el Líbano, hasta Palestina, todos cayeron ante los regímenes de la soberanía popular. China casi cayó en 1989, con la protesta de Tiananmen, y probablemente se convierta en una democracia en algún momento de los próximos veinte años. Si existe un momento definitorio que caracteriza el final del modernismo político del siglo XX, es este punto

La bomba suicida, como el terrorismo en masa que epitomiza, es el arma predilecta contra la revolución del terciopelo. El objetivo no es, como afirman los críticos significativos del terrorismo, indiscriminado: es exacto y preciso. El objetivo es cualquier población que organice una revolución del terciopelo, los soberanos potenciales de un estado democrático. Es el pueblo que no es ideológico, que está dispuesto a dejar que otros crean lo que les apetezca, que quiere vivir y ser independiente, que quiere tener la palabra en su gobierno. Incluso en Israel, donde los atacados son los ciudadanos de un estado democrático ya establecido, el verdadero objetivo, como comenzamos ahora a comprender tras la muerte de Arafat, era la naciente democracia de Palestina. Al matar judíos, Arafat podía continuar oprimiendo y defraudando a los palestinos.

El terrorismo global no es una revolución, sino un intento de suprimir una revolución. Lo que el terrorismo suicida defiende no es el islam, ni una cultura moral tradicional, ni una nación étnica deseosa de ser libre de un opresor colonial, sino el principio de la norma totalitaria -- la soberanía del dictador o del ayatolá convertida en identidad nacional e independencia, o en la voluntad de Alá. Es el último suspiro, históricamente, del antiguo sistema por el que era gobernada la gran mayoría de seres humanos desde la revolución agrícola del neolítico.

Diario Exterior (España)

 



 
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