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07/11/2005 | La caída del Muro: fin de una historieta y reanudación de la historia

Carlos Escudé

Por motivos que el común de la gente no sospecha, la caída del Muro de Berlín fue uno de los puntos de inflexión más significativos de la historia universal. No por haber marcado la victoria del capitalismo sobre el comunismo, sino como símbolo de un nuevo triunfo del hombre en su lucha contra el absolutismo.

 

Lo primero es anécdota contingente. Lo segundo refiere a categorías enfrentadas desde la Antigüedad hasta nuestros días. Por cierto, tres alternativas lógicas complementarias basadas en principios diferentes han competido a lo largo del devenir por la primacía en la justificación del orden jurídico: el Estado, el individuo y la cultura. El conflicto entre ellos es uno de los principales motores de la Historia.

El Estado ha sido un fin en sí mismo en todos los absolutismos, ya fueran monárquicos, teocráticos, racistas o comunistas. Este tipo de justificación del orden ha sido y es el cimiento de numerosas sociedades. En ellas el individuo vive y trabaja para servir:

- A su Rey, que lo es por derecho divino;

- A su raza, pretendidamente superior y con destino de dominio;

- A su Dios, que es todopoderoso, fuente de toda razón y justicia, y se expresa a través de intermediarios sacerdotales que representan la verdadera fe, o

- A su Estado, que encarna la dictadura del proletariado o alguna otra ilusión escatológica.

Cada una de estas concepciones tuvo o tiene su propia utopía. La más modesta de éstas fue la de la monarquía, que normalmente remitía en forma indirecta a ilusiones teológicas. En cambio, las utopías de los absolutismos teocráticos y racistas aspiran a encadenarnos más férreamente a los designios del Alá de los mahometanos o el Jehová de cristianos y judíos, cuyos planes culminan en teoría con la llegada de un Mesías y el regreso a algún jardín de delicias. La más tosca de ellas fue la del paraíso terrenal pero rubio con que el nazismo sobornara a los fieles de Wotan.

Finalmente, la utopía más sofisticada y la más vinculada a la Modernidad fue la derrotada cuando cayó el Muro. Se concebía engendrada por una lucha de clases, que en la concepción de Marx conduciría al Punto Omega de la sociedad sin clases, previo paso por una dictadura del proletariado. En la práctica ésta fue la interminable tiranía de una burocracia que se vació de ideales para convertirse en un fin en sí mismo. Agotadas las energías creadoras, la utopía se sacrificó al consumo material de la pequeña ‘nomenklatura’, que curiosamente no era superior al de las clases medias de las sociedades occidentales. Totalitarismo a cambio de mediocridad es mal negocio.

El comunismo marxista murió de muerte natural cuando, simultáneamente, el Estado soviético comprobó que ya no podía competir con las democracias avanzadas y sus propios súbditos presintieron que la vida bajo su tutela no era vida. Pero la historia no concluyó, porque el conflicto eterno entre los tres principios no cejó, y a ellos debemos remitirnos para no cometer errores como el de Fukuyama.

El comunismo fue derrotado por un sistema de ideas acerca del Estado que reconoce un valor trascendente al individuo. En contraste con las concepciones que entronizan a un Estado absoluto, la que ubica al hombre como razón-de-ser del orden político ha sido típica de la Era Moderna. En ella la relación entre los términos se invierte, posibilitando la libertad política aunque sin siempre garantizarla. Al Estado se lo justifica como el emergente de un contrato social entre sus súbditos, que primigeniamente eran los depositarios de la soberanía. Ésta se transfiere a los custodios del orden para proteger los derechos individuales, impidiendo que el hombre sea el lobo del hombre. Con este o similares fundamentos, gigantes de la Ilustración como Thomas Hobbes, John Locke, John Stuart Mill y Jean-Jacques Rousseau inspiraron las revoluciones americana y francesa. Junto con la derrota del nazismo en 1945 y el colapso del comunismo en 1989, éstas fueron las inflexiones más importantes hasta hoy en la antigua lucha contra el absolutismo del Estado.

No obstante, la brega está lejos de haber concluido. Derrotado el comunismo, el ímpetu de los absolutismos teocráticos renació de la mano del fundamentalismo islámico. Y de éste emergió a su vez un nuevo terrorismo asistido por los recursos materiales y humanos provistos por los abundantes petrodólares del Golfo Pérsico, los muchos millones de musulmanes que ya son ciudadanos europeos, y una tecnología bélica tan primitiva como eficaz, la del suicidio místico asesino. El objetivo estratégico del nuevo enemigo terrorista (que no representa a todo el islam ni mucho menos) es la recreación de un califato que abarque por lo menos todos los territorios antiguamente conquistados por los árabes, desde la India hasta la Península Ibérica. Los atentados de 1992 y 1994 en Buenos Aires precedieron a los ataques del 11 de septiembre de 2001, que se convirtieron en un nuevo y siniestro punto de inflexión en el devenir humano. Desde la perspectiva de los conflictos permanentes que motorizan a la Historia, esa fecha no es menos importante que la de la caída del Muro doce años antes.

Si no fuera porque encuentra a Occidente dividido por dentro, este desafío del extremismo islámico terrorista no sería una amenaza grave al orden mundial. Pero las cosas se complican porque nuestra Era Neomoderna ha venido acompañada por una ideología bautizada ‘postmoderna’ que postula a las culturas como legítimos sujetos de derecho, junto con el individuo. Para esta visión, también occidental, todas las culturas son moralmente equivalentes. Es así como por primera vez en la historia humana entra a tallar, perniciosamente, el tercero de los principios en conflicto. La triada constituida por el individuo, el Estado y la cultura entró así en infernal ebullición.

Por cierto, la humanidad neomoderna enfrenta un enorme desafío. Debe resolver un dilema que no desea reconocer. Si todas las culturas son moralmente equivalentes, entonces todos los individuos no estamos dotados de los mismos derechos humanos, porque hay culturas que adjudican a algunos hombres más derechos que a otros hombres y mujeres. Si por el contrario todos los individuos poseemos los mismos derechos, entonces todas las culturas no son moralmente equivalentes, porque hay culturas que no reconocen, ni siquiera en principio, la vigencia de esos derechos universales.

Lo que puede llamarse la matriz cultural liberal-secular de Occidente afirma que existen derechos y obligaciones individuales que pertenecen a la humanidad como tal. Si esto es cierto, lo opuesto no puede serlo. Si aceptamos la validez de la afirmación opuesta, en algún lugar, en cualquier momento, entonces lo anterior no puede ser una verdad universal, y los susodichos derechos y obligaciones no pertenecen a la humanidad como un todo. La matriz liberal-secular rescata un pequeño núcleo de verdades normativas universales. Y éstas son negadas no sólo por algunas culturas no occidentales sino también por nuestros postmodernistas, multiculturalistas, constructivistas y relativistas, que hoy se cuentan entre los enemigos internos de nuestra civilización.

Este predicamento encierra una paradoja de mal agüero. Los postmodernistas intentan refutar las premisas del contractualismo occidental negando que pueda haber normas de valor universal. Desde allí postulan la equivalencia moral de todas las culturas. Después del anarquismo, la suya es la menos jerárquica de las propuestas imaginables. Aceptan todo, a veces hasta la lapidación de mujeres acusadas de adulterio, si ésta se realiza legalmente desde el seno de una cultura donde esa práctica es tradicional.

En cambio, el fundamentalismo islámico niega las verdades universales del contractualismo occidental en el nombre de una lectura extremista del Corán. La suya es la más jerárquica de las doctrinas imaginables: postula que el mundo debe ser gobernado por Alá, que los musulmanes deben reinar sobre los infieles y que los hombres deben mandar sobre las mujeres. Representa el absolutismo en su expresión más totalitaria. La suya es la antítesis directa del postmodernismo.

No obstante, como en otra época ocurriera con Stalin y Hitler, estos opuestos hoy son casi aliados tácticos en su lucha contra la matriz del Iluminismo, estandarte de la modernidad occidental. Terroristas islámicos y relativistas occidentales tienen por enemiga común a la concepción filosófica que entroniza al individuo como único legitimador del orden político.

Esta es la lucha que motoriza la Historia desde que se consolidaron las tendencias que asomaron con la caída del Muro. La apocalíptica conflagración que se perfila es simultáneamente global y civil. En comparación, la Guerra Fría que culminó en 1989 recuerda a la inocencia del Edén.

Fundación Atlas 1853 (Argentina)

 



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fecha
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16/05/2005|

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