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10/07/2010 | El ascenso de Turquía y la decadencia del panarabismo

Shlomo Ben Ami

Irán y Turquía están destinados a reafirmar sus credenciales islámicas cada vez más a medida que se acercan a las masas árabes.

 

El fiasco mortífero de la "flotilla de la paz" encabezada por Turquía que se dirigía a Gaza puso de relieve las crecientes tensiones de la alianza israelí-turca. Sin embargo, ayudó principalmente a mostrar las razones subyacentes del cambio de la orientación occidental de Turquía hacia una enfocada a convertirse en un actor fundamental en Medio Oriente -en alianza con los regímenes rebeldes de la región y con actores radicales no estatales.

La política exterior no se puede separar de sus fundamentos internos. La identidad de las naciones, su espíritu, siempre ha sido un motivo en la definición de sus prioridades estratégicas. Por supuesto, los errores de Israel también desempeñaron un papel en la erosión de su alianza con Turquía. Sin embargo, el colapso de su vieja "alianza con la periferia", incluida Turquía, el Irán  del Sha y Etiopía, tiene más relación con los cambios revolucionarios en estos países -el ascenso al poder del ayatola Khomeini, el fin del régimen del emperador Haile Selassie y ahora el cambio islámico del primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan- que con las políticas de Israel.

La crisis actual pone de manifiesto la profundidad del complejo de identidad de Turquía, su oscilación entre una herencia kemalista orientada a Occidente y su legado otomano oriental. Rechazada por la Unión Europea, Erdogan está inclinando la balanza hacia esto último.

El kemalismo siempre consideró el legado otomano una carga, un obstáculo para la modernización. En la visión de Erdogan, la modernización no excluye un retorno de Turquía a sus raíces islámicas, ni supone un abandono de su destino como potencia de Medio Oriente, incluso si eso significa ignorar las políticas encabezadas por los Estados Unidos en la región.

En efecto, Erdogan respondió positivamente a las condiciones de Europa para la adhesión turca a la UE. Sus reformas -liberalización económica, cooperación con el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, mejora de los derechos de la minoría kurda y debilitamiento de las ambiciones pretorianas del ejército- son avances importantes en la historia de la República Turca.

Con todo, Erdogan también ha estado dispuesto a utilizar los requisitos de Europa como pretexto para frenar la capacidad del ejército de controlar su revolución islámica. La elección de su aliado político, Abdullah Gul, como presidente, contra la voluntad del ejército -en efecto, contra toda la tradición kemalista-, es un ejemplo de ello.

Para bloquear una medida destinada a prohibir el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), Erdogan también sometió al Tribunal Constitucional de Turquía -que junto con el ejército es uno de los guardianes del kemalismo- cambiando arbitrariamente su composición. Ahora, una reforma constitucional que supuestamente tiene el objetivo de "promover la membresía de Turquía en la UE" reducirá más el papel del ejército como guardián del Estado laico y fortalecerá el control del gobierno sobre el poder judicial.

La revolución islámica de Erdogan también se ha extendido al sistema educativo mediante la introducción de un plan de estudios notablemente religioso. Para apoyar el desplazamiento estratégico de Turquía, una nueva ley ha hecho obligatoria la enseñanza del árabe en las escuelas. Es difícil imaginar un golpe más simbólico a la visión de Ataturk.

Erdogan cree que al ejercer la capacidad de mediación de Turquía recuperará la carga de sus antepasados otomanos como garantes de la paz y la seguridad en el Mashrek. Los esfuerzos de Turquía para actuar como negociador de la paz entre Israel y sus enemigos árabes, la estridente defensa de la causa palestina de Erdogan y su pretensión de ser el mediador en la disputa nuclear entre Irán y Occidente reflejan las percepciones cambiantes de Turquía sobre sí misma como líder regional.

Tanto para Israel como para Occidente, el contexto regional del ascenso de Turquía es particularmente preocupante. El neo-otomanismo de Erdogan no es un regreso a una idílica Mancomunidad Otomana. Es más bien un choque entre un eje radical en ascenso encabezado por dos potencias no árabes (Turquía e  Irán) y los regímenes árabes conservadores en decadencia.

Turquía puso a Israel en el banquillo de la opinión pública mundial por el asunto de la "flotilla de la paz", de tal forma que todavía podría obligar al gobierno de Binyamin Netanyahu a tomar la vía de las negociaciones de paz creíbles, dar un impulso a Hamas y lograr el inminente fin al bloqueo israelí de Gaza. Ese éxito sorprendente pone de relieve la impotencia de los aliados árabes de Occidente.

En efecto, la relevancia regional creciente de Turquía refleja el fracaso de los árabes. No pudieron hacer que avanzara su iniciativa de paz con Israel, y son cómplices del bloqueo en Gaza con la esperanza de que Hamas se derrumbe, humillando así a sus propias oposiciones islámicas. 

Como democracias islámicas cuyos gobiernos surgen de elecciones populares, Irán y Turquía -y sus aliados Hamas y Jezbolá- pueden reivindicar una ventaja sobre los regímenes árabes, los cuales sufren de un déficit creciente de legitimidad. Todos son autocracias seculares que se mantienen en el poder gracias a sus servicios de inteligencia todopoderosos e intrusivos.

La estrategia de Erdogan lo hace cómplice de la agenda de los enemigos más feroces de Occidente. Incluso coqueteó con el perverso régimen islamista del presidente sudanés Omar al-Bashir al darle la bienvenida a Turquía después de haber sido acusado por el Tribunal Penal Internacional por las masacres de Darfur sobre la base de que "los musulmanes no cometen genocidio."

Irán y Turquía están destinados a reafirmar sus credenciales islámicas cada vez más a medida que se acercan a las masas árabes. Que el discurso panislámico haya sustituido ahora la causa del panarabismo es un retroceso importante para los regímenes árabes moderados.

Con todo, a pesar de la revolución islámica progresiva de Erdogan, Turquía no es un segundo Irán. El AKP sigue siendo un partido progresista, heterogéneo que no ve contradicción entre el Islam y la democracia. Tampoco se ha dado del todo por vencido respecto al sueño europeo de Turquía.

Además, una oposición secular cada vez más fuerte, el Partido Popular Republicano (CHP), bajo el liderazgo vigoroso de Kemal Kilicdaroglu, ayudará a detener la ola islamista. Con el regreso de Israel a una estrategia de paz sobria y con un diálogo franco entre Turquía y sus aliados de la OTAN, aún puede rescatarse el puente turco entre Oriente y Occidente.

** Ex ministro de Relaciones Exteriores de Israel y actualmente vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Autor de 'Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy'.

Copyright: Project Syndicate, 2010.

El Tiempo (Colombia)

 


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