No es la primera vez que se compara la marejada de la violencia en México con la de Colombia. A propósito del carro bomba que estalló en Ciudad Juárez el pasado 15 de julio, Enrique Peña Nieto se apresuró a declarar que México comienza a experimentar “condiciones similares a las de Colombia”, debido a lo que llama “escalamiento de la violencia que pone en riesgo la vida de terceros”.
El presidenciable priista, que no pierde oportunidad para salir a escena, hizo un llamado de alerta a las áreas de inteligencia y a los cuerpos de seguridad del país, las cuales “deben estar muy pendientes para detectar cualquier indicio o sospecha de algún acto similar” (MILENIO Diario, julio 19).
Lo mismo se dijo durante el secuestro de Diego Fernández de Cevallos y cuando Rodolfo Torre, candidato del PRI a la gubernatura de Tamaulipas, perdió la vida al dirigirse a un acto de campaña. Y antes, cuando, en 2006, integrantes de Las Maras arrojaron cinco cabezas de zetas a la pista de baile de una discoteca en Uruapan, Michoacán.
¿Colombianización? Es posible hablar de similitudes, pero más de diferencias. ¿Cuáles son los estigmas hacia los mexicanos en otros países? ¿Hacer mofa del indio bajo un nopal con un enorme sombrero? ¿La idea de que todos los mexicanos cantan música ranchera y comen picante? Hace años, en la costa ecuatoriana, Toñito, de 12 años, me miraba atento una y otra vez. Hasta que no se aguantó y le dijo al poeta Iván Oñate: “Su amigo no es mexicano, no canta, canto más yo que soy ecuatoriano”.
Los estigmas de Colombia en el exterior tienen que ver con la coca. Aunque los capos mexicanos estén desplazando a los colombianos, la mala fama le toca al país sudamericano. Al grado que en algunos países europeos, España, por ejemplo, es un verdadero problema rentar piso siendo colombiano.
En un encuentro de escritores en Canadá un par de poetas mexicanos, urgidos por conseguir mariguana, tuvieron la brillante idea de pedirle hierba verde a una poeta colombiana. Quién sabe cuántas veces había vivido esa escena. El caso es que se enfureció y estuvo a punto de agredir al par de juglares aztecas.
En los años 80 y 90, los años duros de Pablo Escobar, Colombia vivió momentos terroríficos. Sobre todo si se toma en cuenta que miles de personas murieron en discotecas y restaurantes. El secuestro era una industria. Alguien podía ser secuestrado y vendido a los paramilitares o a la guerrilla.
No digo que la merezca, pero Colombia se ha ganado a chaleco la fama que tiene. Fue el primer país que falsificó euros cuando esta moneda salió al mercado. Las novedades editoriales se consiguen en el mercado negro a un precio irrisorio antes de que comiencen a circular por la vía legal.
Imposible negar que México se ha convertido en un río de sangre. Y que en ese río van los cadáveres no sólo de los emisarios de la violencia, sino también los de quienes no tienen vela en el entierro. Esas aguas han arrastrado también a periodistas, soldados y policías.
México se queda chiquito, sobre todo cuando se piensa en los escuadrones de la muerte colombianos, que a la sombra del poder, incluso alimentado por éste, acabaron con miles de vidas.
Basta mencionar un caso para guardar la enorme distancia: testimonios de periodistas como Felipe Zuleta hablan de miles de jóvenes, de entre 18 y 30 años, asesinados por las fuerzas armadas, en complicidad con grupos de paramilitares, para hacerlos pasar como bajas de la guerrilla y cobrar recompensa por ello. Burdos montajes que no se explican sin la anuencia de los altos mandos. En este caso, el ministro de Defensa de entonces, Juan Manuel Santos, que por cierto tomará protesta el 8 de agosto como presidente de Colombia.
Ocioso comparar a un país con otro por sus grados de violencia. Tan lamentable la barbarie de Colombia como la que cerca a México.