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23/09/2010 | Es hora de democratizar la ONU

Carlos Alzamora

Desde su fundación, poco después de terminada la II Guerra Mundial, la ONU ha vivido prisionera del veto que se atribuyeron entonces los cinco países vencedores de esa contienda -Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Rusia y China- y que han ejercido y ejercen, tanto en los episodios más cruciales para la paz y la seguridad del mundo como en la elección del Secretario General de la Organización.

 

De esa forma, el Consejo de Seguridad -que ellos controlan con su veto- solamente presenta a la Asamblea General un único candidato a la Secretaría General -el que, de hecho, los cinco han aprobado- y que la Asamblea debe asumir. Con el mismo privilegio del veto, los cinco disponen sobre los más graves asuntos internacionales, que, como es natural, finalmente afectan a todos los Estados miembros de la ONU. En otras palabras, cinco países miembros -no electos- del Consejo de Seguridad deciden por los 192 Estados que conforman la ONU. ¿Puede haber algo más antidemocrático?

Los 187 países restantes se rebelan naturalmente contra este estado de cosas, que dura más de medio siglo, y a lo largo de estas décadas han elaborado diversos proyectos para reformar el organismo, pero no lo pueden lograr sin que los cinco aprueben el plan, y eso frustra cualquier iniciativa expuesta a su veto.

Parece que ha llegado la hora de cuestionar la justificación del veto y las bases de su presunta legitimidad. ¿Cuáles son? A juicio de los cinco, su victoria sobre Alemania, Italia y Japón hace 65 años. Pero vencedores y vencidos comparten ahora sus mismas organizaciones políticas, económicas y militares, e incluso son aliados en diversas operaciones bélicas a través del mundo. La II Guerra Mundial ha quedado atrás y ya no es una realidad que permita imponer condiciones a la comunidad internacional y, menos aún, mantener un privilegio exclusivo de cinco de sus miembros.

Pero hay una realidad más contundente. Porque desde su victoria de 1945, los cinco países detentadores del veto han sido todos derrotados, y no por potencias mundiales del calibre de las que ellos derrotaron, sino por países del Tercer Mundo, pequeños los más, pero poseídos todos del intenso patriotismo que les dio el triunfo: Estados Unidos por Vietnam; Francia por lo que era Indochina y por Argelia; Inglaterra por su imperio colonial que se rebeló y conquistó su independencia; Rusia por Afganistán y China por su propio pueblo, que, alzado en armas, derrocó al régimen de Chiang Kai-chek, que había recibido el privilegio del veto que heredó la República Popular China.

Otro presunto sustento del privilegio del veto, en términos de poder, fue la capacidad nuclear, de la que EE UU era el único poseedor en 1945. Poco después, Rusia la obtuvo por sus propios medios y se la trasmitió a China, Inglaterra la recibió de EE UU y, por la pertinacia de De Gaulle, Francia también la obtuvo, conformándose entonces el monopolio nuclear de los cinco. Pero China se la trasmitió a Pakistán, y EE UU y Rusia ayudaron a la India a obtener la suya. Y esta proliferación nuclear diluyó la condición monopolística de los cinco y contribuyó más bien -mediante la disuasión nuclear y el equilibrio del terror- a asegurar la paz entre Estados Unidos y Rusia, entre Rusia y China y finalmente entre la India y Pakistán, por no hablar de Corea del Norte y de las potencialidades de un equilibrio nuclear -positivo o negativo- para la paz en Oriente Próximo.

Porque EE UU y sus aliados entregaron también la capacidad nuclear a dos Estados que no estaban cualificados para recibir ese enorme poderío y asumir esa grave responsabilidad: Israel, que ya se había apoderado del territorio de Palestina y sojuzgado a su pueblo, y la Sudáfrica racista, que mantenía en situación de virtual esclavitud a la inmensa mayoría de su población. Pero tras la derrota del racismo, Mandela devolvió las armas atómicas de Sudáfrica para mantener a África libre de armas nucleares, tal como había hecho Latinoamérica con el Tratado de Tlatelolco, y como debió suceder también en Oriente Próximo, si hubiera habido sinceridad en el proceso de la no proliferación.

Los presuntos sustentos del veto de los cinco han perdido, pues, no solo su cuestionada legitimidad sino también su vigencia histórica, y los 187 países, que 65 años más tarde son aún víctimas del mismo, tienen todo el derecho a objetarlo si queremos construir en este siglo XXI un mundo más racional y justo y, consecuentemente, una ONU cuya estructura y sus reglas respondan a las realidades del mundo de hoy.

En ausencia de una propuesta institucional, el Grupo de los 20 cuenta con la visión, el realismo político y la capacidad para emprender e impulsar un proceso de reformas que permita el funcionamiento de una ONU democrática, capaz de asegurar la eficiencia, la racionalidad y la equidad de la gobernabilidad internacional en beneficio de todos sus Estados miembros. En vísperas de un nuevo debate en la Asamblea General de la ONU, es, tal vez, hora de iniciar el camino.

Carlos Alzamora es ex embajador de Perú en Estados Unidos, ex embajador de Perú en la ONU y ex secretario permanente del Sistema Económico Latinoamericano

El Pais (Es) (España)

 


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