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11/04/2010 | La libertad en cuarto menguante

Alberto Benegas Lynch

Muchos son los historiadores que coinciden en afirmar que el período más fecundo y pleno de libertad de la humanidad estuvo centrado entre la derrota definitiva de Napoleón hasta la Primera Guerra Mundial. Desde entonces, primero paulatinamente y aceleradamente en los tiempos que corren, igual que la faz menguante de la luna en su cuarta parte de recorrido en torno a la Tierra después de la luna llena, la libertad ha ido cediendo a las garras autoritarias del Leviatán bajo muy diversas etiquetas y denominaciones.

 

Es bueno detenerse y escarbar sobre el porque de este declive. Alexis de Tocqueville en su obra sobre el antiguo régimen sostiene que muchos son los pueblos que al encontrarse en períodos de gran progreso moral y material dan eso por descontado. En ese instante los espacios son ocupados por otras corrientes de pensamiento que tarde o temprano surgirán en dirección opuesta a los valores que sirvieron de soporte al antedicho progreso. Luego vienen las sorpresas y los lamentos pero mientras no se pongan manos a la obra para revertir el clima de opinión el desbarranque continuará su marcha sin que haya piso para contenerlo. Se olvidan de aquel pensamiento de George Mason en cuanto a que “Un repaso permanente de los principios fundamentales es absolutamente necesario para preservar las bendiciones de la libertad” o aquel célebre postulado jeffersoniano en el sentido de que “el precio de la libertad es la eterna vigilancia”.

Miremos el tema de cerca. El eje central del problema no estriba en temas tales como que los gobiernos son desprolijos en sus cuentas fiscales ya que puede implantarse un Gulag sin déficit, ni que el producto bruto crece poco (me referí al significado de este guarismo en mi columna de la semana pasada en este mismo periódico titulada “¿Qué es el producto bruto?”). El tema es mucho más profundo y por tanto cala hondo: se refiere a la actitud diaria de quienes se dicen “realistas” y bajo esa fachada se entregan con las manos encadenadas a los megalómanos del momento. Se creen optimistas pero son los más derrotistas de los mortales. Son incapaces de tener sueños e ideales y aceptan mansamente el corrimiento en el eje del debate que proponen otros.

No se valora la importancia decisiva que tiene cada conversación social como testimonio de vida y como alimento para contribuir a rectificar el rumbo. Tienen demasiadas telarañas mentales y están sujetos a una pesada pereza neuronal como para desafiar lo que ocurre. Alegan que el influir en las ideas prevalentes reclama una tarea de largo plazo y por ende prefieren hacer las del borrego. Ese clima de opinión paralizante asegura el descenso de nuevos escalones, lo cual naturalmente celebran quienes se oponen a la sociedad abierta. Se adaptan a lo “políticamente posible” sin ver que esta situación es el resultado de la constancia y la perseverancia en las tareas diarias de demolición que llevan a cabo cotidianamente los adalides del gobierno omnipotente y los enemigos de las libertades individuales.

Sin duda que la cátedra, el ensayo, el artículo y el libro son los instrumentos más potentes para revertir la situación, pero en modo alguno debe subestimarse el muy fértil efecto multiplicador en el ánimo que suscitan las conversaciones sociales que se plantean en la buena dirección sin ceder en los principios.

El aspecto medular de la razón por la que el espíritu liberal es tan escaso en estos días se debe principalmente a la desidia por estudiar los fundamentos en que se basa la libertad. Anthony de Jasay, en el ensayo titulado “La amarga medicina de la libertad”, ha expresado con elocuencia que “Amamos la retórica y la palabrería de la libertad a la que damos rienda suelta más allá de la sobriedad y el buen gusto, pero está abierto a serias dudas si realmente aceptamos el contenido sustantivo de la libertad”.

Es penoso que tantos timoratos se dejen embaucar por la dialéctica que usa a los pobres para empobrecer a todos. La guillotina horizontal arranca de cuajo todo incentivo para progresar. Se alega compasión por los pobres pero ni bien son ricos se los denuesta, solo los políticos pueden enriquecerse sin ser perseguidos. Se toma el micrófono y se habla en la tercera persona del plural, nunca en la primera del singular, siempre se ofrece repartir lo ajeno como si en lugar de un atraco fuera un acto de generosidad.

Es triste (por no decir patético) que el hombre no celebre y cultive a diario la enorme gracia y bendición de su facultad del libre albedrío, lo cual lo distingue de todas las especies conocidas. La unicidad de cada ser humano debe ser cuidada y protegida al efecto de que pueda actualizar sus potencialidades en busca del bien. El deber primordial e irrenunciable de cada uno es el de alimentar su alma. Las relaciones entre personas y la consiguiente cooperación social solo se suceden en un ámbito pacífico y de respeto irrestricto por los proyectos de vida de otros. Cada persona para mejorar debe satisfacer los requerimientos del prójimo. Quienes lo hacen exitosamente progresan y quienes no lo hacen deben buscar otros canales para lograr ese objetivo. La filantropía llena los espacios de quienes no pueden atender sus propias necesidades, lo cual es denigrado y prostituido por aquella contradicción en términos conocida como “estado benefactor” que cual rey Midas al revés estimulan que surja lo peor de cada uno en una lucha confrontacional por arrancar recursos a otros.

La libertad y el consiguiente respeto recíproco no es algo que tenga lugar automáticamente sino que es el resultado de un trabajoso esfuerzo que debe ser mantenido a diario. Hoy asistimos al lamentable espectáculo en el que en buena medida la educación consiste en deseducación, es decir, en la perversión de valores y principios que permiten construir sólidos diques de contención para que la violencia no invada derechos. Solo cuando se revierta esta corriente colectivista y usurpadora del hombre podremos tener la esperanza de que se ubiquen las cosas importantes en el debido cauce al efecto de retomar el progreso moral que siempre es la brújula, el mojón y el punto de referencia para el progreso material.

El Cato (Estados Unidos)

 



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