De todos los despotismos, el democrático moderno es el más detestable. Vive nuestra sociedad actual una ola de prohibicionismo, demagógico y popular, que se traga libertades como jamás ha ocurrido antes, porque jamás ha tenido el Estado los medios técnico-burocráticos con los que hoy cuenta ni ha podido apoyarse en el ideal democrático como dogma de legitimidad insuperable para imponer y prohibir casi sin límite alguno. Hoy los Estados tienen una capacidad técnica de prohibir como nunca han tenido y tienen también la justificación democrática para hacerlo. Y lo hacen.
Vivimos una hemorragia de libertades imparable, que afecta a pequeños aspectos de la vida, ante el aplauso generalizado. Se prohíbe correr con el coche o tomar una copa de vino, ante el asentimiento general; se prohíbe fumar cada vez en más sitios, ante la celebración común; se prohíben los anuncios de prostitución, ante la aprobación social; se prohíben las corridas de toros, con un apoyo nada despreciable; se prohíben bollos, palmeras de chocolate o los juguetes de las hamburguesas, ante el asentimiento público.
Para toda prohibición hay una justificación, solemnemente argumentada, que alude a la seguridad, la salud o los derechos. Lo peculiar es que la ofensiva liberticida cuenta con el asentimiento general, incluso el entusiasmo: cada uno celebra la prohibición que al otro afecta, sin caer en la cuenta de que a cada uno afecta la prohibición que el otro celebra.
A diferencia del islámico, es éste un despotismo genuinamente occidental y democrático, basado a medias en la capacidad técnica y la legitimidad popular. Reduce a la persona a un hombre light: sin imperfecciones, sin apetitos, con la pulsión sexual como la única permitida y fomentada, por lo demás encerrado en sí mismo y controlado en casi todas sus manifestaciones públicas por el Estado. Es el despotismo democrático, la pesadilla futura que los autores liberales han intuido siempre y que está hoy más cerca que nunca.