Los gobernantes, que lo son en buena medida por el éxito cosechado previamente con sus ofertas, siguen haciendo promesas cada día, pero hay una especie de regla no escrita en nuestras democracias que rebaja de antemano la obligación estricta y seria de su cumplimiento.

En España, un político socialista muy importante de la transición llegó a decir que el destino natural de los programas electorales era el de no cumplirlos. Un ex presidente del gobierno, también del partido socialista, logró aumentar el número de parados en la misma cantidad que había prometido para nuevos empleos. La desconfianza de los electores es muy elevada en este terreno debido a las malas experiencias, pero una atractiva promesa electoral que acierte con la preocupación de los ciudadanos puede inclinar decisivamente la balanza en las urnas.
No debería ser así. La educación democrática tiene que elevar el listón de la exigencia y de la responsabilidad de los políticos a la hora de demostrar su solvencia y la de sus compromisos, despreciando a los informales y desleales con la palabra dada. Si los programas electorales son un contrato solemne con los ciudadanos, como se dice tan a menudo, hace bien la señora Severini y el sursuncorda en reclamar el cumplimiento de la cláusula que más le interesa. Tal vez, aunque lo dudo mucho, en alguna parte y en algún momento, se establezca un precedente que afee con dureza a los incumplidores y les haga penar electoralmente por su frivolidad.

En muchas partes de nuestro país un apretón de manos puede sellar un compromiso con más fuerza que cualquier contrato legal. La palabra es un vínculo de relación y de obligación personal y moral insuperable. ¿Por qué será que cuando algunos políticos te dan la mano sientes que sólo transmiten un monótono y mecánico gesto helado que delata de lejos la infidelidad?.