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12/01/2006 | América Latina: La democracia de izquierda

Lucía Luna

Aunque no de manera homogénea, desde su pasado colonial compartido, las naciones de América Latina parecen avanzar por periodos políticos afines. En lo que la politología moderna ha dado en definir como “el efecto dominó”, cuando un país, o un grupo de países, entra en una determinada dinámica, la misma parece extenderse por toda la región. A veces, deliberadamente inducida; siempre, motivada por las variables socioeconómicas de coyuntura.

 

Así, por ejemplo, con excepciones como Cuba o Panamá (que se escindió de Colombia), prácticamente todas las colonias se independizaron de la Corona española en el primer tercio del siglo XIX, muchas en un mismo decenio, algunas hasta en un mismo año. Después, se vieron sumergidas en las luchas de poder de las burguesías criollas, dentro o fuera de sus antiguos límites coloniales; cortejadas o invadidas por potencias extranjeras emergentes, dominadas por caudillos de nuevo cuño o sacudidas por revueltas populares. La inestabilidad, en todo caso, fue su signo distintivo.

El siglo XX no modificó esta característica, pero sí mostró una nueva rectoría: la estadunidense. Si bien Estados Unidos emergió como potencia mundial hasta después de la Primera Guerra Mundial, en el Continente Americano empezaron a mostrar su poderío desde mucho antes. La Doctrina Monroe no se limitó a una mera fórmula como ya la habían demostrado 100 años antes la compra a Francia de la Louisiana, la apropiación de la Florida, el despojo de los territorios del norte de México o la disputa con España por Cuba al cambio de siglo.

Así, en los primera mitad de la centuria pasada, si bien Washington continuó con algunas ocupaciones militares, emprendió la que de ahí en adelante sería su política distintiva: el apoyo a gobiernos autoritarios afines, civiles o militares, como el de Somoza en Nicaragua, el de Trujillo en Dominicana o el de Batista en Cuba; la desestabilización por la CIA de los regímenes que eran hostiles al avance de sus intereses económicos o, de ser necesario, la organización de un golpe interno, como ocurrió en 1954 con Jacobo Arbenz en Guatemala.

Pero fue después del triunfo de la Revolución Cubana en 1959, y su posterior acercamiento a Moscú, cuando Estados Unidos diseñó una estrategia de contención continental. Aunque el fenómeno del golpismo ciertamente no era nuevo en América Latina, fue notorio cómo después de esa fecha Paraguay, Brasil, Bolivia, Ecuador, Chile, Uruguay, Perú, Argentina fueron cayendo sucesivamente bajo regímenes militares. Entre mediados de los sesenta y de los ochenta, en Sudamérica prácticamente sólo Colombia y Venezuela se salvaron de una asonada, gracias a acuerdos interpartidarios que mantuvieron el control de las oligarquías locales.

En Centroamérica y el Caribe, donde la radicalización social era mayor, el golpismo se combinó con cruentas guerras civiles. Aunque no todo salió como Washington deseaba. En Nicaragua ganaron los sandinistas, en Panamá avanzó el torrijismo, en Granada surgió el movimiento de la Nueva Joya y en Jamaica Michael Manley desafió al Fondo Monetario Internacional. Todos pagaron su atrevimiento. La Contra desgastó a los sandinistas, Torrijos murió en un sospechoso accidente aéreo, Granada fue invadida y el gobierno de Manley desestabilizado por la CIA.

No se trataba de una política improvisada. Bajo la consigna de la seguridad nacional, tanto los marines y los boinas verdes estadunidenses, como sus testaferros locales, fueron entrenados deliberadamente en la represión. Prácticamente no hubo militar latinoamericano de alto rango que por esas fechas no pasara por la Escuela de las Américas. Las detenciones arbitrarias, la tortura, las ejecuciones o simplemente las desapariciones se convirtieron en norma tanto en los países bajo régimen militar como en guerra civil; y hasta México, con su peculiar sistema de partido único que lo salvó del golpismo, tuvo su capítulo de “guerra sucia”.

Agotado, sin embargo, este esquema, de pronto a mediados de los ochenta uno tras otro, así como fueron cayendo bajo la bota militar, los países latinoamericanos empezaron a retornar a la democracia. El proceso sería largo y viviría todavía algunos capítulos cruentos como la ofensiva final en El Salvador o la invasión estadunidense en Panamá. Pero luego, a punta de votos, tanto Pinochet tendría que abandonar el poder en Chile, como los sandinistas en Nicaragua; y hasta tiranías de decenios como la de Stroessner en Paraguay o la de los Duvalier en Haití, acabarían por sucumbir.

La apertura de la Unión Soviética con Gorbachov y el derrumbe después de todo el bloque socialista, a principios de los noventa, acabarían por cerrar el capítulo de una guerra no tan fría en el espacio latinoamericano. Vendrían entonces los gobiernos encabezados por tercnócratas o empresarios y, con ellos, la instalación en pleno del modelo neoliberal, las privatizaciones masivas, los tratados comerciales, el reinado del mercado. También sus lastres: la corrupción a gran escala, la concentración de riqueza, la depredación del medio ambiente, el tráfico de todo, la violencia social.

Ahora, a 20 años de iniciada esta “recuperación democrática”, parece estar en marcha otro viraje conjunto. No es que ya no existan focos de inestabilidad ni que no hayan sido derrocados gobernantes como en tiempos anteriores, pero notoriamente las sublevaciones han tenido un carácter civil, cuando mucho cívico-militar, y después de la defenestración del mandatario en turno, han vuelto al cauce institucional y a la legitimación electoral. Así ha ocurrido, por ejemplo, en Ecuador, Argentina, Perú o Bolivia.

Pero hay un elemento más: muchos de los nuevos gobiernos elegidos representan una clara orientación hacia la izquierda.

Paradójicamente, este ciclo lo iniciaría uno de los últimos en perpetrar un intento de golpe tradicional: el coronel Hugo Chávez, quien después de purgar siete años de cárcel por ese motivo, salió para convertirse en candidato y luego en presidente. Después le seguirían el socialista Ricardo Lagos en Chile; el travalhista Lula da Silva, en Brasil; el justicialista Néstor Kirchner, en Argentina; Tabaré Vázquez del Frente Amplio, en Uruguay; y el mismísimo hijo del general Torrijos, Martín, en Panamá. El más reciente eslabón sumado a esta cadena es el líder cocalero Evo Morales en Bolivia.

Pero todavía se esperan varios agregados. En este año habrá en la región otra oncena de procesos electorales y las encuestas muestran que, por lo menos, tres países más podrían sumarse a esta ruta. En Chile todo indica que la candidata Michelle Bachelet conservará la presidencia para el socialismo; en Perú se perfila otro líder indígena, Ollanta Humala; algo similar podría ocurrir en Ecuador y, en México, el ganador podría ser el perredista Andrés Manuel López Obrador.

Lo interesante de esta tendencia es que no se trata de una estrategia deliberada, mucho menos orquestada por Washington. También que incluye izquierdas diferentes, unas más radicales y otras moderadas; algunas de larga tradición y otras de reciente formación, con rasgos no sólo populares, sino marcadamente civiles y en muchos casos étnicos. Que, además de reivindicar los habituales derechos sociales y económicos, incluye temas de la agenda global como los derechos humanos y de las minorías, migración, medio ambiente, políticas de género y reproductivas, libertades ciudadanas y más. Pero, sobre todo, que no es producto de acciones armadas, sino de la clara voluntad de los electorados.

Esto, sin embargo, no ha impedido la polarización política y, sobre todo, discursiva. De hecho, las fuerzas en pugna han optado por revivir los fantasmas ideológicos del pasado, aunque con nuevos nombres. En desuso los epítetos de “gorilas” para la derecha y de “subversivos” para la izquierda, ahora se descalifican como neoliberales y populistas. Entendiendo por los primeros a los que se someten al mercado global y, por los segundos, a los que presuntamente pretenden el retorno al nacionalismo estatista.

Tal discurso no deja de tener eco en una región que no acaba de cerrar del todo sus heridas de una confrontación de decenios, y en la que prevalecen las injusticias sociales que le dieron origen. También, donde a pesar de su descuido político, Estados Unidos sigue ejerciendo su poderío económico y teniendo presencia militar, ahora con los nuevos argumentos del narcotráfico y el terrorismo. Y no puede descartarse que intervenga –como ya lo hizo subrepticiamente contra Chávez en Venezuela– en caso de que vea seriamente afectados sus intereses.

La posición de Washington hasta ahora ha sido ambigua. Mientras el director de la CIA, Porter Goss, alertó el año pasado sobre “focos rojos” ante el advenimiento de candidatos “no deseables” para los intereses estadunidenses, la Casa Blanca ha dicho, por lo menos en público, que puede colaborar con gobiernos de diversas tendencias siempre que se apeguen al marco democrático. Lo mismo han expresado directivos del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, y la CEPAL dijo que no observaba ningún escenario de inestabilidad por el ascenso de la izquierda en América Latina.

Más que los factores externos, la viabilidad de esta nueva orientación en el ámbito latinoamericano dependerá probablemente de sus propios protagonistas. Si bien los electores, por el momento, parecen decididos a seguir apoyando un giro hacia la izquierda, varias torpezas y el desgaste en el ejercicio del poder ya muestran sus estragos. La exaltación de Chávez ha dividido a sus compatriotas; la corrupción ha puesto en riesgo la reelección de Lula; los piqueteros tienen acorralado a Kirchner; Lució Gutiérrez fue derrocado en Ecuador porque traicionó a quienes lo llevaron al poder y Alejandro Toledo, aunque nunca se ostentó como de izquierda, pero sí reivindicó sus raíces indias, no llega ni a diez puntos de aprobación.

Para sacar adelante sus proyectos, los que ya están y los que lleguen tendrán que encontrar una fórmula de conciliación entre los intereses de las mayorías y las elites locales, además de lidiar con las exigencias del mercado global. Al mismo tiempo, sería deseable, que respetaran los principios y las leyes. De la habilidad que demuestren para jugar con estas variables, dependerá que pueda escribirse un capítulo novedoso y duradero en la historia latinoamericana. De lo contrario, sólo será el inicio de una crisis más.

Proceso (Mexico)

 



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