Cuando afirmé que las Fuerzas Amadas mexicanas luchaban injustamente en contra de la delincuencia organizada, fue porque estoy convencido de que no es el papel del Ejército ni el de la Marina la persecución de delincuentes por más sofisticados y peligrosos que éstos sean.
Antes que nada, desde este artículo, deseo enviar mi más emocionado y genuino reconocimiento a las Fuerzas Armadas mexicanas que injustamente luchan en las calles, plazas, parques, carreteras, pueblos, ciudades, puertos y alamedas de todo el país para exterminar, obviamente con arreglo a la violencia, a los envenenadores del pueblo de México. ¡Bravo, bravísimo! No nos merecemos el estado prerrevolucionario que ha generado el creciente número de pandillas que lucran con la salud de la nación. Cuando afirmé que las Fuerzas Amadas mexicanas luchaban injustamente en contra de la delincuencia organizada, fue porque estoy convencido que no es el papel del Ejército ni el de la Marina la persecución de delincuentes por más sofisticados y peligrosos que éstos sean. Tienen la obligación de imponer el orden público las policías, ya sean la federal o las locales, en la inteligencia de que las Fuerzas Armadas tienen un mandato distinto de acuerdo a la Constitución y que, si bien han entrado al rescate del país, es debido a la incapacidad de los políticos —todos los de ayer y los de hoy— de crear una fuerza policiaca eficiente y honorable que permita a nuestros soldados y marinos dedicarse a las tareas consignadas en la Carta Magna.
Confieso públicamente mi incapacidad manifiesta para llevar a cabo las tareas que con tanto éxito ejecuta el almirante secretario Mariano Francisco Saynez Mendoza. Yo no podría coadyuvar, por cobarde, en las investigaciones, como las que él y la Secretaría a su cargo, cumplen con tanta eficiencia en contra de los mercaderes de estupefacientes, ni en las persecuciones ni en los arrestos ni en las ejecuciones lícitas que se tienen que llevar a cabo con valentía y disciplina castrense, para someter al imperio de la ley a los bandidos. No tengo el temple, no, no tengo las agallas ni el temperamento ni la formación ni el coraje ni la audacia ni la temeridad para enfrentarme a hampones tan peligrosos y siniestros como afortunadamente lo hace nuestro almirante secretario de la Marina mexicana y su equipo de trabajo. Basta con leer los periódicos para percatarnos de los golpes espectaculares que los marinos mexicanos le han propinado a estos macabros delincuentes que atentan igualmente contra lo mejor de México, como sin duda lo son nuestros hijos. Golpe tras golpe he aprendido a admirar a nuestros marinos.
Dicho lo anterior y una vez reconocida la eficaz labor de la Secretaría de Marina en el combate al narcotráfico, misma que hoy resulta imprescindible, debo reconocer que esta ejemplar institución dirigida por hombres, también puede incurrir en errores y estos errores deben ser admitidos públicamente precisamente para realzar la dignidad, ya rescatada, de la institución. En el caso concreto de Patricia Terroba brutalmente ejecutada por un lamentable error en el fraccionamiento Los Limoneros de Cuernavaca, se requiere, con la misma valentía que los marinos defienden la integridad de la nación, sea externada una disculpa en la que se admita la responsabilidad en que incurrieron involuntariamente al haber privado de la vida a esta mujer, madre de familia, honorable, cálida y ejemplar, que salió precipitadamente de su hogar para auxiliar a su madre que agonizaba en un hospital de Cuernavaca. En dicho evento perdió la vida Patricia, cuyo automóvil registró 60 orificios de bala al ser confundida con los hampones. De la lectura de ciertos elementos probatorios de los que me he hecho y una vez escuchados diversos argumentos, es claro que a Patricia no le hicieron ninguna señal para que se detuviera. Simplemente pasó por una calle en la que nuestros marinos empezaban un fuego cruzado en contra de unos poderosos delincuentes que se encontraban alojados en una casa habitación de ese fraccionamiento. Patricia tuvo la mala suerte de pasar precisamente por esa calle y perdió la vida como consecuencia de los disparos hechos por un error de los marinos. Es clara la confusión: de haberse conocido su origen e identidad por supuesto que nadie hubiera accionado su arma en contra de ella, nadie. La realidad es que se omitió proteger la integridad física de quienes se encontraban en dicho lugar, error que no debe de permitirse en futuros intentos para atrapar a delincuentes.
Patricia no era una delincuente, sino una madre de familia, una ama de casa virtuosa y generosa que nunca opuso resistencia a los llamados de la autoridad ni se encontró arma de fuego alguna en su vehículo ni fue advertida de que detuviera la marcha ni se les permitió a sus familiares acercarse a su automóvil para tratar de auxiliarla y constatar si todavía se encontraba con vida.
El único objetivo que persigo con estas líneas no es lograr la reparación del daño, un propósito imposible, ni pretender una indemnización a los familiares: sólo deseo que, apartado de toda prepotencia se le obsequie, al menos, una justificada disculpa a los deudos. Lo cortés no quita lo valiente. Si los marinos se equivocaron, por lo menos deben disculparse para demostrar su calidad humana y respeto ante los sentimientos ajenos. Por lo demás, sólo espero que se sancione a quienes cometieron este asesinato imprudencial para evitar que se repita. Cualquier marino, padre de familia, en las mismas circunstancias esperaría una disculpa reconciliatoria de la autoridad. Pensemos en los deudos…
*Escritor
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