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16/09/2010 | Argentina - La guerra despiadada de los Kirchner

Carlos Pagni

«Como casi todos sus antecesores, los Kirchner son tributarios de un prejuicio que la historia se ha cansado de refutar: la idea de que el control de la prensa abre paso al control de la sociedad».

 

FALTA poco más de un año para que termine su mandato, y Cristina Kirchner está dando los últimos retoques al retrato con el que ingresará en la historia. Su gobierno será recordado como el que más esfuerzos realizó para limitar la libertad de prensa en la Argentina desde que, en 1983, se restauró la democracia en el país. Es un récord paradójico para alguien que llegó al poder con la promesa de liderar un proceso de regeneración institucional. En junio del año pasado, la presidenta y su esposo, el ex presidente Néstor Kirchner, perdieron las elecciones legislativas en los principales distritos del país y, en consecuencia, dejaron de controlar la mayoría de ambas cámaras. No pudieron retener la provincia de Santa Cruz, que venían dominando desde 1991. En la provincia de Buenos Aires, la mayor de todas, el derrotado fue el propio Kirchner, que compitió por una diputación. El año que viene estará en juego otra vez la Presidencia de la Nación y hay muchas razones para suponer que el elenco gobernante será desalojado del poder.

Desde 1987 los Kirchner no conocen otra actividad que el ejercicio de algún cargo público. Es posible que sientan terror ante ese desenlace. Tal vez así se explique que su estrategia para evitarlo sea tan rudimentaria. Ellos podrían corregir los factores que impulsan su decadencia. Reducir la inflación, por ejemplo. O moderar esa prepotencia que los exhibe cada día más aislados. Tal vez tendrían que eliminar aunque más no sea algunas de las grandes manchas de corrupción que enturbian su gestión. Por no ir a iniciativas más sofisticadas, como elaborar una política agropecuaria que deje respirar a los productores, o lograr que las industrias puedan proveerse de energía sin interrupciones inesperadas en invierno o en verano.

En vez de corregir estas desviaciones, los Kirchner prefirieron lanzar una guerra despiadada contra quienes las relatan. Su Gobierno colocó a los medios de comunicación independientes en el lugar del enemigo e intenta avasallarlos mediante el control de sus principales insumos. Los ataques son inorgánicos e improvisados, pero permanentes. Después de la derrota electoral del año pasado la presidenta se apresuró a hacer aprobar, en un operativo relámpago, una nueva ley de radiodifusión. El objetivo es fragmentar el mercado mediático de tal manera que ninguna emisora tenga escala suficiente como para desarrollarse sin depender de la publicidad del Estado. Los grandes medios son penalizados en beneficio de los órganos de difusión del Gobierno. Las empresas que superan un número determinado de licencias deben desprenderse de algunas de ellas en el término de un año. Ya hay varios allegados a Néstor Kirchner que se preparan para comprar lo que otros están obligados a vender.

Cristina Kirchner también estatizó la transmisión de los partidos de fútbol. Las empresas privadas de TV que proveían ese espectáculo quedaron debilitadas. Y la programación deportiva se saturó con la propaganda oficial. Varias compañías de TV por cable verán anuladas sus licencias en los próximos días. El pretexto es kafkiano: no consiguieron la autorización estatal que pidieron hace años, por culpa de los funcionarios que dejaron dormir en un cajón los expedientes. La maniobra más reciente contra el periodismo independiente es la más escandalosa. Se trata del intento de intervenir en la producción y comercialización del papel mediante la captura de la empresa Papel Prensa, que tiene como socios a los diarios «La Nación» y «Clarín», y en la que el Estado posee una participación minoritaria. El episodio es llamativo por lo arbitrario y por lo grotesco.

Los Kirchner confiaron la faena a un funcionario célebre por la tergiversación de los mensajes. Se trata del secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, quien quedó a cargo de las estadísticas oficiales desde que comenzó a acelerarse la inflación y a extenderse la pobreza. Moreno es violento hasta la extravagancia. Su primera aproximación a Papel Prensa fue para reunir a los directores del Estado y decirles: «El plan es intervenir la compañía. Pero cuidado con abrir la boca, porque ahí afuera tengo a mis muchachos, que son especialistas en quebrar la columna o hacerles saltar los ojos al que hable». Uno de los amenazados denunció la advertencia.

Empeñado en detectar alguna irregularidad que justificara la intervención, Moreno empezó a concurrir a las asambleas de la compañía en representación del Estado. En la última apareció con guantes de box. Aun así, no encontró los vicios que ella buscaba. Fue por eso por lo que su jefa, Cristina Kirchner, apeló a un trámite más expeditivo: imputar un delito de lesa humanidad a Bartolomé Mitre y a Héctor Magnetto, directivos de los diarios «La Nación» y «Clarín» que intervinieron en la compra de la empresa en noviembre de 1976. Para facilitar la tarea de la presidenta irrumpió en escena Lidia Papaleo, la viuda del financista David Graiver, el dueño anterior de Papel Prensa, fallecido en agosto de 1976, en México. Papaleo, quien confesó haber tenido varias reuniones con Cristina Kirchner y el secretario Moreno, recordó que ella había sido secuestrada y torturada por la dictadura militar, y que fue en medio de ese calvario que le arrancaron las acciones de la compañía. La presidenta certificó esa narración y mandó elaborar una denuncia penal para reparar aquella atrocidad.

Pocas horas antes de dar a conocer sus imputaciones, la señora de Kirchner debió corregir su reconstrucción histórica. Isidoro Graiver, hermano de David, y también sobreviviente de las cárceles del gobierno militar, le envió a su sobrina Sol Graiver, la hija de Lidia Papaleo, su versión de los hechos. La joven hizo publicar la extensa carta. Graiver afirmó allí, y después ratificó ante la Justicia, que cuando se vendió Papel Prensa, Papaleo estaba libre. Aseguró que si soportaba alguna presión no era la de los militares, sino la de Montoneros. Esa organización terrorista pretendía la devolución de los fondos obtenidos en un resonante secuestro, que habían dado en administración a su hermano David. La declaración de Isidoro Graiver coincide con la de otros testigos, con las confesiones de algunos montoneros, y con las investigaciones judiciales realizadas bajo gobiernos democráticos. Envuelto en el bochorno, el Gobierno debió limitar sus pretensiones sobre Papel Prensa a los términos de un extemporáneo proyecto de ley que declara de interés público la producción y comercialización del papel para diarios.

Por tan poco los Kirchner han pagado un precio muy caro. La autenticidad de su declamado compromiso con los derechos humanos es ahora motivo de sospecha. Su recurrente política de la memoria mutó en una reconstrucción fraudulenta del pasado puesta al servicio de un objetivo faccioso: utilizar la imputación de un crimen aberrante para una pelea de ocasión. El cinismo de esta operación, por la cual se reivindica el Estado de Derecho para poder vulnerar con mayor eficacia el Estado de Derecho, carga de una tensión especial el debate argentino sobre los medios de comunicación. Sin embargo, los desagradables rasgos autoritarios de esta aventura no logran ocultar su fondo ingenuo. Como casi todos sus antecesores, los Kirchner son tributarios de un prejuicio que la historia se ha cansado de refutar. La idea de que el control de la prensa abre paso al control de la sociedad. La convicción autocomplaciente de que los proyectos políticos no se derrumban por los vicios que corroen sus columnas, sino por las patrañas que los periodistas instalan en la cabeza de los ciudadanos. La creencia, tan vulgar como asentada, en que la gente es tonta.
*CARLOS PAGNI ES ANALISTA POLÍTICO DEL DIARIO LA NACIÓN-ARGENTINA

ABC (España)

 


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