El llamado a calificar servicios del general Gustavo Matamoros, jefe del Estado Mayor Conjunto, ha generado una gran controversia dentro del estamento militar. Haciendo uso de su poder discrecional, el Gobierno decidió relevar al número dos de la jerarquía castrense por problemas de "trabajo en equipo".

La salida del alto oficial se da en medio de crecientes rumores sobre una división en la cúpula de las Fuerzas Armadas, así como del recrudecimiento de las críticas a la supuesta falta de liderazgo del ministro de Defensa, Rodrigo Rivera. Al mismo tiempo, el prestigio del Ejército ha venido sufriendo duros golpes por una seguidilla de sonados escándalos -que afectaron, incluso, la figura jurídica del fuero-, como las exageradas comodidades en el centro de reclusión de Tolemaida.

A lo anterior se añaden tanto el inquietante deterioro de los indicadores de seguridad en las ciudades, como la precariedad de los resultados de la estrategia contra las bandas criminales. Por último, los rabiosos promotores de un enfrentamiento entre el presidente Santos y su antecesor, Álvaro Uribe, han encontrado, en ese terreno, leña para calentar el ambiente.

Es inevitable que, en un cuerpo de más de 435.000 uniformados entre militares y policías, no se presenten distintas corrientes, tendencias y opiniones sobre muchos temas, incluida la estrategia de combate. La prohibición de la deliberación pública no implica la eliminación automática del criterio. Sin embargo, el tratamiento de esos disensos distingue a las Fuerzas Armadas de otras instituciones del sistema democrático.

El retiro del general Matamoros se presenta ante la incapacidad de tramitar diferencias que amenazaban el funcionamiento coordinado del alto mando. De hecho, la labor del segundo comandante es precisamente la de dirigir las distintas fuerzas en las operaciones conjuntas, que, al actuar en forma coordinada, tanto éxito han traído en la lucha contra la subversión.

La tentación de convertir este incidente en un plebiscito sobre el manejo de la estrategia de seguridad es atractiva, pero errónea. Una de las fortalezas de las Fuerzas Armadas es el férreo respeto a la institucionalidad por encima de los miembros individuales. Si bien es comprensible el malestar de algunos generales y coroneles ante la forzada partida del superior que lidera sus posturas, ha quedado claro que lo sucedido refleja el deseo del presidente Santos, su comandante supremo.

Las recientes transformaciones en la estructura y la dinámica militar no dependen de un general, por más respetado que este sea. Tampoco es momento para celos históricos entre los diferentes cuerpos, mientras flagelos sensibles como las masacres, los secuestros y las extorsiones vienen en aumento.

La atención de los máximos estrategas de la seguridad en Colombia no puede desvanecerse en minucias personales ni en lealtades políticas. Los desafíos del conflicto son complejos: desde la recuperación de la legitimidad en derechos humanos por los 'falsos positivos', hasta la adaptación a las nuevas condiciones de combate contra una guerrilla que ha variado sus tácticas.

El liderazgo de la política de seguridad en cabeza del ministro Rivera también requiere un revolcón. Después del espaldarazo de la Casa de Nariño con el relevo de Matamoros, al jefe de la cartera de Defensa le toca disipar con resultados y mensajes claros las preocupaciones por algunas cifras y la molestia con abusos de uniformados y tratamientos generosos a delincuentes. Por su parte, el comandante de las Fuerzas Militares, el almirante Cely, cuenta hoy con una cúpula sintonizada para recuperar el tiempo y el terreno perdidos.