Del otro, el Dane informó el viernes que el desempleo a nivel nacional llegó al 11,6 por ciento en junio, 0,2 puntos porcentuales más que en igual periodo de 2009. Según la entidad, 2,5 millones de colombianos están sin trabajo, a pesar de que la población ocupada también ha aumentado hasta superar los 19,1 millones. Buena parte de ese incremento, sin embargo, lo explica el mayor número de subempleados, lo cual sugiere que la informalidad, que ya cubre a tres de cada cinco integrantes de la fuerza laboral, mantiene una tendencia al alza.

Ambas cifras representan, implícitamente, las luces y sombras que tiene Colombia en materia económica y social, ahora que está a punto de terminar el gobierno de Álvaro Uribe. Y es que en un país que se caracteriza por sus contradicciones, el bienestar no parece ser la excepción. Mientras una parte importante de los hogares ha conseguido mejorar su situación, la pobreza todavía cobija al 45 por ciento de la población, al tiempo que la distribución del ingreso es una de las peores de América Latina.

Tales realidades, en honor a la verdad, ya estaban presentes en agosto del 2002, cuando la presente administración comenzó su accionar. De hecho, una mirada a la fotografía de ese entonces y a la actual revela que hay grandes diferencias y que en general el balance es muy favorable. El desempleo, sin ir más lejos, se acercaba al 16 por ciento, en una nación que todavía sentía los coletazos de la fuerte recesión de finales del siglo pasado y que apenas parecía sobreaguar en medio de la desesperanza.

Como es bien conocido, el viento empezó a cambiar gracias a los éxitos de la política de seguridad democrática y a un entorno internacional más favorable, que incluyó una gran abundancia de capitales baratos y precios de las materias primas en franca elevación. Gracias a tales factores, y a un retorno de la confianza, empresarios y consumidores cambiaron de actitud. Colombia empezó a ver cómo la inversión privada llegó a ser, como proporción del PIB, una de las más altas de la región, dejando atrás el pesimismo de otros tiempos. Debido a ello, el ritmo de la economía tuvo importantes aceleraciones que solo fueron interrumpidas cuando la crisis internacional estalló hace un par de años.

Pero aun con ese lastre, el crecimiento promedio en los ocho años de la era Uribe fue un muy respetable 4,8 por ciento, incluyendo el pronóstico del 2010.

Y ese no fue el único logro. Para citar unos pocos, la inflación descendió hasta el 2 por ciento anual, la cifra más baja en 55 años; las tasas de interés llegaron a mínimos históricos; y la valorización de las acciones que se transan en la bolsa de valores superó todas las previsiones. No menos importante fue el auge de la inversión extranjera, que este año debería volver a acercarse a los 10.000 millones de dólares. Ahora el entusiasmo que despierta Colombia es palpable, en parte debido a las posibilidades que abre la bonanza minera y energética que apenas comienza.

Así las cosas, la herencia que recibe Juan Manuel Santos es sustancialmente superior a la que le correspondió a su predecesor. Aparte de un lunar aquí y una luz amarilla allá, el nuevo Gobierno tiene mucho más espacio para generar empleo, cerrar las brechas sociales que persisten y construir una sociedad mejor sobre los sólidos pilares económicos que le entrega Álvaro Uribe.