Lo inesperado de estos acontecimientos permite confirmar que la historia posee un alto grado de imprevisibilidad, lo que, por otra parte, la hace más interesante. La historia abre y cierra sus puertas no siempre de acuerdo con la voluntad sus protagonistas.
Nadie
había previsto ni, probablemente podía prever, que los regímenes políticos que
han moldeado el mundo musulmán desde Marruecos hasta Irán, entrarían en crisis
con mecanismos de ignición internos, de carácter popular, de contenido
revolucionario y en algunos casos con violencia. Este hecho innegable no quiere
decir que las contradicciones, deficiencias y tensiones internas en aquellos
estados fueran desconocidas; y de hecho algunas de ellas explican los airados
movimientos de protesta que se han podido ver a través de los medios de
comunicación. Lo inesperado de estos acontecimientos permite confirmar que
la historia posee un alto grado de imprevisibilidad, lo que, por otra parte, la
hace más interesante. La historia abre y cierra sus puertas no siempre de
acuerdo con la voluntad sus protagonistas.
Los que
conocen el norte de África y Oriente Próximo se habrán dado cuenta de un hecho
no por habitual menos relevante: el orgullo que las clases menos pobres y por
tanto con más formación sienten de sí mismas. Estudiantes y profesionales
insisten en coletillas habituales, como la corrupción moral y el doble rasero
de Occidentes, y en otras menos abstractas, como su debilidad o inferioridad
presente o futura. Tanto orgullo, producto de un fuerte deseo de autoafirmación
y una política educativa ultranacionalista, choca con la mediocridad y
corrupción de los sistemas políticos que hoy están en cuestión. Contrastan con
la pobreza y las limitadísimas oportunidades de promoción social que existen en
mercados de trabajo muy desequilibrados y entramados administrativos diseñados
para controlar y no tanto servir al ciudadano. Existe por tanto una
contradicción entre lo que esos individuos piensan de sí mismos y la
realidad material (entre la retórica nacionalista que sobrestima las grandes
mejoras sociales y la realidad de los hospitales, la policía, las carreteras o
colegios de esos países). Esta tensión material genera por sí misma
insatisfacción. Está además acompañada de un profunda tensión moral y/o
espiritual, refugio natural de deseos y ambiciones insatisfechas. La crisis en
el plano material ha desencadenado otra en el moral, poniendo en duda la
estructura moderna del estado como motor de desarrollo y ordenación social. Y
con ello se ha desencadenado la tercera crisis, de carácter político y casi
estructural. Porque en muchos de estos países fuera del estado no hay
prácticamente nada organizado de manera eficiente; ni siquiera el islamismo,
que necesita ese estado para ocupar cuotas parciales de poder, pero que ha sido
tan sorprendido en esta crisis como el poder constituido.
Ese
orgullo que se vanagloria en la decadencia actual o potencial de Occidente no
es, por otra parte, patrimonio particular de musulmanes. También en Asia y
África subsahariana se dan cita este tipo de sentimientos, producto de las
abultadas expectativas de un mundo en desarrollo que vislumbra por primera vez
la posibilidad de alcanzar, si quiera macroeconómicamente, a
Occidente. Este pensamiento agresivo y confiado, que suele poner a China o
India como paradigmas del cambio de sentido de la historia, también abusa de la
necesidad de un estado fuerte, única vía que imaginan para canalizar el
desarrollo de forma útil y beneficiosa para los pueblos.
Una
crisis material
No hace
mucho escuchaba a un ejecutivo que, al teléfono con uno de los responsables
locales en una planta industrial europea en Marruecos, comentaba “…sobre todo,
hazle caso al Rey; él sabe lo que es bueno…”.Los acontecimientos que sacudieron
Túnez, Libia y Egipto pusieron muy nerviosos a cientos de accionistas,
propietarios, directivos y altos cargos corporativos ante la posibilidad de que
la producción o, peor aún, la seguridad de las instalaciones industriales
relocalizadas en aquellos lugares se vieran afectadas. La frase de este alto
ejecutivo, por simple que parezca, resume bien el dilema al que también se
enfrentan millones de personas en sus lugares de residencia desde Casablanca
hasta Damasco: elegir entre la autoridad constituida, viciada o impotente; o
una alternativa que apenas se vislumbra. Pero esta alternativa se plantea
estrictamente en el plano material, al menos al principio. El pobre hombre que
se prendió fuego a sí mismo en Túnez, desencadenando la tormenta, no aspiraba a
nada más que trabajar, lo suficiente para alimentar a su familia. Este suicidio
es un acto poco usual, y pone de relieve el grado de deterioro personal al que
llegan los millones de individuos que malviven en esas tierras. Trabajo,
dinero, servicios y eso es todo. La mayor parte de los marroquíes, egipcios o
tunecinos no piden nada que no sea una adecuada traslación a la realidad
de lo que ellos sienten que es verdad en el mundo simbólico. De ahí que podamos
considerar esta crisis como un mecanismo de escape de carácter material. Es
fácil distinguir esta reacción de una mera aspiración democrática que, por otra
parte, no existe, más allá de minúsculas minorías, en el mundo islámico.
No es un espacio en fase de democratización, como habitualmente se cree; sino
un mundo en busca de progreso económico. Desde esta perspectiva las revueltas
han sido movimientos revolucionarios tradicionales, sin más. Este hecho debería
hacer que Occidente por su lado y los regímenes locales por otro abordasen la
democratización no tanto como un bien o una amenaza, depende del enfoque; sino
como una opción en el primer caso a medio plazo y un hecho poco relevante en el
segundo.
El mundo
musulmán es, por otro lado, uno de los perdedores de la globalización. Aunque
tanto en Occidente como fuera de él se ha consolidado un discurso triunfalista
que prevé un gran cambio histórico, el fin de la preponderancia de Occidente y
el triunfo de las grandes potencias emergentes; debe recordarse que los estados
de religión musulmana son en general un fiasco, siendo poco frecuente su
inclusión en el grupo de potenciales vencedores de esta supuesta batalla
económica que librarían China, India y algunos otros estados de menor
relevancia por cambiar la estructura política del planeta. Este discurso, sin
embargo, entre revanchista y orgulloso, si influye en otro que lleva abriéndose
camino desde hace varias décadas en el mundo de religión musulmana, el
islamista. En líneas generales el cambio de paradigma histórico del que
hablamos supondría el ascenso de China e India a grandes potencias, de Brasil y
algún otro estado de menor relevancia al de potencias medias y, por
consiguiente, al estancamiento de los EEUU y la crisis de Europa. Este
resultado sería producto de la confluencia de variables occidentales internas:
decadencia demográfica; crisis económica; decadencia productiva, baja formación
de la masa trabajadora y menor participación porcentual en la riqueza mundial.
Y de variables externas, como el crecimiento económico de China e India, el
crecimiento demográfico del resto del mundo, la creciente productividad de la
actividad industrial en los países emergentes y la abultada liquidez con la que
China y en menor medida India pueden invertir, y cooptar, en el sistema
financiero occidental. En la medida en que este discurso insiste en la crisis
estructural de Occidente, con cierta mofa, además, de sus instituciones
democráticas, que aparecen como poco eficientes para ganar esta batalla
económica frente a las dictaduras rígidas o blandas que pueblan el tercer
mundo; alimenta los argumentos islamistas, que también hacen hincapié en la
crisis moral de Occidente y su debilidad crónica para enfrentarse a ellos. La
mezcla explosiva de ambos discursos en un medio sensible al extremismo
nacionalista y religioso debe considerarse como una de las razones de este
conato revolucionario.
La
tensión moral y/o espiritual
Adecuar
la realidad a la fantasía. Esta podría ser la frase que resumiese la crisis del
mundo árabe. Anécdota: un grupo de estudiantes se arremolinaba en la
Universidad de Fez alrededor de un conferenciante, español. Deseosos de
preguntar y sobre todo de ser escuchados. Entre los comentarios uno que resultó
interesante. A saber, “somos estudiantes, estamos bien formados…esta es una
universidad marroquí, no tenemos tiempo para tonterías como en Europa…”
Todas
las sociedades desarrollan una idea de sí mismas que influye notablemente en su
actitud colectiva, y a veces individual, ante el mundo circundante. España es
un brillante ejemplo de esta virtud que a veces es una desgracia. Por supuesto
esta es una capacidad que disfrutamos o padecemos todos los seres humanos por
igual. Cuando esa percepción de uno mismo coincide con una corriente general o
en cualquier caso poderosa de pensamiento se refuerza, para bien o para mal. De
la combinación de las dos ideas descritas, el islamismo y, conviene darle un
nombre, el antioccidentalismo displicente es posible desgranar algunas ideas
interesantes que merecen atención. En ambos casos la representación política
del planeta adquiere una forma precisa, como un enfrentamiento pacífico, pero
no menos decisivo entre el mundo occidental, no solo EEUU; y las grandes
economías emergentes, a cuya sombra se apuntan otros estados menores. La
primera nota común, por tanto, es la visión de Occidente como un contrincante
al que conviene batir. Como consecuencia de este consenso, en ambos casos se
muestra recelo, cuando no desprecio por algunas de las instituciones que han
configurado Occidente. Entre ellas, la democracia y la libertad individual.
Tanto en una corriente como en otra resulta preocupante el sentido positivo que
se concede al estado, a la existencia de un gobierno autoritario y a la
relevancia que debe tener lo colectivo sobre lo individual. En ambos casos se
entienden aquellas como debilidades que explican la decadencia de Occidente, y
no fortalezas. El rechazo, por tanto, de la democracia resulta ser una
consecuencia natural. No es percibida como estrictamente necesaria, ni siquiera
como un hecho positivo, lastrado a ojos de muchos por la lucha partidista, la
presión de grupos de interés y su cortoplacismo en la toma de decisiones. Las
consecuencias morales de este pensamiento saltan a la vista, y las
implicaciones estratégicas para el mundo occidental también, empeñado como está
en transmitir unos valores que le son consustanciales y casi definen su
naturaleza. De ahí a rechazar los aspectos culturales y religiosos vinculados
con esa parte de la humanidad media poco; en todo caso ese espacio ya ha sido
recorrido por el islamismo, que desde esta perspectiva no es otra cosa que una
alternativa ideológica típicamente tercermundista, sin más.
En las
sociedades musulmanas esta combinación ha creado un ambiente social de tremenda
inestabilidad. Occidente es en definitiva la única referencia probada de
desarrollo y bienestar. Al desacreditarla el individuo refuerza su identidad
personal y disminuye su frustración. Pero se queda sin objetivo a alcanzar, sin
referencia moral y política. Debe entonces buscarla en otros ámbitos, por
ejemplo la tradición, convenientemente edulcorada por las numerosas
organizaciones que nutren su ideología de ella, la mayoría con un contenido
islamista de grado variable. Pero esta búsqueda no termina ni con las
privaciones materiales, ni con la impaciencia, tan propia de sociedades
jóvenes, que provoca el creerse cerca de un mundo mejor que no llega nunca. El
mejor caldo de cultivo para una explosión de signo revolucionario.
La
crisis política: conclusión.
Un
ejecutivo a un académico un poco alarmista: “son como nosotros hace cuarenta
años, solo quieren vivir mejor y llevar pantalones vaqueros…”. En Occidente
también se confunden los deseos con la realidad. Las sociedades europeas de
hace cuarenta años eran muy distintas de las sociedades musulmanas actuales.
Pero si es cierto que desde Marruecos hasta Irán todos quieren vivir mejor, y
algunos, no todos, llevar vaqueros. Esta es la razón fundamental que explica la
crisis del estado.
Conviene
recordar que el estado en los países en vías de desarrollo no es solo una
estructura administrativa más o menos compleja que reparte recursos. El estado
lo es todo, y fuera de él no existe prácticamente nada. Este hecho es el
resultado de una actitud colectiva postcolonial, que ve en el estado la
representación de la identidad nacional, el garante de la recuperación de la
autoestima social y el instrumento para crecer económicamente sin las trabas
propias de un sistema capitalista gestionado por entidades privadas.
Ciertamente este tipo de estado, tiende a ser necesariamente autoritario y a
concentrar un volumen de expectativas fuera de lo normal. Su fracaso
sistemático mina su legitimidad, que normalmente solo está basada en su
capacidad para reforzar la identidad nacional y ofrecer trabajo. Sea cual sea
su estructura, incluso si se trata de una monarquía, la legitimidad del estado
peligra desde el momento que las expectativas de los ciudadanos carecen
sistemáticamente de respuesta. Los que piensen que Marruecos está a salvo de
convulsiones se equivocan. La pregunta es cuando se producirán si no se
modifican las condiciones de vida de amplias capas de la sociedad.
El fracaso
de las revoluciones en curso está prácticamente asegurado desde una perspectiva
reformista. Al carecer de alternativas (fuera del estado no hay nada, salvo la
mezquita y no siempre) y al seguir proyectando sobre aquel expectativas poco
realistas, las nuevas administraciones volverán a recorrer caminos similares a
los ya recorridos hasta ahora: proyectar una economía de estado; restringir la
libertad individual en favor de supuestos intereses colectivos; concentrar el
gasto público en obras faraónicas y plantar cara a la oposición islamista, que
es la única que tiene una idea clara de para que quiere controlar el aparato
estatal.
La
historia es, en todo caso, impredecible. Quizás Libia, como antes Iraq, marquen
la diferencia. Pero no está claro que pueda ser así.