Los regímenes autoritarios y dictatoriales de la región, como Túnez, viven horas difíciles y un futuro incierto ante la revuelta social generada por la crisis económica y la falta de libertades democráticas.
La caída
del dictador tunecino Zine Abidine Ben Ali a mediados de enero ha provocado una
profunda crisis política en África del Norte, una región gobernada desde hace
décadas por regímenes corruptos tolerados por los países occidentales. Los
célebres “déspotas amigos” —el egipcio Hosni Mubarak, el argelino Abdelaziz
Bouteflika, el libio Muammar Gaddafi y el rey marroquí Mohammed VI— podrían ver
peligrar su poder si se produce el temido “efecto contagio” de la revuelta en Túnez,
surgida en el marco de economías maltrechas afectadas por la crisis mundial que
se desató en 2008, así como por el fantasma del islamismo radical que cada día
gana más adeptos en la zona.
TÚNEZ, MON
AMOUR
A pesar
que llevaba 23 años en el poder, fuera de Túnez muy pocos sabían quién era Zine
Abidine Ben Ali hasta que la revuelta civil iniciada a finales de diciembre lo
forzó a abandonar de forma precipitada el país el 14 de enero. Nacido en 1936,
Ben Alí bien podría ser considerado un arquetípico déspota norafricano:
ingeniero de profesión y militar de vocación, formado en Francia y Estados
Unidos, estuvo en la cocina del poder tunecino desde que el país se independizó
de los franceses en 1956. Nombrado director general de Seguridad en 1958 por
Habib Burguiba, primer presidente del país, Ben Alí se transformó rápidamente
en el brazo armado de un gobierno que demostró pronto su ferocidad y su falta
de respeto por las más elementales normas democráticas. Al mando de las fuerzas
militares que reprimieron las revueltas sindicales en los años setenta, Ben Alí
llegó a ocupar el cargo de Primer Ministro del gobierno de Burguiba, hasta que
depuso a su mentor en un golpe de Estado en 1987, un movimiento militar tan
suave que fue llamado “el golpe médico”: el viejo mandatario estaba enfermo y
recluido en Palacio desde hacía meses.
En 1989
convocó a elecciones, aunque sin permitir que se presentaran opositores de
peso: así ganó con poco más de 99 por ciento de los votos, mientras que en 1994
obtuvo 99.9 por ciento. En 2002 modificó la Constitución porque le impedía
repetir mandato, y en octubre de 2009 volvió a presentarse, como candidato esta
vez tras haber proscrito a los partidos islámicos y a los movimientos de
izquierda. En esa ocasión el voto a su favor alcanzó 89.6 por ciento.
Túnez es
un país pequeño con apenas 10 millones de habitantes y con 40 por ciento de su
territorio ocupado por el desierto, así que Ben Alí no tuvo muchos problemas
para gobernarlo con mano de hierro. Francia se transformó en su máximo sostén,
lo que alentó la inversión en una economía que no tardó en florecer apoyada en
el turismo, la agricultura, la industria textil, la explotación de recursos
naturales y la especulación inmobiliaria: tener una casa en las costas
africanas se puso en boga entre los ricos europeos. Con mil 250 empresas de
procedencia francesa en el territorio, París actuó como pantalla política del
régimen hasta días antes de su caída. Desde Washington se veía con preocupación
la falta de legitimidad democrática, la censura a la prensa y la proscripción
de los opositores, pero se guardó respetuoso silencio ante los atropellos
porque Ben Alí representaba una eficaz barrera contra el islamismo radical.
Burguiba
había comenzado su gobierno coqueteando con un socialismo al estilo del que
cultivaba el libio Muammar Gaddafi, marcado por fuertes dosis de nacionalismo
laico. Pero en los últimos años de su gobierno decidió que era mejor hacer
negocios y abrió la economía a la inversión extranjera. La receta funcionó a la
perfección durante dos décadas: prosperidad económica a cambio de falta de
libertades políticas. Pero en 2008 llegó la crisis a Occidente, y los gobiernos
amigos del Mediterráneo la padecieron con especial dureza. En 2009 la entrada
de capital extranjero cayó en 33 por ciento y la desocupación creció hasta
llegar al 13 por ciento actual, lo que afectó en especial a la población joven.
Para agravar aún más las cosas, durante los últimos años la economía había ido
quedando en manos de la élite en el gobierno, que a veces utilizaba métodos
expeditos para apropiarse de los negocios más rentables. Mención especial
merece la familia de la mujer del ex dictador, los Trabelsi, dueños de las
empresas más lucrativas del país, expropiadas siempre bajo el alegato de
“razones de seguridad nacional”.
El 17 de
diciembre de 2010 Mohamed Bouaziz, un desempleado de 26 años, se inmoló frente
a la alcaldía de su pueblo. Protestaba porque la policía le había confiscado su
puesto de frutas y verduras por no tener el permiso que exige la agobiante
burocracia nacional. El incidente dio pie a las primeras protestas, que
crecieron a medida que pasaban los días. El seis de enero Bouaziz murió en el
hospital y la revuelta llegó a las grandes ciudades. Lo demás es historia
conocida. El presidente huyó el 14 de enero. Francia le negó asilo en su
territorio, ya que los dictadores amigos son incómodos cuando caen en
desgracia.
SI VES
LAS BARBAS DE TU VECINO CORTAR…
La caída
de Ben Alí, en la que tuvieron un rol importante las redes sociales —en
especial Twitter y Facebook— alarmó en Egipto, otro vecino del norte de África
que ha vivido sometido a gobiernos autoritarios desde que se independizó del
Reino Unido en 1936. En 1952 el coronel nacionalista Gamal Nasser dio un golpe
de Estado para acabar con la dinastía del rey Faruk I, demasiado permeable a
los intereses británicos. Nasser sobrevivió en 1956 a un ataque militar de
franceses, ingleses e israelíes que intentaron, sin éxito, deponerlo después de
la nacionalización del estratégico Canal de Suez y, a su muerte por infarto en
1970, amargado por el fracaso nacional en la Guerra de los Seis Días (1967) con
la que intentó derrotar al Estado de Israel, ocupó el poder Anwar el-Sadat.
También militar, en 1976 Sadat dejó de lado las veleidades socializantes de su
predecesor, rompió lanzas con la Unión Soviética y se acercó a Estados Unidos.
En 1979 firmó la paz con Israel y reconoció la legitimidad del Estado judío. La
osadía le costó la vida: en 1981 fue asesinado durante un desfile militar por
un grupo de oficiales integristas.
El poder
acabó en manos de otro militar, Hosni Mubarak, quien mantuvo la política de
acercamiento a Occidente, e incluso llegó a participar en la Guerra del Golfo
contra Irak en 1991. Propulsor de una economía de mercado sin libertades
políticas, Mubarak fue reelecto por amplísimas mayorías en 1987, 1993, 1999 y
2005. Si su delicado estado de salud no se lo impide —está a punto de cumplir
83 años—, Mubarak pretende dejarle este año el poder a su hijo Gamal.
Durante
el transcurso de la pasada semana Egipto vivió con especial virulencia los
ramalazos del “efecto contagio” que trajo la revuelta en Túnez. El martes,
también gracias a las redes sociales —aunque Twitter está bloqueado en Egipto—,
la oposición llevó a cabo las protestas más violentas que se vieron en el país
en los últimos años, con un saldo de tres muertos y centenares de opositores en
la cárcel. Con 81 millones de habitantes —es el país más poblado del mundo
árabe—, su frontera con Israel justificó durante décadas que Occidente
prefiriera un régimen policial antes que abrir las puertas a la llegada de una
teocracia islámica; pero el carácter urbano y laico de las revueltas de la
última semana han encendido las luces de alarma.
EL
FANTASMA DE LA GUERRA CIVIL
Si las
cárceles egipcias son famosas por la ferocidad de las torturas que allí se
practican, el gobierno de la vecina Argelia bien podría ser considerado el más
sanguinario de todos los que gobiernan en la región. Con variantes, la historia
se repite en este gigantesco país de 35 millones de habitantes. Independizado
de Francia en 1962 luego de una virulenta guerra, el poder quedó en manos del
Frente de Liberación Nacional, de tendencia socialista y filosoviética. Luego
de un breve idilio revolucionario durante el gobierno de Ben Bella (1962-65),
el poder pasó a manos del Ejército con el golpe militar de Houari Boumedienne
(1965-78), quien llevó a cabo un gobierno de corte socialista y laico. Su
sucesor, Chadli Bendjedid (1978-82), también procedente del Ejército, dio un
vuelco a la política exterior, se acercó a Occidente y promovió reformas
liberales en la economía.
Ante la
magnitud de las protestas que se produjeron en 1988, cuando el país atravesaba
una de sus tantas crisis económicas, Bendjedid pensó que lo mejor era promover
una apertura democrática, por lo que en 1989 introdujo el multipartidismo. Pero
como sucede a menudo en África del Norte, al gobierno no le gustaron todos los
candidatos que se presentaron y puso palos en la rueda al Frente de Fuerzas
Socialistas, integrado por antiguas figuras de la revolución de 1962, que al
final se inclinó por boicotear los comicios. El resultado fue inesperado y
atroz: para expresar su disconformidad con el oficialismo, el electorado le dio
la victoria al Frente Islámico de Salvación en las elecciones municipales y
provinciales de 1990.
Bendjedid
comprendió la magnitud del desastre que se avecinaba y modificó la ley
electoral para hacerle la vida más difícil al FIS, que comenzaba a virar al
integrismo fanático. No obstante esta formación ganó la primera vuelta de las
elecciones presidenciales de 1992. Pero el Ejército decidió dar una patada al
tablero democrático y produjo un cruento golpe de Estado: suspendió los
comicios y desalojó a Bendjedid del poder. El país enfrentó la guerra civil,
una de las más terribles que se dieron en todo el continente durante el siglo
XX, y que costó la vida a cerca de 200 mil personas en la década de los
noventa.
En 1999
ganó las elecciones un antiguo luchador de la guerra de independencia,
Abdelaziz Buteflika, quien llegó al gobierno con un programa de reconciliación
nacional, pálidos intentos de reforma y una tímida apertura hacia el islamismo
democrático. En 2000 firmó la paz con las organizaciones islámicas y en 2004
fue reelecto con 83 por ciento de los votos en elecciones dudosas. En 2009
volvió a ganar los comicios. Francia y España son los sostenes económicos y
políticos del actual gobierno.
A
diferencia lo que sucede en Egipto, en Argelia la oposición tiene serias dudas
sobre la conveniencia de salir a las calles a protestar. El fantasma de la
guerra civil inmoviliza a los ciudadanos, asqueados de la corrupción del
régimen y hartos de la censura.
Con
menor dosis de conflicto político, pero con las mismas tensiones, el Marruecos
de Mohammed VI y la Libia del ex socialista Muammar Gaddafi siguen con atención
la evolución de la revolución tunecina. En ambos países campean la falta de
libertades, la proscripción de los opositores y la corrupción administrativa.
Mientras que a Mohammed VI lo mima con especial atención España, a Gaddafi lo
sostiene Silvio Berlusconi.