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29/08/2010 | El desencanto de los intelectuales

Juan Ramón Rallo

Advierte Jesús Huerta de Soto en su gran Dinero, crédito bancario y ciclos económicos de que “cada proceso de expansión va inexorablemente seguido de una etapa de doloroso reajuste, que es el caldo de cultivo ideal para justificar la ulterior intervención del Estado sobre la economía, y para que se argumente a nivel popular que precisamente la recesión económica pone de manifiesto las insuficiencias de la economía de mercado y ‘prueba’ que es necesario que el Estado intervenga más en la economía en todos los niveles para evitar que se reproduzcan las crisis y paliar sus consecuencias”.

 

No le supondrá al lector un gran esfuerzo encontrar una exacta correspondencia entre estas palabras —escritas en 1998— y la situación actual. La mayor parte de la gente tiene dificultades para comprender cómo funcionan los órdenes complejos y ante el más mínimo contratiempo apuesta por lo que considera sobreseguro: la planificación central deliberada. El capitalismo parece ser una “anarquía productiva” a la cual los políticos han de meter bajo vereda de manera recurrente.

En estas circunstancias, sería de esperar que los intelectuales contrarrestaran los impulsos naturales del público explicándole que el auténtico caos no surge cuando los individuos emplean un sistema descentralizado de señales para coordinarse, sino cuando piensan que la razón de un solo individuo o de un grupo de individuos será capaz de coordinar a todos los individuos; es decir, que el caos emerge cuando se pretende sustituir la interacción adaptativa de millones de planes individuales por un solo plan colectivo.

Pero precisamente porque corresponde a unos señores que se vanaglorian de su razón señalar cuáles son los límites de la razón, la tentación de los intelectuales será también la de despreciar la inteligencia dispersa del mercado y favorecer la planificación (su planificación). Durante un tiempo, cuando el mercado muestra sus mejores frutos, algunos intelectuales son capaces de resistir esta pulsión constructivista, pero tan pronto como nuestras sociedades entran en crisis, incluso las personas con una mayor inclinación liberal tienden a buscar formas de “arreglar” la economía y “protegerla” de futuras crisis.

Las crisis dan paso, pues, a un desencanto del mercado no sólo entre la población sino también entre los intelectuales. El caso de Martin Wolf es llamativo: primero monetarista, luego keynesiano y ahora contrario a la reducción del tamaño y de la presencia del Estado, incluso en versiones tan timoratas como las implementadas por Reagan o Thatcher. El economista jefe del Financial Times atribuye a la desregulación financiera de la “contrarrevolución conservadora” el enorme apalancamiento de nuestras economías y la crisis actual.

Lo relevante del caso no es tanto la falta de fundamento de las opiniones oportunistas de Wolf —él mismo recurre a esa máxima historicista e institucionalista tan nefasta de que “no hay leyes económicas universalmente válidas”— sino darse cuenta de cuan seductoras pueden llegar a ser en estos momentos las críticas a la libertad y las loas a la esclavitud. Porque el problema no fue la desregulación financiera, sino la desregulación en un contexto de fortísima intervención monetaria por parte de los bancos centrales. Destacar lo primero y olvidar lo segundo sólo demuestra un profundo sesgo pro-intervención que es precisamente el que debemos combatir con especial ahínco en estos momentos.

Lo que está claro es que la inmensa mayoría de intelectuales, convertidos de súbito en palanganeros del poder político, no nos serán de gran ayuda en esta batalla. Por fortuna, internet ha contribuido como pocas otras cosas a fragmentar el monopolio del conocimiento que hasta la fecha ostentaba la casta sacerdotal de la intelectualidad oficial; por primera vez, disponemos de un sistema de comunicación libre y descentralizado desde el que promover un orden libre y descentralizado. No sólo hemos de bregar contra los problemas económicos propios de la crisis y contra las catastróficas intervenciones de los políticos que sólo contribuyen a agravarlos, sino también contra ese exceso de racionalismo constructivista que desconoce sus propios límites, tan característico del estamento intelectual.

El Cato (Estados Unidos)

 



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