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21/12/2010 | ¿Por qué hay que regular los mercados financieros?

Juan Ramón Rallo

Los socialistas de todos los partidos, lobbys, cuerpos intermedios, asociaciones y medios de comunicación llevan alrededor de cuatro años clamando por la regulación del sistema financiero.

 

El mercado es una jungla, nos repiten; tanto que no se puede dejar que las entidades financieras hagan de las suyas. Quieren regulación y supervisión draconiana; en EE.UU. la nueva legislación ya está en marcha y en el resto del mundo se está preparando el terreno con Basilea III (nótese que se trata ya del tercer parto regulatorio, con los nulos resultados que hoy padecemos).

Sin embargo, ¿qué tendrán la banca y las finanzas para que requieran de una mayor regulación que el resto de compañías privadas? Sí, podremos tildarlas de opacas o sombrías, pero la duda sigue siendo razonable. ¿Qué diferencia a los bancos de los otros sectores? ¿Qué los hace tan peligrosos como para que deban estar tutelada por numerosos organismos públicos? Una cosa, esencialmente una: los privilegios que el Estado previamente le ha dado.

Decía Bastiat que el Estado era la gran ficción por la que todo el mundo trataba de vivir a costa de los demás; aquel engañabobos que con la mano izquierda te quitaba lo que te había dado con la derecha. Con la banca sucede algo parecido: después de inflarla a privilegios que serían incomprensibles para una compañía mercantil al uso, se insiste en la necesidad de hipercontrolarla.

Claro, tantas prebendas se les han entregado que han terminado por convertirse en una bomba de relojería. Repasemos: primero se presiona a los bancos centrales para que refinancien a todos los bancos privados, incluyendo a las entidades ilíquidas e insolventes; luego, cuando el propio banco central ya se ha convertido en un estercolero incapaz de licuar sus pestilentes activos, se suspende temporal o permanentemente la convertibilidad de sus pasivos (es decir, se le concede al sistema bancario el privilegio de que... ¡no pague sus deudas!). Acto seguido, los papelitos impagados de la banca central (y de los bancos privados) se convierten en dinero de curso forzoso al que se protege con toda una serie de intervenciones (prohibición de las tenencias de dineros alternativos, obligatoriedad de abonar los impuestos con el dinero fiduciario, sujeción del dinero alternativo al impuestos de plusvalías…) y finalmente, merced a esa sustitución monetaria, la banca privada adquiere la capacidad de incrementar su iliquidez tanto como lo desee: el banco central deviene un prestamista de última instancia que protege al chiringuito financiero del punitivo colapso que se produciría ante su acumulación de impericias.

La suerte está echada. El Estado, al resguardar al sistema financiero de sus temeridades —diría más: al promover activamente que cometa temeridades—, coloca el patrimonio de todos sus clientes —de todos nosotros— al borde del abismo; si cae el castillo de naipes de la banca, caemos nosotros. Simplona conclusión socialista: como se trata de un sector tan sensible y con tantas ramificaciones, no queda más que domeñarlo, esto es, someterlo a los designios del poder político.

Ya tenemos por consiguiente la pintura entera: el Estado habilita a la banca para que cometa tropelías sin que sea sancionada por ellas (sin que quiebre) y, finalmente cuando, tras haberse amontonado los despropósitos, llega la sangre al río, descubrimos que el negocio bancario sin contrapesos es harto peligroso. Pero así las cosas, ¿qué contrapesos se le ocurre meter al Gobierno? No desde luego los que mejor funcionan, aquellos que operaban en un mercado libre y que taimadamente retiró; éstos los mantiene castrados bajo su control. Porque, ciertamente, el Estado no está interesado en regresar a un modelo de banca prudente y al servicio de sus clientes; más bien pretende emplear los privilegios bancarios en su propio provecho.

Sin ir más lejos, lo está haciendo ahora mismo, ¿o quiénes creían que estaban sufragando los descomunales déficits públicos que nuestros gobiernos cargan sobre las generaciones venideras? Pues la misma banca a la que presuntamente se quiere doblegar y que, en realidad, lleva ya décadas doblegada. Al cabo, el contubernio entre el sector público y el sector financiero no es nuevo: los políticos despilfarran, los banqueros se lucran y la sociedad paga los platos rotos. Ahora más que nunca si cabe.

No hay otra. Si de verdad quieren poner fin a los desmadres crediticios, desregulen. Pero desregulen de verdad, es decir, liberalicen. No se enroquen en un sistema que ora promueve el crecimiento del crédito, ora nos arrastra a un catártico estancamiento. Adórnenlo como gusten, pero tal es su perversa lógica, con o sin regulaciones públicas.

El Cato (Estados Unidos)

 



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