Si la revolución fracasa y degenera en caos o vacío de poder, el islamismo se extenderá desde Marruecos a Afganistán.
La revolución iraní no ocurrió de la noche a la mañana. Fueron casi dos años —de 1978 a 1979— en los que el Sha acababa a tiros con las periódicas manifestaciones que le pedían que abandonara el poder. Durante todo ese tiempo ni Europa ni Estados Unidos se arrojaron a los brazos de Jomeini. Entre otros motivos porque ni Jomeini ni los suyos abanderaban la revuelta. Los que se manifestaban no pedían una teocracia, sino el fin de un régimen corrupto y torturador. Pero el entonces presidente norteamericano, Jimmy Carter, hizo oídos sordos a la revuelta y sostuvo al Sha Reza Palevi hasta el penúltimo día. El Sha era un síseñor y mantenía los precios del petróleo a la baja. Pero, a la postre, la broma nos salió bastante cara.
A quienes hoy buscan paralelismos entre la revolución egipcia y la iraní y vaticinan la aparición de un Faraón Jomeini de la revuelta de la plaza Tahrir, convendría recordarles que el régimen de los ayatolás vino como consecuencia de la falta de apoyo a la oposición democrática en Irán. Ya desde los tiempos en los que —allá por los años cincuenta— EE.UU. y el Reino Unido expulsaron al nacionalista —y demócrata— Mossadeq porque había nacionalizado el petróleo. Aquellas dos potencias consideraron entonces que la Policía Secreta del Savak y el Sha-Síseñor eran instrumentos providenciales para la modernización y occidentalización del país. Con los resultados a la vista.
La actual revolución árabe no tiene nada que ver con el islamismo. Es una revuelta de jóvenes humillados que buscan recuperar el orgullo perdido de los árabes. Pero si fracasa. Si degenera en caos o vacío de poder. Si una nueva generación de sátrapas más o menos uniformados sustituye a a la anterior. Que no nos quepa duda, el islamismo se extenderá desde Marruecos a Afganistán.