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17/11/2005 | La comédie de errores de Chirac

Patrick Devenny

El martes, la agencia de noticias Reuters presentaba una noticia que cuestiona la premisa del "modesto papel" jugado por el presidente francés Jacques Chirac durante la presente emergencia nacional. Como señala el artículo, el presidente francés sólo ha aparecido una vez en la televisión nacional durante toda la prueba, una pobre demostración que ha llevado a que hasta sus apólogos habituales en Reuters se pregunten si se ha debilitado insalvablemente ante la creciente violencia.

 

Desafortunadamente para la población francesa, la clasificación de las acciones del presidente Chirac durante la crisis como "modesto papel" es demasiado generosa. Una descripción más exacta sería algo en la línea de "negligencia criminal". Aún mejor, ¿cómo pronuncia uno "ausente sin permiso" en francés?  

Polemistas y editorialistas emplean por ahora grandes cantidades de energía en describir los desafíos internos a los que hacer frente Francia hoy: los vecindarios estratificados, la creciente amenaza del fundamentalismo islámico aislado y la acuciante realidad económica que afronta la juventud francesa. Todos estos temas fundamentales van a acosar sin respiro a los gobiernos franceses de los próximos años con total seguridad, pero su interminable existencia no excusa la patética gestión inmediata de la crisis por parte del gobierno de Jacques Chirac, que virtualmente ha rendido los amplios poderes que le concede la constitución francesa a la multitud de alborotadores a los que -- tras casi dos semanas de disturbios -- todavía se les permite salir airosos.

Tamaña ignorancia con respecto a la situación catastrófica de los suburbios es una noticia relativamente nueva del presidente Chirac, quien, durante las últimas elecciones, prometía a los votantes que acometería los temas de integración cultural, al tiempo que ofrecería a los nuevos inmigrantes mejores oportunidades económicas. Los últimos sucesos, sin embargo, han dejado en evidencia sus garantías previas como poco más que tentativas desnudas de ganar el favor político entre la población inmigrante.

Durante décadas, los suburbios de París, poblados por grandes cantidades de inmigrantes musulmanes de clase media-baja en su mayoría, vacilaron al borde de la anarquía. La policía francesa raramente se aventuraba en las "zonas prohibidas", mientras las pandillas de criminales dominaban las vidas de la mayor parte de los habitantes. La chispa de la violencia fue un incidente relativamente menor que implica la electrocución de dos adolescentes que pensaron -- erróneamente -- que estaban siendo perseguidos por la policía. La violencia engulló rápidamente los vecindarios de inmigrantes. Tres días después, la policía disparaba accidentalmente una granada de gas lacrimógeno en una mezquita de Clichy-sous-Bois, un crimen considerado evidentemente tan atroz que miles de musulmanes franceses de la zona metropolitana de París -- pocos de los cuales asisten a mezquitas con seguridad -- fueron incitados a participar en los disturbios.

La reacción inicial del gobierno Chirac fue de confusión y ofuscación. No se movilizó ningún efectivo policial adicional en la reserva, y los funcionarios gubernamentales de alto nivel se prepararon para hacer sus visitas programadas al extranjero. El propio presidente Chirac parecía extrañamente despreocupado, sólo tratando los disturbios nada menos que cinco días después de que comenzaran, a través de los portavoces gubernamentales.

Incluso mientras la violencia empeoraba, Chirac no pudo mirar a escondidas por encima del fuerte del Palacio del Eliseo, logrando tan sólo enviar a su ducho chico de los recados, el primer ministro Dominique de Villepin, a mantener la imagen de fuerza nacional y liderazgo ejecutivo. Las primeras acciones de De Villepin, sin embargo, indicaron que el gobierno Chirac estaba mucho más interesado en asuntos políticos que en retomar las calles. En una muestra de maniobra que ablandaría el corazón de Al Sharpton, De Villepin corrió a apaciguar a los alborotadores reuniéndose con los padres de los dos adolescentes muertos y prometiendo una investigación policial exhaustiva, dando crédito rápidamente a "la causa" de los alborotadores. Este tipo de acomodo es indudablemente la segunda naturaleza de De Villepin, a quien, como producto del Quai d´Orsay -- servicio exterior francés -- se le exigió el dominio de la larga tradición francesa de humillarse ante personajes de reputación dudosa. 

Los alborotadores callejeros recompensaron la debilidad de Monsieur De Villepin con un nivel de violencia superior. Por todos los suburbios de París, de ciudades tales como Le Blanc-Mesnil o Aulnay, los jóvenes musulmanes tomaron las calles, e -- ignorando las sutilezas de De Villepin -- prendieron fuego a centenares de coches y arrasaron una comisaría de policía. Después, el 3 de noviembre, los disturbios se extendieron más allá de París, mientras otras tantas ciudades francesas como Dijon o Marsella eran destrozadas por los incendios y el saqueo. Aún así, el gobierno permaneció en silencio, con Chirac decretando dulces declaraciones a través del correo del gobierno, pidiendo "diálogo" y "calma", llamamientos que pasaron inadvertidos en los enfurecidos barrios de los exteriores de París. 

El único líder francés que ha mostrado algo de coraje durante la reciente violencia, el ministro del interior Nicolas Sarkozy, también es el más calumniado. Sus tentativas de imponer la ley en la práctica le han ganado el odio de la insulsa prensa francesa, que ha producido una corriente incesante de diatribas que le etiquetan como provocador por atreverse a utilizar términos tales como "escoria" o "escombros". Su maldad llegó como agua de mayo para el presidente Chirac, que se dio cuenta inmediatamente de los beneficios políticos de colocar a Sarkozy -- rival político suyo -- en el papel de alborotador irresponsable y zumbado burocrático. Enseguida, una susurrante campaña -- originada en "funcionarios anónimos" y diversos líderes socialistas -- pedía la dimisión de Sarkozy, socavando su autoridad en el momento más inoportuno. Así se dio a Sarkozy la poco envidiable tarea de tratar con los alborotadores y defender simultáneamente las barricadas de su propio gobierno.

Las riñas políticas fueron relegadas con rapidez a un ruido de fondo a medida que los disturbios comenzaron a salirse de control. En reuniones de emergencia privadas presididas por De Villepin -- Chirac no estimó apropiado asistir -- se tanteó la retórica del orden, pero las medidas concretas brillaron visiblemente por su ausencia. Hacia el 5 de noviembre, centenares de ciudades estaban en llamas. La respuesta gubernamental, una vez más, fue anémica, con De Villepin llamando a restaurar el orden pero haciendo poco por lograr ese objetivo. Esta falta de acción llevó al incremento de la violencia, mientras el 6 y el 7 de noviembre traían algunos de los combates más feroces de toda la crisis, con la policía bajo fuego y luchando con centenares de jóvenes musulmanes invasores en las calles. Sorprendentemente, 10 días enteros después del comienzo de la verdadera guerra civil, el gobierno francés era aún reticente a declarar el estado de emergencia, quizá con la esperanza de capear ese contingente políticamente perjudicial.

Finalmente, en la undécima noche de los denominados "altercados", el presidente Chirac acudió en persona a las ondas por primera vez, afirmando que "La República está completamente determinada... a ser más fuerte que aquellos que quieren sembrar la violencia o el miedo".  Sin embargo, Chirac, anclado para siempre en la corrección política, prometió que se aplicaría la ley "en un espíritu de diálogo y respeto", y que se necesitaba "respeto para todos, justicia y oportunidades iguales" para poner fin al "callejón sin salida". De nuevo, las calmantes palabras de un funcionario francés eran recibidas con violencia en la calle, mientras 10 policías franceses eran hospitalizados por heridas de perdigón y la cifra de coches pasto de las llamas superaba los 1300.

Poco después, De Villepin anunciaría confiado a los reporteros que Chirac había ordenado el despliegue de 1500 policías adicionales para restaurar el orden en los suburbios de París, como si movilizar a pequeñas cifras de reservistas después de más de una semana de conflicto fuera ejemplo de sobresaliente gestión de crisis por parte del presidente.

El martes, el gobierno Chirac declaraba tardíamente el estado de emergencia, ordenando toques de queda a escala nacional y terminantes restricciones a la actividad pública. Las noticias llegaban doce días tarde para miles de empresarios y propietarios franceses de coches que eran testigos de que sus propiedades eran destruidas, y para Jean-Jacques Le Chenadec, un jubilado de 61 años apaleado hasta el coma en mitad de una calle de la ciudad. Tras el duro decreto de Chirac, De Villepin vio apropiado suavizar el golpe, disculpándose profusamente por el incidente de la granada de gas lacrimógeno en la mezquita.

Mientras De Villepin y Chirac se estremecían a puerta cerrada, Sarkozy hacía un hábito de visitar las comisarías de policía de primera línea, animando a los funcionarios a "centrarse en los arrestos", y a limpiar los vecindarios "con una manguera". Tal lenguaje duro, la perdición de la cuidada élite que se agitaba en Le Monde y la BBC, es popular al parecer entre los ciudadanos franceses que desean con desesperación orden y normalidad, mientras el acusado Sarkozy logra ya reunir el 57% del índice de aprobación. Esta cifra indica que la mayoría de la población francesa, incluyendo a los tenderos, los empresarios y los ciudadanos productivos que día tras día luchan por atajar la caída económica de Francia se preocupan aún por la justicia y el futuro de su nación. Esta asediada mayoría se enferma indudablemente ante la ambigüedad de Chirac frente a la constante anarquía. Desafortunadamente, sus preocupaciones están abocadas a ser ignoradas por los moradores de las castas mediática y política francesas, que consideran que el descontento del pueblo no es sino descaro cáustico por parte de desperdicios sin lavar. Mejor complacer al esfuerzo "del pueblo" de jóvenes alborotadores inmigrantes que tomar las medidas difíciles solicitadas por los ciudadanos franceses productivos.

La reciente crisis se hace especialmente preocupante porque fuerza a elegir al público francés entre dos extremos igualmente destructivos: un esfuerzo profusamente apoyado en favor del multiculturalismo articulado, o un repunte nacionalista clásicamente europeo que sólo alienará aún más a la población inmigrante. Si en la práctica se decide por cualquiera de los dos caminos, los ciudadanos franceses bienpensantes deberían sentirse justificados en culpar a los del gobierno Chirac, que no sólo ignoraron el hirviente odio de la población inmigrante de Francia, sino que no hicieron nada por contener sus manifestaciones en forma de disturbios.

 

Patrick Devenny es el Henry M. Jackson Fellow de seguridad nacional en el Center for Security Policy de Washington

Diario Exterior (España)

 



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