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04/05/2010 | Cambio de ciclo en Gran Bretaña

Florentino Portero

LAS elecciones se suceden en nuestro entorno pero los españoles no prestamos la misma atención a unas que a otras. Como norma general podríamos afirmar que nos interesan más aquellas que se realizan en Estados donde los partidos son débiles y el papel de los ciudadanos grande. Esa circunstancia no es casual, sino la consecuencia de elegir un determinado sistema electoral.

 

Allí donde los distritos son uninominales -se elige a un sólo representante para el Parlamento- el electo cuenta más que las siglas que representa. Muchos ciudadanos votarán a un candidato no por la ideología que defiende o el partido del que forma parte, sino por sus cualidades personales, porque confían en él. El electo goza así de una autoridad extra, que le permite distanciarse de su partido cuando considera que éste mantiene posiciones distintas a las mayoritarias en su distrito. Un ejemplo reciente de este comportamiento lo hemos visto durante la reforma del sistema de salud en Estados Unidos, cuando los representantes demócratas echaron una y otra vez por tierra las propuestas de su propio presidente. Para evitar situaciones como la descrita, nuestros constituyentes desestimaron la propuesta de establecer distritos uninominales, defendida en aquellos días por Manuel Fraga, con los resultados que están a la vista treinta años después: merma de representación, control de los «aparatos», auge de la mediocridad y desprecio de la inteligencia ¡Cómo no vamos a sentir interés y admiración por el ejercicio de la democracia, cuando la nuestra ha sido secuestrada!

En el Reino Unido ahora, como en Estados Unidos antes, vemos cómo la voluntad de la gente se expresa con la emergencia de opciones imprevistas, cuando las más convencionales dejan de ser atractivas, de representar los intereses y las ilusiones de la gente. Los británicos gozan del sistema parlamentario más antiguo de Europa y gustan de la estabilidad. A un prolongado ciclo conservador, desde 1979 a 1997, que se caracterizó por la liberalización de la economía y la vuelta a los valores tradicionales, le sucedió otro de signo laborista que parece a punto de finalizar. Del carisma de Thatcher pasamos al de Blair, que en muchos sentidos parecía ser discípulo de su ilustre predecesora. Como ella, dio un giro a la política de su partido en clave liberal, abandonando la pasión intervencionista y la dependencia de los sindicatos, para tratar de inaugurar una «tercera vía». No es éste el momento de analizar esa experiencia; lo que resulta evidente es que tras un largo período en el gobierno y el relevo al frente del Gabinete por Gordon Brown, un político laborista más convencional y carente del magnetismo y carisma de Blair, el laborismo tiene muy poco que ofrecer a la sociedad británica. Más aún, el impulso de la «tercera vía» blairita, el intento de modernizar el programa y la propia identidad del partido, se ha desvanecido, creando oportunidades para los rivales.

Los liberales tienen muy poco que ver con el partido que nació de la crisis whig a raíz del debate sobre la Revolución Francesa. Ante la emergencia de la «sociedad de masas», en el entorno de la I Guerra Mundial, la gran tradición liberal decimonónica se reencontró con los conservadores, cerrando el ciclo abierto en las postrimerías del siglo XVIII. De ahí las dos almas que caracterizan al actual Partido Conservador, las vinculadas a Disraeli y Gladstone. Mientras Heath se sentía heredero del primero, Thatcher lo era claramente del segundo. Con Cameron el conservadurismo vuelve a mirar a Disraeli. Su lema «One Nation» sólo puede entenderse desde la referencia a Sybil or the two Nations, la novela que Disraeli escribiera para denunciar la quiebra de la unidad nacional por el foso que se abría entre pobres y ricos, exactamente el mismo discurso del actual candidato conservador.


El término «liberal» ha dejado de utilizarse en el Reino Unido en su significado primero, para adoptar el que se viene aplicando en Estados Unidos, que podríamos traducir como «progresista». Los liberales británicos son un partido de izquierda, refundado tras la salida del laborismo de un destacado y prestigioso grupo de dirigentes, encabezados por el añorado Roy Jenkins, rector de Oxford y extraordinario biógrafo de Churchill. En la medida en que los laboristas se agotan, los liberales hallan espacio político para liderar la reforma de la izquierda, desde la agenda progresista y en contra del viejo programa laborista. Las coincidencias con Estados Unidos son importantes, tanto en ideas como en falta de sustancia. Clegg, como Obama, ha conectado con un sector importante de la población, que es joven y dinámico, pero a diferencia del actual presidente norteamericano, el candidato liberal no tiene su capacidad de persuasión. Cuando se ha encontrado con la acción conjunta de conservadores y laboristas, dispuestos a poner en evidencia la liviandad de sus ideas, no ha sido capaz de reaccionar. El tercer debate puede haber sido letal para sus aspiraciones.

Los conservadores presentan una oferta sólida y renovada, pero han cometido graves errores de estrategia. Tan confiados estaban en su victoria, tanta era la diferencia en porcentajes que los sondeos pronosticaban, tan evidente era que les tocaba gobernar que optaron por una prudencia que es incompatible con la democracia moderna. En el mercado político hay que convencer e ilusionar todos los días. El que se queda sentado en el poyo de su casa a esperar ver pasar el cadáver de su rival puede encontrarse también con el desfile de su sucesor. Cameron no ha aprendido de Thatcher la lección de que la opinión pública cambia si el político se dirige a ella, le explica sin ambages la realidad y le convence del sentido de sus propuestas. Por algo Ortega decía que la política debía ser pedagogía. Un político de verdad no es el que surfea sobre las tendencias del momento, sino el que las trasforma. Hoy no está nada claro que los conservadores tengan mayoría suficiente para gobernar y eso no se debe a la inteligencia de Clegg, sino a los errores de Cameron. Es verdad que ha sabido reaccionar, que en el tercer debate encontró la línea que nunca debía haber abandonado, pero ya no hay tiempo para recuperar la cuota de mercado perdida.

Las elecciones del 6 de mayo pueden suponer el fin de un ciclo de hegemonía laborista, pero también el inicio de un proceso de renovación profunda de la izquierda si los liberales ganan suficientes escaños y, confiados en su propia fuerza, se deciden a acabar con el liderazgo laborista de la izquierda en el medio plazo. Su demanda de reforma electoral es instrumental. La quieren porque de otra manera no tendrían suficiente representación, pero esta perspectiva puede cambiar si se consolidan como segunda fuerza, empujando al laborismo hacia una posición minoritaria y testimonial.

Es pronto para adelantar resultados. Por una parte la geografía electoral favorece a los laboristas, que pueden sorprender en el último minuto ganando más distritos de los esperados. No dudo de que retendrán el segundo lugar. Por otra, el liderazgo liberal manifiesta una llamativa falta de madurez. Ellos son los primeros sorprendidos por lo que está pasando y necesitan tiempo para asumir su nueva situación y fijar futuros objetivos.

El nuevo Parlamento puede nacer «colgado» por la falta de una mayoría natural. Una situación política inestable en época de crisis que puede abocar a unas elecciones anticipadas de incierto resultado.

ABC (España)

 


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