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30/11/2010 | España: ¿Camino de perdición?

Lorenzo Bernaldo de Quirós

Después de Grecia e Irlanda, Portugal será el siguiente país en la dinámica de contagio, típica de una partida de dominó, en la que se halla inmersa la economía europea con la crisis de deuda desatada en los países periféricos de la Eurozona.

 

Tras la caída de la antigua Lusitania en las redes del rescate, las miradas de los mercados se dirigen ya hacia España como un serio candidato a necesitar asistencia financiera para conjurar el riesgo de una default. Esta amenaza se ve fortalecida por las declaraciones de la vicepresidente económica, Sra. Salgado, anunciando que el gobierno ya ha hecho todas las reformas precisas para estabilizar las finanzas públicas y facilitar la recuperación. Esto explica en buena medida, la reacción de los inversores, reflejada en la fuerte corrección a la baja de la bolsa y en la ampliación de la prima de riesgo de la deuda española; en otras palabras, la pérdida de confianza en la estrategia anti-crisis del gabinete socialista.

El ejecutivo portugués intenta evitar el rescate enfatizando que su situación difiere de la irlandesa y de la griega. En concreto pone de relieve la relativa solidez de su sistema bancario y una posición de las finanzas públicas menos deteriorada que la de los otros estados de la periferia de la Unión Europea (UE). Sin embargo, esta postura se ha visto debilitada de forma dramática por las alegaciones del principal partido de la oposición, el PSD, que acusa al gabinete luso de maquillar las cuentas públicas a la “griega”. Desde esta perspectiva a la ausencia de una política presupuestaria lo suficientemente agresiva para reducir el binomio déficit/deuda, a la presencia de una brutal pérdida de competitividad acumulada y a la existencia de unas perspectivas de crecimiento planas se une ahora la puesta en cuestión de la credibilidad de las cifras de las finanzas públicas. Si antes la intervención era inevitable, ahora esa opción se vuelve irreversible.

A priori, el rescate de Portugal tendría menos sentido que el de Irlanda porque la bancarrota del país tendría un menor impacto sistémico. Los bancos de Alemania, Francia, Bélgica tenían una elevada exposición ante el desplome de Irlanda, lo que hubiese contagiado a los sistemas financieros de esos países si el antiguo tigre europeo hubiese ido a la default. Sin embargo, dados los estrechos lazos entre los sectores bancarios de Portugal y de España, principal prestamista del país vecino, el hipotético colapso portugués se contagiaría a España, lo que se convertiría en un serio peligro para el conjunto de la Eurozona. Desde esta óptica, el salvamento de Portugal hay que entenderlo como el intento de crear un cortafuegos para que el incendio lusitano no se extienda a la vieja Piel de Toro.

Ese movimiento se entiende con mayor claridad si se tiene en cuenta un hecho fundamental: El Fondo Europeo de Estabilización Financiera tiene los recursos suficientes para “salvar” a las pequeñas economías periféricas pero no para cubrir las necesidades de financiación de la economía española durante los próximos tres años. Desde esta perspectiva se abriría una opción mucho más convencional y desagradable: La intervención de la UE y del FMI exigiendo a España un plan de estabilización capaz de garantizar la sostenibilidad de las finanzas públicas en el corto, en el medio y en el largo plazo, lo que llevaría aparejado de facto una quita o una moratoria del endeudamiento del sector privado y del público. De lo contrario, el riesgo de una default desordenada tendría serias posibilidades de materializarse. En otras palabras, las “potencias extranjeras” impondrían a un protectorado económico español la política adecuada para impedir que se transforme en un Lehman Brothers de consecuencias imprevisibles.

Ante este panorama, las opciones del gobierno son limitadas. Se ha tomado tanto el pelo, permítaseme el casticismo, a los mercados y durante tanto tiempo que cualquier iniciativa gubernamental orientada en la buena dirección adolece de una falta de credibilidad extraordinaria. Si la confianza es frágil y se pierde con rapidez, su recuperación se vuelve una tarea titánica cuando un gobierno presenta una trayectoria como la del español. Todo parece indicar que se ha atravesado ya esa delgada línea roja que convierte las situaciones en irreversibles, no para España, sino para los actuales gestores de la cosa pública. En este contexto, lo patriótico sería convocar al pueblo soberano y dar paso a un nuevo gabinete con la legitimidad y la fortaleza necesarias para abordar los problemas económico-financieros del país.

El gabinete lleva jugando demasiado tiempo a la ruleta rusa con la esperanza de que nunca estará la bala en la recámara. Ha considerado que cómo somos demasiados grandes para caer tiene un margen de maniobra inagotable porque de lo contrario el espectro de un riesgo sistémico para la economía española, europea y mundial tendría efectos devastadores. Esto es cierto pero también lo es que el pánico racional se ha apoderado de los mercados, que todo el mundo descuenta la imposibilidad de un rescate de la economía española y, por tanto, se ha comenzado a oír el viejo adagio: ¡Sálvese quien pueda! Cuando uno se juega su dinero, las apelaciones al patriotismo, al buenismo, a los demás están peor etc. no valen porque la gente huye de la amenaza de insolvencia de sus deudores y quien lo hace el primero tiene menos probabilidades de perder. Eso no es el comportamiento de un rebaño histérico, sino de gentes racionales que quieren huir de la debacle.

En suma, la tormenta financiera ha vuelto y se convertirá en un tsunami para la economía nacional. Que es cierto es evidente, cuando es discutible pero en ningún caso el desenlace fatal será más allá de la primavera…Nos adentramos en un shakespiriano “invierno del descontento”.  Eso sí, quienes esto pensamos, somos unos feroces antipatriotas y desestabilizadores, los enemigos internos, los agentes del imperialismo encargados de acabar con el paraíso español.

Este artículo fue publicado originalmente en El Economista (España) el 25 de noviembre de 2010.

El Cato (Estados Unidos)

 


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