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30/01/2006 | ¿Pierde Washington a América Latina?

Peter Hakim

PELIGROSAMENTE A LA DERIVA

 

Las relaciones entre Estados Unidos y América Latina están hoy día en su punto más bajo desde el fin de la Guerra Fría. En la década de 1980 muchos observadores tenían la esperanza de que el giro de la región hacia la democracia y la economía de mercado, aunado a la mengua del énfasis de Washington en asuntos de seguridad, condujera a vínculos más estrechos y cooperativos. De hecho, por un tiempo las Américas parecían avanzar en la dirección correcta: entre 1989 y 1995, las brutales guerras centroamericanas se resolvieron en su mayor parte; la propuesta Brady para reducir el monto de la deuda (así llamada por el entonces secretario estadounidense del Tesoro, Nicholas Brady) contribuyó a poner fin a la recesión de 10 años provocada por la deuda en América Latina; Canadá, Estados Unidos y México firmaron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN); Estados Unidos fue sede de la primera reunión cumbre hemisférica en más de una generación, y en 1995 un audaz paquete de rescate encabezado por Washington ayudó a evitar el colapso de la economía mexicana. Pero mucho de este progreso se ha estancado, y la política estadounidense hacia la región navega a la deriva, sin mucho impulso ni dirección.

Después del 11-S, Washington de hecho perdió interés en América Latina. Desde entonces la atención que le dedica ha sido esporádica y limitada en su visión a situaciones particularmente problemáticas o urgentes. En toda la zona, el apoyo a las políticas de Washington ha disminuido. Pocos latinoamericanos, dentro o fuera de los gobiernos, consideran a Estados Unidos un socio confiable. Las relaciones se han deteriorado en serio, a consecuencia de la falta de liderazgo de Washington, de su postura inflexible en muchos asuntos críticos y de la nula voluntad de los gobiernos de Bill Clinton y George W. Bush de resistir ante poderosos electorados del país.

Sin embargo, Estados Unidos no es el único culpable. Los gobernantes latinoamericanos también han tenido un mal desempeño. Muchos gobiernos han completado sólo en parte las reformas políticas y económicas necesarias para sostener un crecimiento robusto e instituciones democráticas saludables. En su mayoría han hecho caso omiso de las profundas desigualdades económicas y tensiones sociales de la región. Con mucha frecuencia, los gobiernos latinoamericanos sólo han cooperado de mala gana con Estados Unidos y entre ellos. Algunos de los líderes de la región se han vuelto populistas y se valen de una retórica antiestadounidense para ganar partidarios y votos.

A la fecha, las fragmentadas relaciones de Washington con América Latina se han traducido principalmente en una serie de oportunidades perdidas para ambos lados. En momentos en que el gobierno de Bush necesita socios y aliados en todo el globo, Estados Unidos y su agenda internacional sufren descrédito en América Latina. El progreso democrático titubea en la región, en gran parte por el pésimo desempeño económico y social en una nación tras otra. Estados Unidos cuenta aún con un gran mercado en el subcontinente; sus exportaciones se valúan en más de 150000 millones de dólares al año, casi tanto como el valor de sus exportaciones a la Unión Europea (UE). Pero dos terceras partes de ese monto van a México, en tanto Brasil y otros mercados sudamericanos permanecen relativamente sin explotar por falta de acuerdos de comercio hemisférico más productivos. La boyante población hispánica en Estados Unidos ya está ofreciendo nuevos e importantes vínculos con países de toda América Latina, pero su aportación potencial está constreñida por las confusas e impracticables reglas de inmigración de Washington.

Los intereses de Washington en la región se ven amenazados también en otras formas. Las reservas de petróleo y gas natural de la políticamente agitada Venezuela y otras naciones andinas ricas en energéticos son menos seguras que nunca. Varios estados pequeños y débiles del Caribe y América Latina corren el riesgo de volverse centros permanentes de actividad de la droga, lavado de dinero y otras operaciones delictivas. La estabilidad se ve amenazada por el crecimiento de la delincuencia y la violencia casi en todas partes. Estados Unidos podría acabar pagando un alto precio por los retrocesos y la política inestable de la región. Por desgracia, existen pocas perspectivas de un giro en las relaciones entre ambas partes en el corto plazo.

EXPOSICIÓN EN EL SUR

Al principio de su gobierno, el presidente Bush declaró que América Latina sería una prioridad en su política exterior. La Casa Blanca elogió el avance de la región hacia la democracia y la economía de mercado y se propuso completar las negociaciones en marcha hacia un pacto de libre comercio que abarcara todo el hemisferio, construir sociedades económicas más amplias y resolver problemas crónicos como la inmigración y el tráfico de drogas. El gobierno tenía confianza en poder revitalizar relaciones con los dos mayores y más influyentes países de la región, Brasil y México. En particular, veía en el recién instalado gobierno del presidente Vicente Fox, cuya elección puso fin a 70 años de gobierno monopartidista en México, una oportunidad especial de dar nueva forma a esa relación y profundizarla.

Cinco años después, la actitud del gobierno de Bush ha cambiado marcadamente. Con regularidad funcionarios estadounidenses se han mostrado desilusionados por los acontecimientos en América Latina en torno a una variedad de temas. En lo económico, la región ha venido cojeando durante años. Cierto, los dos últimos años han traído en su mayor parte buenas noticias: la inversión extranjera ha empezado a fluir, el comercio se ha expandido a un ritmo sostenido, las remesas familiares se incrementan y la inflación permanece baja. Pero pocos analistas tienen confianza en que las ganancias puedan sostenerse. El mejoramiento económico es sobre todo resultado de una economía global particularmente benigna, que ha impulsado las exportaciones de productos básicos latinoamericanos y mantenido bajas las tasas de interés, lo cual aligera la carga de la alta deuda de la región.

Aun en estas circunstancias, las tasas de crecimiento de las naciones latinoamericanas han ido a la zaga de las de países en regiones más dinámicas. La mayoría se encuentra en una trampa de lento crecimiento, consecuencia de los bajos niveles educativos, la escasa inversión en ciencia y tecnología e infraestructura, las tasas lamentablemente bajas de ahorro, los irrisorios niveles de recaudación fiscal y las desigualdades políticamente disgregadoras. En 2004, su mejor año en dos décadas, la economía de la región se expandió en 5.5%. En contraste, India ha tenido un crecimiento promedio anual de 6% durante 15 años, y la economía china ha crecido a 10% durante veinticinco.

Aún más problemática para los funcionarios estadounidenses ha sido la evolución de la situación política. Washington gusta de presumir a América Latina como un escaparate de la democracia. La política democrática es aún la norma en la región; sólo Cuba permanece bajo un régimen autoritario. Pero en la década pasada casi una docena de presidentes electos han sido obligados a dejar el poder, muchos por protestas callejeras o violencia de turbas. Pese a celebrar elecciones y plebiscitos, la actual Venezuela apenas si califica como democrática. Lo mismo puede decirse de Haití, que cada vez más parece un Estado ingobernable. En Bolivia y Ecuador, políticas irritables se ven reforzadas por profundas divisiones sociales, étnicas y regionales. En Nicaragua, una alianza de legisladores corruptos de izquierda y derecha tiene tan paralizado al gobierno que la elección presidencial del próximo año podría reinstalar en el poder al líder sandinista Daniel Ortega, némesis de Washington. Y no son éstas las únicas naciones de la zona donde la democracia se encuentra sujeta a tensiones y podría deteriorarse con rapidez.

Si bien una mayoría de ciudadanos latinoamericanos aún consideran a la democracia la mejor forma de gobierno, la mayoría tiene mala opinión de su gobierno y sus dirigentes. En muchos lugares el desempeño de las instituciones públicas, plagadas de corrupción, ha sido gris. Los sistemas judiciales son en su mayoría lentos e injustos. Las legislaturas tienen una actuación errática. Los partidos políticos son más débiles y menos representativos que nunca. Sólo unos cuantos países, sobre todo Chile, han enfrentado las desalentadoras tendencias regionales y avanzado en la consolidación de la política democrática.

Con todo, el desencanto del gobierno de Bush con América Latina va mucho más allá de sus fallas económicas y políticas. Washington se ha enfurecido por la oposición latinoamericana a gran parte de la agenda de seguridad posterior al 11-S. La Casa Blanca se irritó cuando Chile y México, representantes latinoamericanos en el Consejo de Seguridad de la ONU en 2003 y dos de sus aliados más cercanos en la región, se opusieron a una resolución que avalaba la invasión de Irak. De hecho, de las 34 naciones latinoamericanas y del Caribe, sólo siete apoyaron la guerra. Seis (Costa Rica, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Panamá y República Dominicana) estaban comprometidas en negociaciones comerciales con Estados Unidos en ese tiempo. Y la séptima, Colombia, recibe más de 600 millones de dólares al año en ayuda militar estadounidense.

DICES QUE QUIERES UNA REVOLUCIÓN

Más serio que el desagrado latinoamericano con las políticas estadounidenses, sin embargo, es el surgimiento del presidente venezolano Hugo Chávez como un adversario molesto y potencialmente peligroso. Con Chávez, Venezuela ha desarrollado vínculos estrechos con Cuba y ahora subsidia con generosidad la economía de la Isla. Algunos en Washington piensan que este apoyo podría complicar la transición cubana posterior a Castro al ayudar a un régimen represivo a mantener el poder. Y existen más preocupaciones inmediatas: si bien la naturaleza de la participación de Chávez no es clara, funcionarios del gobierno están convencidos de que provoca inestabilidad en algunos de los estados más volátiles del hemisferio, entre ellos Bolivia, Ecuador y Nicaragua. Sus presuntos nexos con las guerrillas izquierdistas de Colombia y el hecho de que Venezuela les brinde un refugio también inquietan a funcionarios estadounidenses.

Además, las ambiciones de Chávez no se limitan a atizar problemas en unos cuantos países vecinos. Ha dejado en claro su intento de forjar una amplia coalición antiestadounidense para remplazar la agenda de Washington para el hemisferio con la suya propia, la cual rechaza la democracia representativa y la economía de mercado. Hasta ahora está lejos de tener éxito: ningún otro gobierno ha seguido su liderazgo económico o político. De hecho, casi todas las naciones latinoamericanas todavía ven su futuro ligado a Estados Unidos y desean fortalecer sus relaciones con él. Sin embargo, Washington está alarmado por las perspectivas de que Ortega pudiera asumir el poder en Nicaragua y de que un gobierno radical llegara a Bolivia si el líder indígena de izquierda Evo Morales gana las elecciones presidenciales de diciembre de 2005.* Chávez tiene estrechos vínculos con ambos líderes y les brinda ayuda económica.

Pese a no haber logrado hasta ahora exportar su "revolución bolivariana", Chávez, sostenido por enormes ingresos petroleros y con un poder virtualmente ilimitado en su país, se afana por incrementar su influencia en la región. Bajo su vigilancia, Venezuela ha lanzado Petrocaribe, alianza energética diseñada para entregar petróleo subsidiado desde Venezuela a los pequeños estados del Caribe, y comenzado a financiar Telesur, cadena regional de noticias que se propone competir con los programas de la BBC y CNN en español. Venezuela se acerca a tener plena participación en el Mercosur, la zona de libre comercio más importante de América del Sur, que incluye también a Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay (Bolivia, Chile y Perú son miembros asociados). Y Chávez ha propuesto la creación de Petrosur, que sería una confederación de las compañías petroleras de propiedad estatal de la región; también ha sugerido formar un consorcio de energía nuclear con Brasil y Argentina y establecer un banco sudamericano de desarrollo.

Venezuela y Estados Unidos han chocado reiteradamente en la Organización de Estados Americanos (OEA) y otras instituciones regionales. En noviembre pasado, cuando el presidente Bush y los otros 33 presidentes y primeros ministros electos viajaron a Mar del Plata, Argentina, para la cuarta Cumbre de las Américas, violentos manifestantes antiestadounidenses tomaron las calles. Chávez fue el único jefe de Estado que se unió a las protestas (aunque su aliado, el candidato presidencial boliviano Morales, lo secundó). Su ardiente discurso encendió a las multitudes y reveló una vez más su alcance político y su popularidad regional. Si bien los otros líderes nacionales en su mayoría hicieron caso omiso de él, la prensa mundial dio amplia cobertura a sus extravagancias.

A Washington le irrita que ningún gobierno latinoamericano haya estado dispuesto a ayudarlo a desafiar a Chávez. Incluso gobiernos asociados estrechamente a Washington tienen cierta simpatía por la polémica de Chávez, contraria a Bush y a Estados Unidos. Si bien de cuando en cuando Brasil ha ayudado a contenerlo, el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, auténtico demócrata, dijo en el otoño de 2005 que Venezuela sufría de exceso, no de falta de democracia. En la reunión del año pasado de la Asamblea General de la OEA, diplomáticos latinoamericanos rechazaron una propuesta estadounidense de instaurar un comité para supervisar la democracia en la región, pues la vieron como un esfuerzo de Washington por poner de relieve las fallas democráticas de Chávez. Muchos gobiernos están disgustados con Chávez y sus políticas, pero no desean poner en riesgo sus relaciones comerciales y financieras con Venezuela o pagar los costos políticos internos de oponerse a él.

EL AS CHINO

Washington se preocupa también por la creciente presencia china en América Latina, inquietud que ya ha sido tema de audiencias en el Congreso. De hecho, algunos legisladores ven a aquel país como el más serio desafío a los intereses estadounidenses en la región desde la caída de la Unión Soviética. Citan los enormes recursos financieros que promete llevar a América Latina, sus crecientes relaciones de ejército a ejército en la región y sus claras ambiciones políticas en ella como amenazas potenciales a ese antiguo pilar de la política estadounidense en el hemisferio, la Doctrina Monroe.

El interés chino en América Latina es significativo y en expansión. La región se ha vuelto una fuente vital de materias primas y alimentos. En los seis últimos años, las importaciones chinas de la zona han crecido más de seis veces, o casi 60% al año. Beijing enfrenta asimismo un gran reto político en la región: de los 26 países que reconocen a Taiwán, 12 están en América Latina y el Caribe. China intenta reducir ese número mediante diplomacia intensiva y aumento en comercio, ayuda e inversión.

Funcionarios del gobierno de Bush han observado de cerca la creciente participación comercial y política china en la zona. El presidente Hu Jintao ha viajado dos veces a América Latina en los dos años pasados, con una estancia total de 16 días. La Casa Blanca no podría pasar por alto la cálida bienvenida que recibió de los cinco países que visitó, las concesiones que sus gobiernos le ofrecieron (como la rápida concesión de "categoría de economía de mercado" a China) y las enormes expectativas que su presencia creó respecto de grandes inversiones en caminos, puertos y otras infraestructuras. Los viajes de Hu Jintao han sido correspondidos por una larga serie de visitas de jefes de Estado, funcionarios económicos y dirigentes empresariales latinoamericanos a China.

Muchos latinoamericanos ven en China una alternativa económica y política a la hegemonía estadounidense. Si bien a algunos funcionarios les preocupa que el país asiático, con sus bajos costos de manufactura, haga disminuir las ventas, ganancias e inversiones de sus países, otros (sobre todo las naciones sudamericanas productoras de alimentos y minerales) la ven como un importante socio potencial para nuevo comercio e inversión. Gobernantes brasileños, entre ellos el presidente Lula, han expresado el deseo de entablar una relación estratégica con Beijing, que podría incluir comercio en productos de alta tecnología, apoyo mutuo en organismos internacionales y colaboración científica y cultural. Resulta interesante que los recientes avances de China (y también de India) hayan impulsado a algunos latinoamericanos a examinar su propio desarrollo económico y político, lo cual ha producido una nueva ola de autocríticas relativas al titubeante desempeño de años recientes y un intenso debate acerca de lo que puede aprenderse del éxito de algunos países asiáticos.

Es muy temprano para predecir cuál será la influencia de China en el largo plazo en América Latina. Por ejemplo, el comercio podría expandirse con rapidez, pero aún representa menos de 3% del que tiene Estados Unidos en la zona. Algunos de los países latinoamericanos más interesados en crear vínculos fuertes con China ahora lo piensan dos veces. En el momento de la visita de Hu Jintao, en noviembre de 2004, Argentina y Brasil pronosticaban enormes incrementos en la inversión china en ambos países. Menos de un año después, los dos gobiernos reconocieron que las acciones de China se quedaron cortas respecto de sus expectativas y dijeron que ahora les interesaba contener las crecientes importaciones chinas. El ministro brasileño del Exterior, Celso Amorim, se quejó de que sus "expectativas eran mayores [ . . . ] la inversión llega despacio". De hecho, apenas si había llegado.

China está aún muy lejos de amenazar la influencia estadounidense en América Latina, o siquiera de competir con ella. Pero, como en otras partes del mundo, busca allí, de manera intensa y pragmática, ventajas políticas y económicas. Algunos comentaristas han indicado que con sus fuertes nexos con Cuba, creciente interés en Venezuela y presencia en Panamá, China representa un riesgo de seguridad emergente a los intereses de Estados Unidos en el hemisferio. La mayoría de los analistas, sin embargo, dudan que cualquier iniciativa china en América Latina provoque una confrontación con Washington. Señalan la cautela general de Beijing en su relación con éste, su reconocimiento de la preeminencia estadounidense en la región, y la mucha mayor importancia que concede a otros temas de su agenda con Estados Unidos.

Por su parte, Washington se mantiene vigilante, pero no alarmado. En testimonio ante el Congreso, en 2005, el entonces subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, Roger Noriega, se mostró optimista en cuanto a la relación de camaradería entre China y América Latina, no sin advertir: "Estaremos atentos a cualquier indicación de que la colaboración económica alimente relaciones políticas que puedan ir en contra de nuestros objetivos esenciales para la región". Si Beijing y Washington llegan a diferir, será sobre temas mucho más importantes para ambos, como Taiwán, las armas nucleares de Corea del Norte y sus continuas disputas comerciales y económicas.

AL ALCANCE DE LA MANO

La desilusión con la relación entre Estados Unidos y América Latina es recíproca. El sentimiento antiestadounidense ha surgido en todos los países de la región. Personas tanto ricas como pobres se resienten del agresivo unilateralismo del gobierno de Bush y condenan el desprecio de Washington por las instituciones y normas internacionales. Una reciente encuesta Zogby de las élites latinoamericanas encontró que 86% desaprobaba el manejo que hace Washington de los conflictos en todo el globo. Sólo en Cuba y Venezuela hay hostilidad abierta hacia Estados Unidos, y la mayoría de los gobiernos latinoamericanos continúa buscando estrechar vínculos con esa nación, como acuerdos de libre comercio, migratorios y de asistencia en seguridad, aun cuando muchos ya no consideran a Washington un socio del todo confiable ni desean ser sus aliados. Los líderes de la región son bien conscientes de la abrumadora fuerza política y económica de Estados Unidos y lo bastante pragmáticos para esforzarse en mantener buenas relaciones con la única superpotencia. Pero la ven como una nación que rara vez consulta con otras, que transige con renuencia y reacciona mal cuando otras critican sus acciones o se oponen a ellas.

A muchos en la región les suena particularmente hueca la defensa que hace Washington de los derechos humanos y la democracia. La mayoría de los latinoamericanos quedaron pasmados por las acciones estadounidenses en Abu Ghraib y la bahía de Guantánamo. El gobierno estadounidense ha regañado durante mucho tiempo a países latinoamericanos por sus violaciones de los derechos humanos y sus desaseados procedimientos judiciales, pero de pronto parece jugar con un conjunto diferente de reglas cuando su propia seguridad está en riesgo. Los latinoamericanos, teniendo presentes las a menudo devastadoras acciones militares estadounidenses en la región, jamás han estado a gusto con las intervenciones unilaterales de Estados Unidos y han resistido con firmeza el uso de la fuerza para promover la democracia. El entusiasmo inicial de Washington por el efímero golpe de abril de 2002 contra Chávez, libremente electo, plantó dudas virtualmente en todos los países latinoamericanos respecto de la sinceridad del empeño democrático del gobierno de Bush. Igual efecto tuvo la presión de Washington sobre el presidente Jean-Bertrand Aristide para que saliera de Haití en 2004.

Lo que la mayoría de las naciones latinoamericanas más quieren y necesitan de Estados Unidos son lazos económicos productivos, como los acuerdos de libre comercio concluidos con Chile en 2003 y las naciones de América Central y República Dominicana en 2005. Éstos traerán beneficios considerables a las naciones participantes, y han mantenido activa la agenda comercial estadounidense aun cuando las negociaciones para una zona de libre comercio en el hemisferio occidental permanecen estancadas. Pero Washington puede hacer mucho más. En el pasado reciente, los latinoamericanos han recibido con particular beneplácito cuatro iniciativas de Washington: el plan Brady para reducir el monto de la deuda, presentado en 1989: la propuesta del presidente George H.W. Bush de una zona hemisférica de libre comercio, en 1990; la adopción del TLCAN en 1993, que impulsó negociaciones sobre la propuesta del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), y el rescate del peso mexicano en 1995. No ha habido ninguna iniciativa económica estadounidense de magnitud similar en América Latina en la última década.

La mayoría de los gobiernos latinoamericanos desea negociar acuerdos de libre comercio con Estados Unidos. Conociendo la política comercial de Washington, están preparados a aceptar condiciones que les parecen menos que justas o equilibradas. Aun así, se resienten de la poca disposición de Washington a transigir en la mayoría de los temas, como los subsidios que otorga a los agricultores estadounidenses, los cuales distorsionan el comercio; las rígidas reglas que aplica contra el dumping, y su exigencia de nuevas normas de protección de la propiedad intelectual. Las elevadas tarifas y las cuotas limitadas sobre azúcar, jugo de naranja, algodón y muchas otras exportaciones latinoamericanas de gran volumen hacen que Estados Unidos parezca poco generoso y suscitan cinismo respecto de su defensa del libre comercio.

Otro punto doloroso, en particular para México, América Central y el Caribe, pero también para un número cada vez mayor de países sudamericanos, ha sido la política de inmigración estadounidense, que ha permanecido sin cambios en lo esencial durante dos décadas. Los latinoamericanos ven en la emigración una solución tanto a su alto desempleo y bajos salarios como a la enorme demanda de trabajadores en Estados Unidos. En cambio Washington ha endurecido las medidas de represión en sus fronteras, acción que no ha reducido la inmigración indocumentada pero ha elevado los costos y riesgos de cruzar la frontera y mantiene a muchos inmigrantes en la economía subterránea, donde la explotación es común. Peor aún, los gobiernos estatales y locales aplican iniciativas cada vez más duras contra los inmigrantes, y en ocasiones voluntarios civiles armados toman por su cuenta el patrullaje de la frontera para impedirles el paso. Un asunto relacionado se refiere a la práctica estadounidense de deportar delincuentes convictos, incluso ciudadanos naturalizados, a sus países de origen, donde es probable que se unan a bandas callejeras extraordinariamente despiadadas. Todo esto genera extensa cobertura de prensa en México y otras naciones que envían emigrantes al país del norte, que de esta manera aparece como cada vez más hostil hacia América Latina.

Tal vez lo que más molesta a los latinoamericanos es la sensación de que Washington no toma en serio a la región y todavía la considera su patio trasero. Menos de una semana antes del 11-S, el presidente Bush hizo la sorprendente declaración de que su relación más importante en el mundo era con México. Nadie se sorprendió del extraordinario giro en las prioridades estadounidenses a raíz de los ataques, hacia un énfasis renovado en la seguridad y en Medio Oriente. Pero la virtual exclusión de México y el resto de América Latina de su agenda de política exterior fue brusca e inesperada. Hoy Washington parece advertir sólo aquellos acontecimientos en la región que pudieran considerarse amenazas a sus intereses, como la creciente influencia de Chávez, la presencia china en expansión o el resurgimiento de Ortega. Tema tras tema, funcionarios latinoamericanos sienten que sus opiniones tienen poco peso para los trazadores de políticas estadounidenses.

UN DISTANCIAMIENTO MUY PROLONGADO

Existen pocas razones para prever que las relaciones de Estados Unidos con América Latina mejorarán pronto. Más probable es que empeoren. La región seguirá siendo periférica a los intereses centrales de la política exterior estadounidense, que son la guerra contra el terrorismo, el aseguramiento y la reconstrucción de Irak, el conflicto árabe-israelí y la proliferación nuclear. Como para 2006 está programado el acceso al poder de nuevos presidentes en casi una docena de naciones latinoamericanas, sin duda habrá cambios políticos importantes. Sin embargo, es improbable que varíen muchas condiciones en la región. Cuando mucho, sostendrá su modesto crecimiento económico reciente, pero no ofrecerá las oportunidades de comercio e inversión que las empresas estadounidenses encuentran en Asia o Europa Central. Las tensiones políticas y económicas persistirán, y gran parte de la región permanecerá aislada de Estados Unidos. Es probable que Chávez continúe su postura contraria a Washington por algún tiempo, y podría volverse aún más dura si consolida su poder en su país y continúa ganando y gastando los enormes rendimientos petroleros venezolanos. Las elecciones en Nicaragua y Bolivia podrían darle nuevos aliados.

Con todo, hay algunas iniciativas políticas estadounidenses que podrían mejorar las relaciones hemisféricas. La presión más intensa y consistente que ejercen los gobiernos latinoamericanos es por una política agrícola estadounidense que reduzca las barreras a las exportaciones de alimentos y fibras de la región. En particular demandan recortes en los subsidios a los agricultores y reducciones de aranceles y cuotas a productos clave. Estos cambios no sólo incrementarían las exportaciones latinoamericanas y crearían empleos, sino también revivirían negociaciones hacia la propuesta del ALCA y abrirían el camino a un acceso más seguro al comercio, la inversión y la tecnología estadounidenses, que es precisamente lo que la región desea de su relación con el país del norte. Tales reformas también pondrían fin a agrias disputas con Brasil y Argentina, los mayores exportadores agrícolas regionales. El gobierno de Bush apoya esencialmente esta agenda y ha asumido el liderazgo en la Ronda Doha de diálogos para el comercio multilateral para impulsar un acuerdo que obligaría a Europa, Japón y otros gobiernos, así como al propio Estados Unidos, a reducir subsidios y otras barreras. Pero poderosos productores agrícolas estadounidenses y sus representantes en el Congreso hacen imposible que el país reforme su política agrícola por sí mismo. En este frente, Washington se ha negado a hacer hasta la más pequeña concesión unilateral a América Latina.

Para muchos países latinoamericanos, en especial México, la política de inmigración estadounidense se ha vuelto el tema más importante en la relación bilateral. Los diseñadores de políticas en Estados Unidos y América Latina están de acuerdo en gran parte de los principios básicos que deberían guiar un nuevo enfoque estadounidense sobre este tema, entre ellos: un incremento sustancial en el número de trabajadores temporales a quienes se conceda entrada legal en el país del norte; el desarrollo de procedimientos para que algunos inmigrantes indocumentados obtengan una situación legal, y la aplicación efectiva de toda nueva legislación. El presidente Bush ha convocado a una reforma inmigratoria acorde en esencia con estos principios. Sin embargo, los desacuerdos sobre las políticas reales han dividido tan profundamente al Congreso y al público estadounidenses que hay muy pocas esperanzas de que se aplique cualquier cambio, como no sea dar mayor rigidez a las leyes existentes. El debilitamiento de la presidencia de Bush en los meses recientes ha vuelto aún más improbable una reforma inmigratoria.

Casi todos los gobiernos latinoamericanos recibirían de buen grado la ayuda estadounidense para acelerar el progreso económico y social de sus países. El gobierno de Bush ha puesto modestas cantidades a disposición para nuevo financiamiento al desarrollo mediante la Cuenta del Desafío del Milenio. Sin embargo, el programa está diseñado para apoyar a países bien gobernados pero muy pobres y, como los niveles de ingreso de América Latina son relativamente altos, sólo unos cuantos estados de la región tienen probabilidades de ser elegibles. A menudo los latinoamericanos comparan desfavorablemente a Estados Unidos con la Unión Europea, la cual ha transferido recursos de las regiones más ricas a las más pobres del continente sobre la premisa de que el crecimiento más equitativo en la Unión beneficiará a todos sus miembros. Pero Washington ha preferido desde hace mucho tiempo la fórmula "comercio, no ayuda", que ve en los acuerdos hemisféricos de libre comercio el mejor mecanismo para impulsar el desarrollo latinoamericano porque no sólo expanden los intercambios, sino también atraen inversión extranjera directa e impulsan reformas de alcance más amplio. En cualquier caso, ahora que los presupuestos estadounidenses se estrechan más por la guerra en Irak, la secuela del huracán Katrina y los recortes fiscales, resulta fantasioso prever mayores flujos de ayuda hacia América Latina.

En suma, Estados Unidos no está en posición de propugnar ninguna de las iniciativas que permitirían atender las prioridades latinoamericanas. Aun si el gobierno fuera capaz de modificar políticas, no es seguro que los gobiernos de la región estuviesen preparados para hacer las concesiones necesarias para lograr el apoyo del Congreso y el pueblo estadounidenses a los cambios propuestos. Por ejemplo, cualquier concesión comercial sobre agricultura demandaría que Brasil y otros países redujeran en forma drástica sus barreras a las exportaciones estadounidenses de alimentos, productos manufacturados y servicios, y aceptara normas estrictas de protección de derechos de autor y patentes. Pero los sucesivos gobiernos brasileños jamás han dicho si aceptarían tales condiciones. Tampoco es seguro que Washington pudiera contar con la ayuda del gobierno mexicano para imponer controles fronterizos a cambio de una liberalización sustancial de las leyes inmigratorias estadounidenses. De manera similar, muchos gobiernos latinoamericanos no desearían un aumento en el apoyo estadounidense para el desarrollo y contra la pobreza si, como ocurre con la ayuda de la UE a sus miembros, tal ayuda viene aparejada con solicitudes de mayores impuestos y una variedad de nuevas reglas presupuestarias y financieras.

Si bien las relaciones de Estados Unidos con América Latina están en un punto bajo y las perspectivas de mejoramiento en el corto plazo no son buenas, no todas las noticias son malas. Estados Unidos y América Latina comparten muchos valores y aún colaboran en muchos asuntos. Algunas relaciones bilaterales son notablemente sólidas. Washington ha mantenido una relación inusitadamente productiva con Colombia en los últimos seis años. Los programas estadounidenses de ayuda, en un principio impulsados por preocupaciones internas sobre el tráfico de drogas, han ayudado a hacer más segura a Colombia y fortalecido la autoridad de su gobierno. De manera similar, Chile continúa con su excepcional progreso económico y social, y su democracia se ha vuelto más robusta. A partir de 2004, cuando el tratado de libre comercio entre Chile y Estados Unidos entró en vigor, el comercio entre ambos países ha florecido, y reforzado así el vínculo genuinamente respetuoso y valioso que sostienen (a pesar de la oposición chilena a la guerra en Irak). A solicitud de Washington, desde el año pasado Brasil ha encabezado una fuerza de paz de 7500 efectivos (la mayoría latinoamericanos) en Haití, que contribuye a restablecer la seguridad y el orden mientras el país caribeño se prepara para las elecciones de diciembre.

Pese a sus desacuerdos e insatisfacción con la política estadounidense en la zona, la mayoría de los gobiernos latinoamericanos quiere fortalecer sus relaciones con Washington. Pero el gobierno de Bush no ha demostrado ni la determinación ni la capacidad de aplicar políticas en las Américas que movilicen el apoyo de las demás naciones del hemisferio. Los países latinoamericanos, divididos entre sí, de ninguna forma demandan una renovación de la cooperación hemisférica. Las excentricidades de Chávez en la Cumbre de las Américas de noviembre de 2005 oscurecieron las verdaderas tragedias de la reunión: es decir, lo poco que los gobernantes lograron, lo mal que se ha desarrollado la agenda hemisférica y lo profundamente divididas que están las Américas. Pese a su entusiasmo por la sociedad económica, la ambivalencia fundamental de los latinoamericanos hacia las políticas exteriores estadounidenses ha resurgido con plena fuerza.

Los costos de este estancamiento podrían ser altos tanto para Estados Unidos como para América Latina. Otra crisis financiera en Argentina o Brasil podría tener ramificaciones. También las tendría una confrontación en Venezuela, rica en petróleo, o una intensificación del conflicto armado en Colombia. Una mayor integración regional y cooperación política podría beneficiar a todos los países del hemisferio occidental, como ha ocurrido en Europa. Pero Estados Unidos y América Latina no han demostrado voluntad ni capacidad de andar juntos ese camino.

NOTA

* El artículo entró en prensa antes de esa fecha. [N. de la E.]

Foreign Affairs (Estados Unidos)

 


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