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30/10/2010 | Mexico - La coladera del sur

Víctor Núñez Jaime

Por el Suchiate, en la frontera de México con Guatemala, se cuelan personas, comestibles, armas y drogas mientras la vigilancia se hace de la vista gorda.

 

Es de noche, y en la orilla del río se desborda una baja pasión. Dos cuerpos se juntan. Las caricias son intensas. La respiración se dificulta. Los latidos del corazón se aceleran. Él toca los pechos de ella. Después el abdomen. Luego le agarra las nalgas. La besa con fuerza. Ambos caen sobre una alfombra de crujientes hojas secas. Fuera ropas. Hay sudor. Jadeos. Gritos. Llanto. Ella se llama Claudia y la están violando.

En lo alto, la luminosidad de la luna y las estrellas son los únicos testigos. Nada ni nadie aparece para interrumpir el abuso. Ni siquiera los ladridos de un perro. Así que Claudia aprieta los dientes, llora y pide a Dios que todo acabe pronto. Derrotada.

Hace tan sólo unos minutos, Claudia había cruzado el río Suchiate, en la frontera de Guatemala con México, a bordo de una balsa improvisada. Quizá no necesitaba hacerlo de noche. En esta frontera no hay muro ni retén ni Border Patrol y se puede atravesar a cualquier hora del día. Así lo hacen todos los años unos 400 mil centroamericanos, según las autoridades migratorias mexicanas. Pero el coyote que guiaba a Claudia y a otras siete personas dijo que era mejor cruzar de noche. Lo que no tomó en cuenta (o tal vez sí) es que, apenas los migrantes comienzan a avanzar por el territorio mexicano, de noche son presa fácil de asaltos, extorsiones y vejaciones.

Fue en Ciudad Hidalgo, Chiapas. Se dirigían a una “casa de seguridad” para dormir y reponer fuerzas. Habían salido en la madrugada de Tegucigalpa, capital de Honduras. Cinco hombres jóvenes y tres chicas pagaron tres mil dólares a cambio de que los llevaran a San Diego, California, al sur de Estados Unidos. Los subieron a una camioneta y lograron llegar sin contratiempos hasta Tecún Umán, San Marcos, la ciudad guatemalteca más utilizada para cruzar de manera irregular hacia México. Ahí el coyote los entregó a otro “colega” con el fin de que se encargara de llevarlos hasta Tijuana, donde otro los pasaría a Estados Unidos. De modo que, al filo de la medianoche, después de cruzar el Suchiate, los ocho migrantes, el coyote y su ayudante comenzaron a caminar por Ciudad Hidalgo. Claudia sintió ganas de orinar. “Vete detrás de esos árboles. Nosotros le seguimos y ahorita nos alcanzas”, le dijeron. Claudia le pidió a una de las chicas que la acompañara. No quiso. “No pasa nada. Ve y luego nos alcanzas”, mencionó para “tranquilizarla”.

Y Claudia fue.

De entre los árboles saltó un hombre. En milésimas de segundo sometió a Claudia por la espalda. Con una mano le tapó la boca. Comenzó a llevársela a jalones a la orilla del río. No faltaba mucho para llegar, unos cuantos metros. La muchacha se resistía, y logró patear a su agresor. El golpe fue duro y certero. El hombre la soltó y, por un instante, vio la posibilidad de escapar. Quiso correr, pero enseguida se topó con la orilla del río. Se detuvo. Volteó. Con el semblante descompuesto miró la temblorosa autoridad de una navaja. Delcoyote y del pequeño grupo de migrantes no volvió a saber nada.

Cuando todo terminó, Claudia se sintió la mujer más sucia del mundo y le gritó al violador que la matara. Él sólo se rió y se fue corriendo. Claudia siguió llorando hasta que se quedó inconsciente.

Unas horas después, todavía de madrugada, una mujer la encontró. La despertó y la ayudó a vestirse. La abrazó y Claudia volvió a llorar. Juntas caminaron hasta llegar a una pequeña casa a medio construir. Despertaron a un señor dueño de una de las balsas improvisadas que todos los días cruzan el río transportando gente o mercancías, y llevaron a Claudia a un centro de salud de Tecún Umán. La revisaron y la dejaron en observación dos días. Se comunicaron con el consulado de Honduras. Unas pastillas y adiós. Al día siguiente Claudia ya estaba de vuelta en Tegucigalpa con su familia. Les contó lo sucedido, y su padre la golpeó hasta dejarla inconsciente. Cuando pudo despertar quiso irse de su casa. ¿A dónde?, ¿con qué dinero? De nuevo quiso que la mataran.

Una semana después, el día que salió a la tienda a comprar un encargo de su madre, se dio cuenta de que la gente la miraba de una forma extraña, de que murmuraban a sus espaldas. “¿Para qué sirve una mujer violada? Para nada. O para puta. Nada más”, pensó. Volvió a su casa y comenzó a llorar. Como todo el día, todos los días después de eso, sobre todo cuando su padre le gritaba o le pegaba ante la indiferencia de su madre y sus dos hermanas menores. Claudia había trabajado como ayudante en la cocina de una fonda, y después de casi un lustro había ahorrado tres mil dólares para irse a Estados Unidos con la intención de ayudar desde allá a su familia.

Una mañana fue a casa de un primo, y le pidió prestados 200 dólares para irse de nuevo. Esta vez sola, sin coyote y sin ningún acompañante. Se iría a Guatemala en autobús, y luego cruzaría todo México encima de los trenes de carga, como lo hacen muchos; era eso o morirse de hambre y de desprecio entre su gente.

Cuando llegó de nuevo a Tecún Umán y vio el río, sintió que si cruzaba estaría esperándola el violador. Pero no quería regresar arrepentida a su casa. Nunca. Otra mujer migrante le dijo que si no se animaba a continuar, que fuera a la Casa del Migrante, que ahí la ayudarían. Total, sólo estaba a unos pasos del río.

En la Oficina de Derechos Humanos de la Casa del Migrante, Claudia se desahogó al contar todo lo que le había pasado tres meses atrás. La llevaron al Centro de Salud y solicitaron ayuda psicológica. También la recomendaron en una fonda para que comenzara a trabajar y le permitieran alquilar un cuarto para quedarse. Claudia comenzó a alternar su trabajo de cocinera con las terapias y, al cabo de unos meses, empezó a sentirse mucho mejor. Se reconcilió con su familia (y con ella misma) y cada mes les envía un poco de dinero.

Ahora, casi tres años después de la violación, el rostro de Claudia —moreno, redondo, cejas depiladas, ojos negros— es una mezcla de indignación y de ternura. De fracaso y esperanza, de ingenuidad y valentía. Acaba de cumplir 26 años. Dice que tiene un novio que la quiere, comprende y respeta. Si todo va bien, pronto se casará y formará una familia en Tecún Umán. Y, mientras juguetea con el collar de fantasía que cuelga de su cuello, suelta: “Aquí me voy a quedar. No estoy dispuesta a cruzar la frontera. ¡Jamás!”.

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La Avenida Cero es una calle sin pavimento en Tecún Umán, ubicada a unos metros de la orilla del río Suchiate. Desde hace más de una década se le conoce como “Avenida del Migrante” porque aquí se ubica la casa que ha recibido a miles de personas de camino a México y Estados Unidos.

Al abrirse el portón verde lo primero que llama la atención es un mural. Se trata de una ilusión: Centroamérica y Estados Unidos sin fronteras. Un hombre carga algunas pertenencias y de sus sandalias cuelgan raíces recién arrancadas. Tiene un pie en lo que podría ser Costa Rica y otro en Belice. Parece que camina con la resignación de haber tenido que dejar su hogar y su familia para ir a buscar una vida mejor. Hay otras ocho figuras: tres hombres, tres mujeres, un bebé que carga una de ellas y un muchacho en movimiento sobre el centro y el noroeste de México. No se les percibe inquietud ni miedo, tan sólo expectativa. Ante ellos, el muro fronterizo de Estados Unidos se abre en dos, como lo hicieron las aguas del Mar Rojo frente a Moisés y su pueblo, para que pasen por una hermosa tierra de colinas verdes hasta la gran ciudad, llena de rascacielos. Sobre ella brilla un sol inmenso y ondea la bandera de las barras y las estrellas como si les diera la bienvenida.

En este lugar los migrantes pueden permanecer hasta tres días. La mayoría llega entre las seis de la tarde y las nueve de la noche; un promedio de 40 personas todos los días. Son gente dispuesta a ser dócil, a trabajar por lo mínimo, a vivir hacinada, a pagar con sudor susueño americano y a no volver a su país con las manos vacías. Gente a la que han asaltado. O golpeado. O violado, como a Claudia.

A todos les permiten bañarse y dormir. Les dan de comer. Un equipo de voluntarios les explica los riesgos de atravesar México y los derechos que les son inherentes como migrantes. También les recomiendan que se aprendan de memoria los teléfonos o direcciones de contacto que llevan por escrito, para evitar que se los roben y los utilicen para amedrentar y sobornar a las personas que los van a acoger. Si alguien lo necesita o, mejor dicho, si alguien se atreve a hacer una denuncia, la gente de la Oficina de Derechos Humanos les da asesoría legal. Luego reponen fuerzas y continúan su camino. “Los encaminamos con tres guardaespaldas: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo”, dice el padre Ademar Barfilli, fundador y director de esta casa.

Barfilli —estatura media, robusto, blanco, barba abundante y dicharachero— es conocido como El sacerdote de las fronteras. Veinte de sus 54 años de vida los ha pasado en los límites de Estados Unidos, México y Guatemala atendiendo a quienes se acercan a la Red de Casas del Migrante Scalabrini, una “congregación de misioneros creada en 1887 con el fin de auxiliar a los migrantes en sus necesidades espirituales y materiales”.

Ademar habla y deja escuchar su ligero acento brasileño. Cuenta que sus bisabuelos italianos eran inmigrantes en Brasil y que de ahí viene su sensibilidad por este fenómeno. En 1995 llegó a Tecún Umán, San Marcos, Guatemala, y con el apoyo de su congregación puso en marcha la construcción de la Casa del Migrante. La inauguró en agosto de 1997, y dice que a la fecha han pasado por aquí más de 100 mil personas. En la terraza, ahora vacía, donde se imparten charlas, el sacerdote cuenta los testimonios de las personas que auxilia. No da un sermón. Sólo quiere que lo que dice quede bien claro y, por momentos, el tono de sus palabras se eleva como para mostrar su indignación: “Mire usted: en 2005, después del huracán Stan, la ruta del migrante se ha reacomodado. El flujo migratorio ha bajado bastante, quizá hasta 50 por ciento. Ahora el transporte se ha dificultado, principalmente el tren. Además hay mucha inseguridad y corrupción de las autoridades. Y como el camino es más difícil, pues los coyotes han elevado sus precios. El cruce es por áreas más peligrosas. Todo es más tardado. Un guatemalteco, por ejemplo, tarda en llegar a la frontera norte de México como unos seis días. Las autoridades mexicanas son muy violentas. Amenazan y asaltan a los migrantes a mano armada o con arma blanca. Los policías mexicanos hacen tacto vaginal a las mujeres. A esto hay que agregar las pandillas de maleantes, que también perjudican”.

El padre Ademar toma aire y dice: “En Tecún Umán, la mayoría de la gente no encuentra trabajo. El sueldo mínimo no alcanza. Es más rentable pasar 10 migrantes que tener empleo. Se gana más. Nomás ‘engringan’ a las muchachas: las hacen güeras, les dan una visa falsa, se las llevan hasta Tijuana y luego las cruzan… Como 70 por ciento de la población del departamento de San Marcos tiene familiares en Estados Unidos. Y todos, con coyote o sin él, van a seguir yéndose. Muchos han nacido con la palabra ‘migración’ en la conciencia. Si les ponen un muro de cinco o 10 metros, los migrantes van a buscar otras formas para cruzar. La necesidad es mucho más grande. Además, aquí no se vive bien; hay tanta inseguridad, narcotráfico, muchas muertes por arreglo de cuentas. Tenemos balaceras todos los días. A la gente se le sube muy rápido la sangre, y subiéndose la sangre se calientan las pistolas”.

Quizá por todo esto que cuenta Ademar, a Tecún Umán se le conoce como La pequeña Tijuana. No sólo porque ambas son ciudades fronterizas, sino porque las dos son disputadas por organizaciones criminales. Hay la misma violencia y el mismo miedo. Tienen drogas, sexo, música y muerte. Son puntos clave en el tráfico de armas, personas y drogas. Según la Secretaría de la Defensa Nacional de México, Tecún Umán y Tijuana son los dos puntos extremos de La ruta del Pacífico, peleada una y otra vez por el cártel del Golfo y el de Sinaloa.

La mayoría de los escasos turistas recorre Tecún Umán a bordo de triciclo o bicitaxi. En el puente binacional, a la vista de todos y como si fueran “bancos ambulantes”, varias personas se acercan a los transeúntes para ofrecerles el cambio de divisas. Pesos mexicanos o dólares estadunidenses por quetzales. Con estas monedas ha de pagarse el bicitaxi pintado de blanco y azul celeste, los colores de la bandera guatemalteca.

Es muy difícil platicar con los conductores de estos vehículos. Su esfuerzo al pedalear por las calles llenas de baches, charcos de agua sucia y lodo podrido casi no les permite hablar: el paso del bicitaxi va dejando atrás gallinas que huyen despavoridas, perros famélicos, burros echados, niños que patean pelotas, canciones de reggaeton que patean el cerebro y muchachos que charlan afuera de una tienda mientras beben sus cervezas Gallo.

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La frontera sur de México no es sólo una línea fronteriza. Es una zona de integración, intercambio social y económico. Y una región de abusos. Tiene una extensión de mil 138 kilómetros; 962 colindan con Guatemala y 176 con Belice. En los límites guatemaltecos, voluntades dispuestas a ser torcidas con facilidad han permitido que las pandillas y las mafias dominen el lugar al no encontrar vigilancia.

Cruzar de Ciudad Hidalgo, Chiapas, México, a Tecún Umán, San Marcos, Guatemala, no tiene mayor problema. Se puede hacer con facilidad por el puente binacional o por las aguas del río Suchiate. Si se hace por el primero, habrá que identificarse. Si se hace por el segundo, no. En ambos casos no pasa nada. Los escasos vigilantes se hacen de la vista gorda. Por aquí puede colarse cualquier persona, se dedique a lo que se dedique, o cualquier cosa, sea lo que sea.

Este es el punto de partida para atravesar lo que para los centroamericanos es la gran frontera: todo México. Dos millones de kilómetros cuadrados. Ese es el tamaño del reto para los migrantes. La idea es atravesar el infierno sin quemarse los pies, pero la realidad es que para alcanzar el sueño americano antes han de tener una “pesadilla mexicana”. Frente al Suchiate, aún están a tiempo de volver. Pero no lo hacen.

Las dos riberas son peligrosas. Los abusos son muy pocas veces denunciados, por lo menos no ante el gobierno mexicano. Si alguien da cuenta de un robo, una golpiza, una violación o un secuestro, el Instituto Nacional de Migración puede responderle con una acusación por haber ingresado de manera ilegal al país y encerrarlo hasta por dos años en una cárcel o cobrarle una multa. Por eso el miedo y los bolsillos vacíos frenan las denuncias. También por eso la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) ha sido tajante: “Es una gran incongruencia ética y política reclamar respeto en la frontera norte, cuando nuestra frontera sur está en las condiciones actuales. Los abusos de policías mexicanos contra ciudadanos de Centroamérica son tan graves como los perpetrados por la patrulla fronteriza estadunidense contra mexicanos”. En junio de 2009 la CNDH fue más precisa: en menos de un año (septiembre 2008-febrero 2009) fueron secuestrados casi 10 mil migrantes centroamericanos que trataban de llegar a Estados Unidos.

Que se lo digan a Luis, un hondureño que ahora vive en Tecún Umán después de resignarse a no poder llegar al norte. Empeñó su moto y su casa, y salió de Tegucigalpa. Cuando llegó al río Suchiate, un balsero le cobró 150 pesos mexicanos por cruzarlo. De allí Luis tomó un taxi que lo llevó a Tapachula, Chiapas, pero ahí lo detuvieron unos policías y le quitaron todo el dinero que traía y su pequeña mochila con dos cambios de ropa. Después lo dejaron ir.

Aquella noche, enojado y desesperado, Luis caminó por una carretera oscura. Tenía hambre y frío. Llegó a un pequeño pueblo y se acercó a un anciano. Le preguntó hacia dónde estaba Tecún Umán. “Pues exactamente en dirección contraria a la que viene”, le contestó. A la orilla del Suchiate unos hombres ofrecían trabajo en una finca. Varios migrantes aceptaron con la intención de ganarse unos pesos. Luis también. Pasó ocho días cosechando plátanos. ¿Su sueldo? 50 pesos mexicanos. “Que por ser extranjero, me dijeron”. Se fue de ahí. Averiguó dónde salía el tren hacia el norte. Lo esperó dos largos días y nada. Se le terminó la paciencia y decidió regresar. Supo de la Casa del Migrante de Tecún Umán y fue a pedir ayuda, no para hacer alguna denuncia sino para encontrar trabajo. Ahora es velador en un taller mecánico. No gana dólares, pero agradece seguir con vida.

Milenio (Mexico)

 


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