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28/07/2010 | EE.UU.: Diagnóstico erróneo, medicina fatal

Manuel Suárez-Mier

Después de 18 meses de frenética labor para finalizar su reforma financiera, que incluyó numerosas propuestas del Ejecutivo, interminables negociaciones legislativas e intensas presiones de grupos potencialmente afectados, el presidente Barack Obama firmó la semana pasada la ley correspondiente.

 

Se trata de un mamotreto de 2.319 hojas que pretende regular las actividades financieras y que promete evitar futuros desastres, como el que estuvo a punto de ocurrir en 2008 cuando parecía inminente la quiebra del sistema financiero mundial.

A reserva de hacer un análisis detallado de la más importante reforma regulatoria al aparato financiero de EE.UU. desde la Gran Depresión —Ley Glass-Steagall de 1933—, lo primero es preguntar si evitará una nueva hecatombe financiera.

La respuesta es un rotundo no, pues partir de premisas equivocadas sobre las causas que llevaron al borde de la quiebra al sistema financiero más grande y complejo del orbe, llevó al diagnóstico erróneo de sus males y a prescribir remedios incorrectos.

Obama y sus aliados achacaron a la codicia desmedida de quienes dirigían las empresas financieras de Wall Street de haber engendrado la crisis, cuando sus verdaderas causas se encuentran en los avances tecnológicos y en las acciones de política monetaria y crediticia de los últimos lustros.

La innovación, sobre todo en tecnologías de la información, permitió crear nuevos productos financieros “derivados” con base en lo que tradicionalmente habían sido transacciones bancarias básicas, como créditos hipotecarios, seguros de vida y endeudamiento en tarjetas de crédito.

En un mundo nuevo integrado globalmente en el ámbito financiero gracias a los avances tecnológicos aludidos, fue posible amalgamar buenos préstamos prendarios, clasificados por las empresas calificadoras de riesgos como AAA, con otros no tan buenos o de a tiro pésimos, sin perder su excelente clasificación, gracias a una innovadora alquimia financiera.

La tesis era que los nuevos instrumentos “derivados” se encargarían de distribuir en el mundo entero el riesgo inherente a los créditos que los respaldaban, con lo cual se diluiría el peligro de que los acreditados no pagaran. Es decir, conforme más se repartiera el riesgo, éste disminuiría.

Al mismo tiempo, el banco central de EE.UU. —el Banco de la Reserva Federal— mantuvo tasas de interés en niveles históricamente bajos con el ostensible propósito de que la economía no dejara de crecer y con la consecuencia inmediata que se financiaron proyectos que no eran rentables a tasas normales de interés.

Esto ocurrió con especial brío en el ámbito hipotecario pues desde los años noventa se había tomado la decisión política de surtir crédito a la gente que jamás había tenido con qué comprar una casa, lo que se hizo mediante la garantía de las enormes paraestatales apodadas Fanny Mae y Freddie Mac.

Así, se inventó la máquina perfecta para generar cuantiosas utilidades: dinero abundante creado por el banco central se convirtió en crédito barato que le permitió a la gente gastar sin ahorrar, comprar casas, vivir de fiado, y enriquecerse gracias a la colosal alza en los precios de los bienes raíces.

Al mismo tiempo, los bancos de Wall Street generaban cuantiosas ganancias creando instrumentos “derivados” con los préstamos a los consumidores endeudados, que a su vez vendían a bancos e inversionistas del mundo entero.

Lo asombroso de todo esto fue que la mayoría de los profesionales de la economía y las finanzas celebraba la nueva era de riquezas sin fin y sin riesgo que ahora era posible gracias a los avances tecnológicos y a los modernos alquimistas de este mundo feliz.

Como es bien sabido, este portento que prometía prosperidad inagotable sin trabajar ni ahorrar, era solo una burbuja especulativa que se vino abajo como castillo de naipes en cuanto empezaron a caer los precios de los bienes raíces y se descubrió que los “derivados” AAA siempre sí tenían riesgo y mucho.

Las 2.319 páginas de la reforma Obama no atienden las causas del desastre: una laxa política monetaria sostenida por muchos años por un Banco de la Reserva Federal al que ahora se le dan nuevas y amplias responsabilidades, y la alegre concesión de hipotecas con garantía de Fanny y Freddie, que hoy cargan con pasivos irrecuperables por 5,5 billones de dólares, la tercera parte del PIB de EE.UU.

Ahora se pretende evitar la siguiente crisis financiera con mayor regulación y más burocracia, cuando el origen de la anterior fue que los reguladores no se enteraron de lo que pasaba y que los burócratas indujeron crédito barato a quienes no reunían las condiciones para recibirlo.

Este artículo fue publicado originalmente en El Economista (México) el 26 de julio de 2010.

El Cato (Estados Unidos)

 



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